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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Polvo enamorado

En el verano de 1966, el enfant terrible de la alta costura, Yves Saint Laurent, y su pareja (y socio) Pierre Bergé descubren Marrakech: pasan un mes de vacaciones a lo grande en La Mamounia, aunque a los quince días compran una casa en la ciudad –años después adquirirían también el jardín Majorelle–. En ese marco suntuoso se construyen una mansión: “Habíamos estado en Canarias, en Túnez, en Libia. Ningún otro sitio nos provocó tal flechazo. En Marruecos –ha revelado Bergé –, Yves diseñó sus mejores modelos. Y descubrió el color. Se convirtió en una especie de embajador honorario del país”. Pierre Bergé, hombre de negocios, filántropo y tótem de la cultura gala, mantendría años después una relación amorosa con uno de los exquisitos paisajistas de Majorelle, Madison Cox, mientras que Yves empezaría a perder el interés por la vida de cada día. Pero en aquellos días, aquel escenario ambientado por una sensorialidad exótica reunía todo aquello que amaban: sol, exuberancia, sexo y misterio.
Fue hace cincuenta años cuando Saint Laurent travistió el esmoquin masculino y se lo puso a las mujeres, inspirado por los dandis: el chaleco de Brummel, los bucles dorados de Dorian Gray, los fulares del Gilles de Watteau. Chanel lo considera en la televisión francesa como su heredero espiritual. Roland Petit le encarga el vestuario de Le paradis perdu para el Covent Garden. Y la gloria se empeña en barnizar la languidez del joven modista. “Saint Laurent viste a Catherine Deneuve con esa inteligencia íntima de la historia, esa ‘servidumbre voluntaria’ de la que Proust escribe que representa el inicio de la libertad”, sentencia Laurence Benaïm en la biografía del creador. Fue también entonces cuando se consolidó el espíritu rive gauche, e Yves y Pierre encarnaban al bourgeois con solera aunque detestaran a los burgueses. A Saint Laurent le preguntan en un cuestionario al uso: ¿cómo le gustaría morir?, y responde: “Bruscamente”. Ambos se convierten en fervorosos coleccionistas de arte, amantes del mantel y las sábanas con sus toques de extravagancia y libertinaje. “Claro que hubo infidelidades sexuales, ¡muchas! Pero eso suena burgués. Lo que nos unía era mucho más importante”, ha reconocido Bergé.
Incluso su homosexualidad e izquierdismo son rasgos posibles en Francia: colorean la solapa tanto como la insignia de la Legión de Honor. Ellos se amaron gracias a sus caracteres opuestos: el uno inseguro, depresivo, brillante y adicto; el otro mandón, controlador, gris y firme como una roca. Quizás ese fuera el secreto de un amor al que las drogas forzaron a una cesura (se separaron en 1976, aunque siguieron siendo socios y se casaron días antes de la muerte del coutourier ,enel 2008).
Fue muchos años antes, en el hospital de Val-de-Grâce de París, donde Yves estaba ingresado por trastornos psiquiátricos tras su alistamiento en el ejército francés y su despido chez Dior, cuando se juraron amor eterno. “Vamos a crear una casa de alta costura más grande que Dior. Yo diseñaré y tú la dirigirás”, instaba Yves a Pierre. “Nuestra relación era muy fuerte, con una sexualidad muy intensa. El sexo era nuestro centro de gravedad. Fue así durante mucho tiempo. Y no tengo más que explicarle”, le confesaba Bergé hace un año al periodista de El País Jesús Rodríguez.
Este verano acaba de presentarse el proyecto del Museo Yves Saint Laurent en Marrakech, impulsado por Bergé para celebrar los 50 años del descubrimiento del edén marroquí que tanto deslumbró a YSL: un cubo de 4.000 metros cuadrados inspirado en el mítico esmoquin femenino que acogerá los archivos de la firma (5.000 vestidos y 15.000 accesorios). Yves Saint Laurent al final de sus días declaró a su biógrafa que no se arrepentía de nada: “Todo es claro y también todo está entre sombras”. El amor por Bergé fue su anclaje a la vida, un amor más allá de la muerte.
