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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales como Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), Icon de El País, Marie Claire, y Woman. Ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (El País, Vogue, la cadena SER, Onda Cero, TV3 y TVE) y ha publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Actualmente es columnista de La Vanguardia y directora del Magazine

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A patada sucia

Cuando te llaman del colegio de tus hijos, el estado de alerta modifica al instante la posición del cuerpo. Te levantas del restaurante con la servilleta entre las piernas, incluso agachas la cabeza, o te tapas el otro oído con el dedo para oír mejor, aunque dé lo mismo. Te dicen: “No te preocupes, pero...”, y el estómago arde en llamas. ­Algo parecido debió de sucederle a una pareja cercana hace unos días: les te­lefonearon para informarles de que a su hija de cinco años le habían partido el labio. Fue el simpático Lluc, sin querer, en plena estampida. Blanca pasó el susto entre hipo, Betadine y los brazos de sus padres. Y al anochecer, cuando ya había vencido a la herida, se puso a llorar con desconsuelo. En el aula, dos chiquillas de la misma edad –aún goteaba la sangre– le dijeron: “No te preocupes, Blanca, mañana cogeremos a Lluc en el patio, lo ma­taremos y lo enterraremos”. A la chiquilla aquella promesa la aterrorizó más que el corte, y debió de perse­guirla durante toda la tarde, hasta que al acostarse se lo contó a sus padres. “Lluc me ha hecho daño, pero que no lo maten, no quiero que muera, por ­favor”.
Puede que no sea tan simple responderse por qué a la sensible Blanca le aterra la idea de crueldad, mientras que las gemelitas paladean sus fantasías vengativas. Los críos siempre han sido crueles, se dice, pero antes no nos enterábamos tanto. Los más vulnerables siempre son los primeros en ser señalados, presas cómodas. Los gordos, los tontos o los moros de la clase tendrán que luchar a brazo partido contra esas etiquetas clavadas sin apenas haber podido forjar su propia identidad, como si ya no pudieran ser Juan o Fátima a secas, sino la idiota o el maricón. Cuenta Luis G. Martín, en su magnífica autobiografía sentimental El amor al revés (Anagrama), que de niño le pedía a Dios que le gustasen las chicas. Al tener la certeza de ser homosexual, cuenta: “Me juré a mí mismo, aterrado, que nadie lo sabría nunca”. Y tuvo que asumir la impostura para salvarse.
Sigo el caso de la niña golpeada en un colegio de Palma. El asunto se ha tratado con alarma y conmiseración: “Hoy la pequeña ya descansa con mimos en su hogar, tranquila, pero no quiere regresar a ese colegio”, oí en un informativo, y esa fingida normalidad me alarmó. Se apunta a la familia, a las escuelas, a un contexto que socializa en la violencia con naturalidad, y en cambio domina una callada voluntad en empequeñecer las agresiones, o mejor dicho, de dar por sentado que hay que convivir con ellas. El acoso escolar o bullying cada vez empieza antes: ahora a los 11,9 años. Y su peor enemigo es el silencio. Un estudio de Save the Children realizado este mismo año revela un dato que puede ser el principio de todo, el hoyo por donde habría que seguir cavando: la mayoría de los agresores preguntados por sus motivos responde: “No lo sé”.
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17 de octubre de 2016
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Gaultier contra Pokémons