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3 de septiembre de 2016
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Filosofía mundana

A Carolina de Mónaco, madame Caroline para los monegascos, alguien le debió advertir un día de que no fumara delante de sus niños porque esos son vicios que se mimetizan. Pero ve a toserle a una viuda joven con tres criaturas que se esconde en un pueblo de la Provenza, primero forrada de luto y después con estampados Liberty, que así es como se recuperaba Carolina, fumando todo el día entre romero y albahaca en SaintRémy. Tenía que exorcizar el vacío que deja un marido –por fin un Mr. Right en su vasta colección de Mr. Wrongs– menos tonto y pijo de lo que se creía, incluso astuto para los negocios. No hace falta hurgar en las teorías de la pulsión de muerte, que entre otros venenos amartelados incluye el tabaco, para comprobar que así fue, y su hija Carlota Casiraghi empezó a sostener el cigarro igual que ella y a aspirar el humo de forma golosa, como hacen las mujeres que fuman a gusto, succionando con placer, como si aspiraran oxígeno puro.
El mimetismo entre Carolina y Carlota ha ido mucho más allá de su forma de fumar. El de las vidas paralelas, más que un enfoque, es un género en sí mismo. Mucho tiene que ver Plutarco, padre de la sýnkrisis: la clave radica en que los sujetos comparados tengan verdaderas similitudes y que sus vidas sean ricas en anécdotas, pues, aseguraba el sabio, “estas aclaran más las cosas sobre las disposiciones naturales de los hombres que las grandes batallas ganadas”. Dos mujeres tan poderosas como vacías de poder. Su fama no responde a nada más que su pedigrí, su belleza y sus amoríos, pero su magnetismo es inexcusable. Mitterrand dijo de Carolina viuda, fascinado por su encanto, “lo que más merece es ser amada”. Muchos turistas viajan a La Roca suspirando aún por cruzárselas.
Carolina cumplirá sesenta años el próximo enero y ya se ha acomodado a las gafas de ver y los zapatos planos. Fuma menos en público, pero no acaba de encajar en el papel de abuela. Joven díscola, después de que fracasara el intento de acercarla a Carlos de Inglaterra, se casó con un parrandero, el playboy Philippe Junot, que era entonces el rey de las discotecas. Diecisiete años mayor que ella. Relaciones morbosas pero agonizantes, amores kleenex, como el de su hija Carlota con el cómico Gad Elmaleh –quince años más que ella–, padre de su primer hijo: Raphaël.
Madre e hija no sólo se parecen físicamente, huesudas de hombros, mejillas redondas, cabello azabache. Carolina se fusionó estéticamente con Chanel, erigiéndose en la más influyente modelo no oficial de la marca y Carlota hizo lo propio con Gucci, aunque ella sí cobra. Ambas han hablado con recurrencia de su soledad, de la torre de marfil de un palacio que huele a alcanfor. “Mi madre me enseñó el valor de la soledad”, manifestó hace años Carolina. Igual que Carlota, que acaba de cumplir los treinta y le ha contado a Vanity Fair que la soledad la condujo a Hume, Descartes y Simone de Beauvoir, y que debería leerse a Platón desde los siete años. En la crónica de los Encuentros Filosóficos de Mónaco, organizados y presididos por Carlota –que estudió filosofía en la Sorbona–, regaló a la revista una frase monumental: “No son incompatibles la filosofía profunda y Mónaco”, que es algo así como afirmar que no es incompatible la teología con Salou o la física cuántica con Albacete. Y si Carolina se enamoró de un actor con rostro soñoliento, Vincent Lindon –que no se hizo con un premio importante hasta el año pasado–, Carlota, para no ser menos, se ha ennoviado con un director de cine romano cuyo apellido debió de relacionar con Bertrand Russell: Lamberto Sanfelice. A sus 40 años sólo ha dirigido un largo con título de piscina, Cloro, pero es aristócrata y millonario. Este verano la prensa rosa ha especulado sobre un posible embarazo. Ligonas, mediterráneas, con labios carnosos y cigarrillos slim, las Carolinas siguen perpetuando la unión entre el amor y la puericultura. O entre la filosofía profunda yel beach club de Montecarlo.
 
 
 
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28 de agosto de 2016
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No es rebeldía, es rock

Intento recordar qué escuchaba hasta que descubrí a Elvis Presley y lo cambió todo. Fue como ver por primera vez el mar. Nunca volví a ser como antes, pues nadie vuelve a ser el mismo después de haberse dejado rozar por los dedos del rock. No, no pasé directamente de Enrique y Ana al Jailhouse Rock; en mi casa siempre hubo discos de mayores. Los de Mungo Jerry o Sandy Shaw de mis tíos, los de Chavela Vargas de mi madre y los de Mari Trini, por la que supe el futuro dramático que me aguardaba: que los amores se van despacio, que cuando la lluvia cae se funde el hielo y las mujeres suplican: «Amor, no marches, que tengo miedo». Pero Elvis y el rock transformaron la realidad. «La primera vez que oí la voz de Elvis supe que jamás podría trabajar para alguien, que nadie iba a ser mi jefe», confesaría años más tarde Bob Dylan. Nosotras pasamos del pichi de cuadros a los leggins negros y contábamos los días que faltaban para comprar unos zapatos de gamuza azul. Era otra manera de estar en el mundo, que adivinábamos inmenso y lejano, pero aquella música nos concedía dicha, fuerza, optimismo; qué fácil parecía todo, incluso cuando El Rey se ponía profundo. Anunciaron su final por la radio, una tarde de agosto, mientras mi hermana y yo pegábamos sellos en el álbum, y fue una gran conmoción: la primera muerte de un desconocido, aunque célebre, que me afectaba.
El rock revolucionó las costuras de la ropa, calzó botines, satinó los blazers, cosió patchworks en los jeans, ribeteó de metal los bolsos y las perfecto, que siguen perpetuándose en muchas colecciones, desde Saint Laurent a Balenciaga, como un básico eterno. El rock le puso cremalleras a la vida, para bajarlas de forma vertiginosa; tomar la actitud de jugar fuerte, de arriesgar y vibrar. Sus ritmos quebraron la silueta, de la misma forma que desplazaban las caderas e impulsaban el cuerpo en zigzag. Cuando suenan sus primeros compases, no se avanza con las puntas de los pies, como en tantos otros bailes, sino que que se apoya el talón buscando una diagonal a fin de proyectar la idea de libertad por encima de tu sombra. Desde las bandanas de los apaches parisinos hasta las plumas de los cherokee, los dragones de la China milenaria, las gafas de aviador, los gabanes de los gentlemen del Sur o los botines de pitón del Swinging London, la visión de un incipiente pret-à-porter se transfiguró porque cuando la moda encontró al rock nació una pareja perfecta. Sus raíces no sólo son estéticas, sino que interrogan a todo aquello que nos rodea con curiosidad y rebeldía. El rock nunca se queda con la primera respuesta. No es el ritmo del diablo, ni una letanía autodestructiva. Contiene terciopelo y fuego. Su código respira osadía, pero también libera la nostalgia, y su inconformismo tiene que ver con las renuncias de la vida, que deberían ser pocas pero muy bien elegidas. Este número de Magazine Fashion & Arts es una invitación al ritmo, a abandonarnos a nuestros sueños porque la vida es un viaje exprés en el cual hay que mover las caderas. Rabiosamente.
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21 de agosto de 2016
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Un amor de los 90

La historia de amor de John John Kennedy y Carolyn Bessette contiene la suma de elementos que definieron la década de los noventa: minimalismo, neurosis, intrigas, drogas y sexo en Nueva York. Ella atendía a los vips en Calvin Klein cuando el hijo de Jackie quiso visitar el showroom .Se encandilaron. Quienes le conocieron aseguran que John era lo más parecido a un príncipe. Había tenido colecciones de rubias a sus pies, la más destacada Daryl Hannah. Y si bien los millones de jovencitas que suspiraban por él y le hacían protagonista de sus plebeyas fantasías aceptaron resignadas a la pareja perfecta –la sirena de Splash y el niño huérfano de Norteamérica, acurrucándose en las playas de Martha’s Vineyard como si no tuvieran a nadie más en la vida–no estuvieron dispuestas a perdonar la elección de una middle class del Fashion District, una neoyorquina cool en los dos sentidos de la palabra: moderna y fría. Las editoras de moda corrieron a convertirla en modelo de la nueva elegancia: nariz prominente, ojos claros, un recogido sencillo, colores neutros y clásicos.
Se casó sin ninguna joya. La boda, cuando agonizaba el verano del 96, dejó a todo el mundo tan atónito como encantado: la novia podría haber sido la heredera de alguna importante familia, pero era una chica de White Plains, fascinada por la figura de Jackie: adoraba escuchar las historias de quien fuera su doncella, Provi Paredes, cuando le contaba cómo los grandes diseñadores acudían a la Casa Blanca para vestirla y sentirse dioses.
 
Tres años después, Ted Kennedy creía que junior era la mejor baza para que la familia regresara a la Casa Blanca, y trataba de convencerle para presentarse a gobernador de Nueva York. Pero poco tenía que hacer en política: rumores de crisis, celos e infidelidades, dramas y fuegos que se encendían sin cesar.