El parque de Berlín estrena el otoño con una invasión de madrileños de todas las condiciones y edades que cazan en su propia imaginación. Los huidizos Pokémons y los perros de las colonias colindantes han convertido la placidez del parque en un enjambre histérico. Dicen que existe una especie rara de esos bichos virtuales que solo se encuentra en el parque, antes un lugar apacible donde los jubilados amanecen en corros de chi kung y taichi. El parque acaba de celebrar sus fiestas con la asociación de vecinos cantando zarzuelas y los Pokémons subiendo a las atracciones.
La historia de este parque resume bien el espíritu confiado y tan poco escéptico del madrileño. En 1966, Willy Brandt anunció que visitaría España. ABC publicó la noticia paladeada con triunfo y se anunció que, como agasajo al canciller, se construiría un jardín alemán de relieves exquisitos y con estanque. El conde de Mayalde, exalcalde de Madrid y antiguo embajador en Berlín, y Carlos Arias Navarro, que lo sucedió en el consistorio, inaugurarían el parque dos años después, aunque Brandt los dejó colgados. El PSOE había advertido al canciller de la inconveniencia del viaje, dando noticia de los socialistas que el régimen aún perseguía sistemáticamente, y Brandt lo canceló. Pero ahí estaba el parque, diseñado con mimo botánico, y su escultura, que pagaron los expatriados teutones: un oso rampante que a día de hoy espanta a los niños y te invita a preguntarte acerca de la fiereza –o de la fealdad– simbólica que nos rodea.
Los alemanes se establecieron alrededor del parque y aunque muchos se mudaran después a Ciudalcampo siguen acudiendo al barrio a comprar pan negro y bratwurst en la tienda alemana Fass, al lado de la librería alemana, y a beber cerveza de trigo en el restaurante ídem. Los kindergarten cosen la zona: no hace demasiados años se puso de moda llevar a los infantes a una guardería germana como señal de prosperidad cosmopolita; hoy, de una gran parte sólo queda el nombre en la puerta. El Madrid de las colonias es tan fascinante como el de las corralas. Aquí, decir los apellidos de las calles parece que contagie su grandeza: “Voy a Goya”, “está en Velázquez…”. También juega a la ilusión de nobleza el público que se encamina hacia las embajadas, que en los últimos años sacan buen rendimiento al alquiler de sus sedes para organizar saraos. En la Residencia de Francia se entregaron el jueves los premios Icon, esa revista de hombres en blanco y negro y miradas oceánicas que dirige el amigo Lucas Arraut. En Madrid hay asuntos que siempre quedan entre catalanes: Lucas habló con los Puig, los mayores accionistas de la firma del primer diseñador-espectáculo, un gran couturier, rebelde con causas y no con mamarrachadas. Gaultier celebra 40 años en la moda y parece imposible porque sigue siendo joven, un niño grande cuyo credo no se ha alterado. Su credo: ambigüedad, provocación exquisita, alta moda, vanguardia. Le llamaron enfant terrible y ahora es un veterano que vende millones de perfumes. ¡Cuántos hombres dejan rastro de Le Male en los ascensores del poder de Francia, Italia, Alemania y España, países donde la fragancia es líder absoluta de ventas! Fiel a su sonrisa ladeada, su simpatía marinera y esa buena educación propia de los creadores que no se han cansado de sí mismos, Gaultier es cercano y divertido, un enamorado de España desde que, con sus padres, recorría el litoral mediterráneo en un dos caballos. Para celebrar su visita a Madrid, los Puig organizaron un almuerzo en petit comité en sus oficinas de Madrid, todo tan corporativo y clean, sin pretensiones. Gaultier recordó cómo de pequeño le impresionaron los toreros en Dags, según él su “ primera noción de haute coture”. Hoy, que ya no hace pret-à-porter pero sí alta costura, es copiado por unos y por otros, que si Vetements o Margiela, pero sus trajes son más clínicos y metodistas, mucho menos emocionales que los de ese Gaultier emocional y lírico, el que eriza la piel o estira la sonrisa, el que habla italiañol, agita las manos, mesa sus blancas patillas, el Gaultier que religiosamente sigue comentando en la tele francesa el vestuario del Festival de Eurovisión, porque de vez en cuando a la moda hay que arremangarla y bajarle los humos.
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17 de octubre de 2016
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El fardo de Hillary

Me pregunto qué debe de quedar de aquella joven con gafas de cristal grueso a quien el pastor de su iglesia llevó a escuchar el más célebre discurso de Martin Luther King jr.: I have a ­dream. De la niña que se crió en un suburbio de clase media de Chicago, donde su padre, un veterano de la Segunda Guerra Mundial, salió adelante estampando telas y su madre, marcada por la precariedad, la instruyó en la primera lección política: educación, educación y educación. Algún poso quedará de la militante republicana que se definía poco después como “una mente conservadora con un corazón liberal”, hasta que el corazón le estalló y se hizo activista pro derechos civiles y en contra de la guerra de Vietnam. La Hillary rubia de media melena que, ya en campaña con y por su marido, cambió drásticamente el papel de la esposa de un candidato así como la proyección pública de una mujer. Fueron la pareja de los noventa, practicaban el soft power, audaces y preparados, ejemplares hasta aquel episodio de la pobre becaria en el que todos los fantasmas que planean sobre la vida privada y la vida pública vomitaron en los platós. Hillary humillada. Hillary perdonando, ganando peso y canas. Hillarycare, como bautizaron sus enemigos “su” propuesta de reforma del Sistema Nacional de Salud, que, pese a no prosperar, inspiraría a Obama en la suya. Tenaz e infatigable, hoy está a un paso de ser la primera mujer presidenta de EE.UU. Pero nunca han gustado las mujeres mandonas. No es probable, sino una evidencia, que de haber sido Donald Trump una mujer ya la habrían tumbado e incluso escupido. Sólo hace falta recordar los patinazos de aquella Sarah Palin a la que ridiculizaron con sus ínfulas de doberman wasp.
A Hillary Clinton se la acusa de estar “sobrepreparada”, de representar al pudiente establishment, de ser demasiado vieja, de tener achaques –cuando el historial médico de la Casa Blanca va de la depresión de Lincoln a la bipolaridad de Roosevelt, pasando por la enfermedad de Addison de Kennedy o el principio de alzheimer de Reagan–. También la critican por llevar bótox y resultar demasiado coqueta, cuando, igual que Merkel, viste con pseudouniformes. Hipocresía y misoginia han protagonizado esta campaña en la que Trump no ha dejado de lanzar dardos contra el fardo más pesado de Hillary: su marido. Allí está él, impávido, más flaco, a cuatro pasos de las camareras o azafatas que Trump invita a los debates apuntando a la bragueta. ¿Acaso no hay acto de machismo más cínico que el de agredirla mediante las correrías de su esposo? Pero Trump es un hombre hinchado de rabia cuyo relato está edificado sobre una inmensa fortuna de acciones, casinos y concursos de Miss Mundo, y que en su trasnochado delirio cree que en verdad compite contra Clinton, Bill.
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12 de octubre de 2016
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La cara B de la soledad