El retrato que se perfiló de Bessette después de muerta fue poco piadoso: depresiva, insegura y voluble, problemas con las drogas, psicodramas nocturnos... Repetidamente se ha contado que muchas noches él dormía obligado fuera de casa, en el hotel Stanhope de la Quinta avenida. John John fue condecorado al nacer con una aliteración de por vida: la repetición de su nombre de pila, que tras el asesinato de su padre parecía intentar suplir un pedazo del padre muerto. Era apuesto sin afectación, copaba los rankings de los más sexies, pero también paseaba un aire bobalicón propio de quienes tienen que representar un papel que les incomoda. Le pesaba –cómo no– el haberse convertido en icono el día que cumplía tres años: aquel saludo militar delante del ataúd de su padre entró de inmediato en el acervo cultural norteamericano. Contaba el biógrafo de Jackie, David Heymar, que tras publicar su libro llegó a ser íntimo de John John, que éste le confesó un día: “Desgraciadamente no recuerdo nada de mi padre, porque yo era muy pequeño cuando murió. Todas esas imágenes mías saludando militarmente al féretro durante el funeral o jugando bajo la mesa de mi padre en el Despacho Oval han desaparecido por completo de mi memoria”.
Ahora, el documental I am JKF Jr., que estrena el canal televisivo Spike, pretende iluminar la figura del malogrado heredero del clan. Desde Cindy Crawford –que protagonizó la primera portada de George, su revista, caracterizada como George Washington– a Mike Tyson, a quien entrevistó en la cárcel, pasando por amigos, compañeros de universidad o de la revista, recuerdan a quien perdió la vida precozmente, otro verano, hace 16 años, estrellándose con su avioneta en la más sofisticada costa norteamericana. Se cuenta que momentos antes de despegar, él, un piloto con poca experiencia, aguardaba impaciente a su mujer, que en principio no iba a acompañarlo. Ella no tenía prisa. En el salón de belleza de Colin Lively en Manhattan, se hizo cambiar hasta en cuatro ocasiones el esmalte de uñas.
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20 de agosto de 2016
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Los amos del verano

Hay amores que son claramente de invierno, amores que se esconden, como el de François Hollande y Julie Gayet, impregnados de ese olor a calle que queda en la ropa cuando se va en moto y hace frío. Y hay amores que son de verano, de bañador rampante, pecho depilado, pamela y rocas, como el de Nicolas Sarkozy y Carla Bruni. Amores que huelen a ámbar y perfumes caros. A Cap Nègre, Marrakech o Saint-Tropez. Y por supuesto, a Bormes-les-Mimosas –cómo no iba a embriagar un nombre así; porque no hay duda de que los nombres determinan un estilo–. En esa villa francesa, donde todos los presidentes de la República han veraneado( incluido Hollande con Valérie Trierweiler imitando a los Sarko-bruni, algo que les valió muchas críticas, como si a ellos no les correspondiera tanto glamour), se encuentra el Fort de Brégançon, una rocosa atalaya sobre el Mediterráneo. A finales de los sesenta se convirtió en residencia de estival del Presidente de la República por obra y gracia del general De Gaulle. Y allí estrenaron su primer verano juntos los dos hijos de Cupido. Porque quienes conocen la historia de Nicolas y Carla aseguran que la chispa prendió con la primera mirada.
Les presentó el gurú de la publicidad y las relaciones públicas Jacques Séguéla, antiguo director de las campañas electorales de Mitterrand, que les invitó –por separado, pero con la intención de que se conocieran– a una cena en su casa de Marnes-la-Coquette (otra vez el determinismo de los nombres). Ambos aceptaron encantados. Sarkozy, presidente de la República desde el mayo anterior, se había divorciado de su segunda mujer, Cecilia, apenas un mes antes. Carla, una refinada bohemia, simpatizante izquierdista, se sentó a la derecha del presidente. “Mi primera impresión de Nicolas, y aún tengo esa sensación, fue la de un hombre con mucho magnetismo, con una inteligencia y energía muy poco habituales”, diría al recordar aquella noche. Y añadía: “La impresión que tuve cuando conocí al padre de mi hijo fue de fraternidad y amabilidad; tal vez por eso me fue fácil tener un hijo con él. Me siento hechizada a su lado”.
La cortejó denodadamente desde aquella misma noche, muy à la française, con tanta galantería como pasión. Ella, domadora de hombres, como se definió una vez –y ya nunca dejaron de recordárselo– había nacido como una princesa. Hija de una riquísima familia italiana, ambiciosa y seductora. No llegó a ser tan famosa como Linda Evangelista, Naomi Campbell o Claudia Schiffer. Su belleza no resultaba tan cautivadora: la ceja alta, la mirada de gata fría. Había sido educada en una excelsa cuna de intelectuales y artistas, aunque no poseía la capacidad de vaciarse de identidades para tomar otras prestadas, como sus célebres colegas. Pero ella no precisaba desvivirse por alcanzar ese podio. Siempre que desfilaba en las semanas de la moda, la acompañaba el novio de turno. Dejó hecho polvo a Eric Clapton por Mick Jagger. Se ligó al marido de la hija de Bernand-Henri Lévy, quedó embarazada y después se cansó de él. Rien de grave, tituló Justine Lévy su novela de venganza, en la que definía a su protagonista como una mujer biónica que va por la vida como si fuera la dueña del mundo, a lo que la ya cantante exitosa replicó desde las páginas de Elle: “La exmujer de mi marido me describe como una ladrona de maridos; pero todo el mundo sabe que los maridos no se roban, simplemente se saben conservar o no”.
Carla Bruni sigue siendo hoy la ex primera dama más aplaudida por los jubilados franceses, mucho más que Julie Gayet y sus fulares de chica mona. Su competencia en saber posar le ha valido un trono en el reino de las imposturas. Siempre importa más lo que parece que lo que es. Los Sarkobruni parecen un artefacto perfecto, entre la pasión y la ambición, la guitarra y el Rolex, los abdominales y los pies descalzos, desafiando a dúo las ariscas rocas de Cap Nègre, siempre cogidos de la mano.
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13 de agosto de 2016
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Amor y muerte en el alma

Agosto aún no se había consumido, pero Diana de Gales confesó a sus íntimos que aquel verano del 97 había sido el más feliz de su vida. Tenía treinta y seis años y por fin había encontrado su peinado: un corto desfilado con flequillo, y libre de aquellos crepados cursilones y viseras ladeadas tras las que escondía su vértigo. A finales de los noventa, las princesas llevaban bañadores de leopardo en los yates, no como ahora que o bien se ponen flores en el pelo, al estilo de las nuevas damiselas de Mónaco, o se parapetan tras el eterno femenino como la mayoría de royals europeas, que visten como sus madres o como sus hijas. Diana mostraba piernas torneadas y una ligera tripita de perfil. Había dejado de mirar de reojo. También había dejado de vomitar. “La cabeza en el váter”, así le describía a su biógrafo Andrew Morton su crucero de luna de miel, en el Britannia .Oenel Azur, en las costas de Mallorca, donde quedó inmortalizada en una foto con Juan Carlos, ambos embelesados y joviales, los niños sobre las rodillas, el Mediterráneo a ras de suelo, tan ajenos al destino que les aguardaba de cuclillas. Pero en aquel verano más feliz de su vida, Diana sintió recuperarse como mujer y por ello entendía ser amada públicamente, ratificada para disipar el fantasma que la persiguió, desde que llegó con su cuello lánguido, tan sencilla y discreta, a Buckingham Palace. Un matrimonio arreglado de los que ya no suelen estilarse en las cortes, aunque sí en otros estratos sociales por razón de pertenencia a una élite, un código silenciado que se practica en los salones de plata pulida, perpetuando la austera omnipotencia de esos personajes de Henry James que anteponen “el pensamiento puro, frío y sutil” a la sorpresa y al idealismo.
A Diana la casaron, y tuvo que enamorarse del protagonista con urgencia. La noche antes de la ceremonia vomitó sin parar, dijo sentirse “como un cordero entrando al matadero”. Luchó contra la bulimia mientras duró el cuento: una jovencita tierna y virgen es entregada al príncipe de Inglaterra; ella se encandila, él la detesta. Debe sobreponerse al desprecio, activando un manual de supervivencia que incluye desde desfiles de moda y campañas de minas antipersona hasta hombres apuestos pero cobardes. El pánico escénico se convierte en adoración por la escena. Divorciada de Carlos, se crea un nuevo yo y dirige su imagen. Empática y compasiva como la muestran sus fotos en Uganda o Angola, pero también rockera y frívola, amiga de Gianni Versace y Mario Testino, estrena una colección de amantes y se permite sentirse sexualmente deseada porque, según sus biografías, el sexo apenas fue perceptible con Carlos. Pero no abandona la idea del amor salvador.
A Diana, la familia Al Fayed la agasajó ni tan siquiera como a una sino igual que a una diosa. En una lujosísima villa situada en Les Parc de Saint-Tropez, a bordo de un yate, el Jonikal, comprado exclusivamente para aquellas vacaciones, con regalos y delicadezas, Dodi, el hijo mimado y playboy, excocainómano, amigo de actrices y modelos, la abrazaba en cubierta y al tiempo abrazaba su desdicha y su fama, el imán de la popularidad y el estigma de la princesa del pueblo. Ella alentó a que se publicaran las fotos en todo el mundo. Llamó al fotógrafo, “¿por qué han quedado tan borrosas?” . Estaba necesitada de un anuncio de felicidad. Pero se solapó con el de su muerte, en el puente de l’Alma, un nombre que se hace difícil olvidar, igual que el huso de la rueca, la calabaza convertida de nuevo en carroza, la manzana envenenada, el manto de la fatalidad echado sobre la piel blanca de la princesa. El mismo que condujo a Diana hacia la muerte, acompañada por la ilusión del nuevo amor y una caravana de paparazzi.
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7 de agosto de 2016
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Fin de raza

"Viví una infancia miserable en lo sentimental, pero dorada en cuanto a confort se refiere. Es así, balanceándose entre la noche y el sol, como una se vuelve contestataria. Mi padre era corso; murió a los cien años. Mi madre, de Burdeos; vive todavía. Ella salió victoriosa, también mi hermana, de las pruebas que supusieron la Resistencia y el campo de concentración. Yo estaba en la prisión de Fresnes, llevada directamente del convento a la celda 325, con otras tres mujeres que me hablaron de todas esas cosas que hasta entonces no conocía. He oído mucho y lo he retenido todo. Hoy soy feliz siendo contestataria”. Ese era el recuento biográfico que Juliette Gréco hacía a finales de los años 70. Había recorrido una intensa travesía vital: padres divorciados, un hogar feliz hasta que estalla la II Guerra Mundial, la cárcel con catorce años… Terminada la guerra, y ya un personaje en ciernes a pesar del desamparo, supo dónde podía refugiarse. La acogió su profesora de lengua, que era actriz: “Es muy difícil ocuparse de una niña que no tiene lazos de ninguna clase”, diría Gréco, que vivió durante años en una pensión familiar habitada por personajes pintorescos. En el sótano había un viejo piano desafinado con el que aprendió a amar la música, aunque no quisiera de ningún modo ser chansonnière sino actriz –con los años llegaría a serlo, como atestiguan Orfeo, Quand tu liras cette lettre, Elena y los hombres, Fiesta, Buenos días tristeza o Las raíces del cielo–. Un grupo de amigos volvía de cenar en Saint-Germain-des-Prés una noche, y la periodista y escritora Anne-Marie Cazalis le dijo a JeanPaul Sartre que no entendía por qué su protegida no quería dedicarse a cantar. Ella protestó: “No sé cantar, y además no me gustan las canciones que se escuchan por la radio”. Se inclinaba por el aire entre cabaretero e intelectual de Yves Montand. Sartre la citó para el día siguiente; tenía preparados unos cuantos poemas, de Queneau, Desnos, Prévert, Laforgue y él mismo, que Joseph Kosma musicaría para convertirlos en Si tu t’imagines, La fourmi, Je suis comme je suis, Les feuilles mortes o La rue des blanc manteaux. Nacía un mito, artístico-erótico, francés y universal, con su flequillo rotundo, la raya del ojo perfilada, un cigarrillo en la comisura y su guardapolvos de luto riguroso. Así Juliette Gréco se convertía en musa del existencialismo francés.
Sartre fue uno de sus máximos valedores; la adoraba, decía de ella: “Tiene millones de poemas en la garganta que no han sido todavía escritos. (…) ¿Por qué no escribir poemas para una voz? Es gracias a ella, y para ver mis palabras convertirse en piedras preciosas, que yo he escrito canciones”. Pero Gréco, cuando vivía en el hotel La Lousiane, donde dejaba la puerta abierta mientras enjabonaba su cuerpo, fue el gran amor, fugaz, de Miles Davis, quien en su biografía escribía: “La música era toda mi vida hasta que conocí a Juliette Gréco. Me enseñó lo que significaba querer algo distinto a la música. Probablemente Juliette fue la primera mujer a la que amé como a un ser humano, en igualdad. (…) Era abril en París. Sí. Y estaba enamorado”. No se fueron juntos a Nueva York, él no quería que padeciera el racismo aún cruento, y el opio ya había entrado en su vida. Ella siguió cantando y amando hasta hoy, a punto de cumplir noventa años.
Esta misma semana lo hizo en Friburgo y de aquí a fin de año se subirá a las tablas en Lille, Nantes, Marsella y París. Afirma: “Si canto quince canciones, vivo quince vidas”. Siempre ha evitado compararse a una estrella, también ha prescindido de lugares comunes y divismos. Su voz es la última resistente de un mundo desvanecido entre volutas de Gitanes.
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30 de julio de 2016
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La respuesta está en ti

Asegura el horóscopo, pero también la meditación transcendental, el chi kung e incluso la esthéticienne de mi barrio, que la respuesta siempre está dentro de uno mismo. Cuando te sueltan una aseveración de tal magnitud, que suele coincidir con momentos de duda o con un tipo de agotamiento que aumenta la vulnerabilidad, te sientes igual que en una ciudad desconocida donde se habla un idioma extraño. También puede empujarte la urgencia de probar unas gafas nuevas para ver mejor, o de cambiar algo más: de casa, de trabajo, de alimentación, a fin de encontrar la respuesta que se esconde dentro de ti, según afirma ese enorme colectivo de sabios. Preguntas a todos, excepto a tu jefe, incluso a Dios, pero oyes un silencio al otro lado, eso sí, violado por los primeros sonidos del verano: unas palas en la playa, el berrinche de los críos en un vagón de tren, los voceros que venden helados y Fanta, las obras que siempre empiezan con el calor. Te excusas. ¿Cómo vas a hallar la piedra filosofal, el quid de la cuestión, con ese ruido de fondo?
Aseguran que al día tenemos unos 80.000 pensamientos que nos asaltan, se enquistan o pasan veloces frente al entrecejo –allí donde se aloja el llamado tercer ojo–. Te haces cruces cuando al intentar relajarte recuerdas nombres y gente que no significaron nada para ti, datos triviales, lugares anodinos... Intentas dejar la mente en blanco para que así emerja la revelación consagrada a pacificar tus días, pero en lugar de eso se te cruza un manojo de palabras, como las de aquel conductor marroquí que encocha en un hotel de lujo y transporta a sus clientes más vip al aeropuerto. Conversé largamente con él acerca de su oficio y su religión, pero también chafardeé sobre su elitista pasaje. “Tienen mucho dinero, pero no duermen”, me contó con un tono grave. Resulta que los millonarios rusos o árabes, que no se privan de nada, le preguntan a Mohamed si él duerme, y aunque no tenga Rolex ni Porsche, ni segunda residencia o tan siquiera unos zapatos de cuero español, él les responde que sí, que duerme plácidamente. Tanto es así que, en una ocasión, un moscovita y su amante le suplicaron que les permitiera descansar en su casa, a lo que su mujer y su madre se negaron: cómo iban a meter a los rusos y a su vodka junto a los niños; no había dinero que pudiera comprar la paz de su pequeña morada.
Julio revienta, acalorado, apurando sus sobras. Un impulso casi apocalíptico nos conduce a terminar el curso con frenesí a fin de disponernos a cambiar las rutinas de todo el año. No sé si al viajar, al pisar la arena o al dormir nueve horas encontraremos una respuesta: nos bastaría con recoger nuestra propia sombra, ahora que ni sabemos quiénes somos.
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27 de julio de 2016
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La vida con retrovisor

La poeta Alejandra Pizarnik le dijo un día a su amiga Elizabeth Azcona Cranwell: “Las mujeres feas nunca tendremos suerte en el amor”. Acomplejada, había empezado a tomar Parobes para adelgazar. Eran anfetaminas. Sólo tenía 15 años, se suicidó con 36. Pocas autoras como la escritora brasileña Clarice Lispector supieron reflejar una sensibilidad tan cotidiana como profunda en la vida de las mujeres. Dejó escrito: “No tengo cualidades, sólo fragilidades”. Se sentían extrañas de sí mismas, o quizá ser ellas mismas fuera incompatible con vivir sin tormento. No pocas mujeres me han confesado sentirse impostoras allá donde estén, como si se hubieran infiltrado en un lugar vedado y para el que no están preparadas. En verdad son profesionales honestas, pero su autocrítica tiene dientes de pantera: muerde su autoestima, les rebaja la sonrisa, entorpece sus pies y las lleva a renunciar.
La bicha está adherida a los genes, como moho, y persigue a millones de mujeres en todas las latitudes. Ellas son las que más dicen “permiso”, “disculpa”, “perdón”, rindiendo una pleitesía que aún parece obligarlas a comportarse como “mujeres de verdad”. Marguerite Duras, con 70 años cumplidos, le confesaba a Bernard Pivot en Apostrophes que temía sentirse rechazada por la sociedad al haber contado aquella historia de amor a los 15 años con un millonario chino de 27 (El amante es una lectura o relectura muy recomendable para las vacaciones). Duras fue libre, como tantas que agitaron su talento y sus harapos. Las que murieron jóvenes conmueven por su fatalidad. Pero las que lograron envejecer tuvieron que soportar cómo el paso del tiempo las penalizaba, a diferencia de a los hombres, que se hacen interesantes, a diferencia incluso de la moda, que sigue agitando su orgía vintage, reinterpretando el pasado desde el presente.
“Como el buen vino”, dicen algunos galantes refiriéndose a mujeres para quienes los años caen como piedras. Muchas no pueden soportar las arrugas que les ha regalado la vida, y en su rejuvenecimiento alocado proyectan una soledad mal ventilada. Pero las edades femeninas deberían ser tan flexibles como su cerebro, sin dejar de asombrarse por sentirse adolescentes en un cuerpo más flácido. Ningún esfuerzo merece aniquilar las emociones ni vivir contra el miedo. “Claro que son inseguras las mujeres, igual que los esclavos, tras las injusticias que han sufrido. Aún así, la mujer es mucho más misteriosa que el hombre”, me razonaba en una entrevista para Cultura/s el poeta y crítico literario Juan Antonio Masoliver Ródenas.
Dicen que cuando dudas qué color elegir al vestirte, debes optar por el rojo. Yo más bien he sido de negro. Pero no hace falta vestirse de rojo sino buscarlo, como hemos hecho en este número invocando su fuego, su entusiasmo y su provocación, el rojo del labio mordido de aquellos años que siempre regresan. Como un homenaje a las mujeres que son ellas mismas. El rojo que nos enciende en una sombra azul.
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26 de julio de 2016
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Los traseros de Trump

Justo ahora que la firma Mattel ha reactivado su negocio gracias a las llamadas muñecas “reales” –las que llevan gafas de leer y vaqueros y trabajan de programadora web pero también son presidentas y vicepresidentas de una compañía (este punto no es muy real pero lo consideran pedagógico)–, uno de los máximos desertores de la realidad, Donald Trump, ese hombre que cree fieramente en las razas, en las clases y en las fronteras, ha empezado a dejarse acompañar por sus mujeres, talladas con la misma cintura y melena dorada que las Barbies originales.
Trump tiene una idea muy clara de la mujer, que no es otra que la etiquetada antiguamente como “reposo del guerrero”. Mujeres-sofá, mujeres-thermomix, mujeres-spa, que reciben a su hombre con generosidad y gratitud, de forma que este se sienta cómodo, que las horas fluyan como el chorro de un jacuzzi clorado en una piscina de Hockney, que la cocina esté siempre fragante igual que sus melenas y sus narices, tan respingonas como sus culos. Así de claro lo dejó cuando empezó su carrera de showman paralela a la de multimillonario: “Ya sabes, da igual lo que los medios escriban mientras tengas junto a ti un trasero joven y bonito”. La exmodelo Melania Knauss, su actual mujer, es más políticamente correcta que su primera esposa, la exesquiadora olímpica Ivana Zelnícková, una de las musas de los ochenta que no entendía la vida sin oro ni mármol travertino. Así forraron la Trump Tower, aunque para Donald, “la belleza y la elegancia, ya sea en una mujer, un edificio o una obra de arte, sólo es algo superficial, algo lindo que ver”.
Donald Trump no entiende a las mujeres con otra vocación que no sea la de objeto (bello). Eso sí, tienen que dar biberones. En junio del 2011, una abogada que pleiteaba con él solicitó una pausa para poder dar el pecho a su bebé. Ante la escena, un Trump colorado profirió: “Eres repugnante”, y abandonó la sala. Dice de Hillary Clinton que si no supo satisfacer a su marido, cómo podrá contentar a un país; Betty Midler o Rosie O’Donnell le parecen “repulsivas”; Angelina Jolie no es sexy por haber salido con demasiados hombres y Cher está demasiado sola. Todo lo justifica, desde los abusos sexuales en el ejército, hasta que las mujeres coqueteen con él. La sociedad civil norteamericana, que tiene un gran sentido de la responsabilidad para controlar a sus líderes y los posibles abusos de poder, no puede dejar de pasar por alto este asunto.
Los postulados de Trump sobre la mujer pretenden hacernos retroceder un siglo, devolviéndonos a su ancestral objetivo en la vida: hacer feliz al hombre. En cuanto a los homosexuales, definió el fallo del Supremo para legalizar el matrimonio como una “conmoción” que quiere revocar. Pero el caso es que a Trump le ha salido una fanática con la que no contaba y que lo apoya con frenesí. Se llama Caitlyn Jenner y es la transexual más famosa del mundo.
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25 de julio de 2016
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El Boomeran(g)
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