Existe una soledad buena y una soledad mala, igual que ocurre con el colesterol o el estrés. No obstante, la etiqueta de la propia palabra es más sombría y silenciosa que luminosa y alegre. Los niños temen estar solos y, en cambio, los adolescentes persiguen la soledad como un premio levantando tabiques imaginarios para ensimismarse en su cuarto. Siempre he admirado a las mujeres que van solas al cine, tan ajenas a la intemperie, bien acomodadas en su mismidad y sin necesidad de llevar comparsa ni de recurrir al otro como mero animal de compañía. Por el contrario, muchas personas se sienten solas en una casa llena de gente e incluso en las ciudades ensordecedoras donde tras sus ventanas iluminadas reina un silencio opaco. En la era de la hipercomunicación, se impone el olvido de una soledad real: por ello se interactúa frenéticamente con los demás, a menudo simulando relaciones que en verdad son puro humo.
Sostenía Freud que los humanos estamos atrapados por “las dos grandes necesidades: hambre y amor”. Al principio, a nuestros primitivos antepasados les mantenía vivos el ansia alimenticia, y podríamos decir que hoy también, aunque los ruidos de nuestro estómago vacío no tengan que ver sólo con la nevera sino con la insatisfacción. Ya sabíamos que las personas que no han logrado hacer brotar la chispa y el roce continuado con una pareja mueren antes. También se dice que son más inestables emocionalmente. Desde hace unos años ha empezado a hablarse de la soledad como una epidemia, y ahora el neurocientífico de la Universidad de Chicago John Cacioppo demuestra que puede llegar a aumentar la posibilidad de muerte prematura en un 26%. Malos hábitos, dejadez, alcoholismo, depresión…, la mala soledad no discrimina a nadie por razón de edad o estatus: según el INE, en España existe una cuarta ­parte de hogares unipersonales. Y 368.400 personas de más de 85 años viven solas. La mayoría en terceros o cuartos pisos sin ascensor. Durante un tiempo, me despertaba cada madrugada una anciana solitaria con el sueño corto. Hacia las seis de la mañana salía al balcón a regar las plantas mientras canturreaba melodías marineras. Se las arreglaba bien y encima le ponía empeño y alegría. El día en que se interrumpieron sus canciones mañaneras sentí tanta pena como admiración, pues había sido capaz de habitar una soledad muy bien iluminada.
Y es que el profesor Cacioppo señala otro punto más novedoso que el consabido lado oscuro de la soledad, que consiste en su papel en la evolución a fin de protegernos. “Pensamos que la soledad es un estado aversivo que nos motiva a atender a las conexiones sociales, pero nos ha ayudado a sobrevivir”, mantiene. A pesar de que sean más elevados los riesgos que los beneficios, y del temor social e incluso del desprestigio que representa, la soledad posee una cara confortable que sobrevuela falsos mitos: un territorio donde recogerse y sentirse a merced de las corrientes mansas.
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10 de octubre de 2016
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La jet de la capital recupera la noche

La actualidad sigue oscilando entre el absurdo y lo grotesco, como aseguraba Sándor ­Márai en sus Diarios (1984-1989): “Todo tiene algo de grotesco, incluso en el universo”. Márai culpaba en parte a la convulsión de “hippies espasmódicos” pero también señalaba al cosmos. Algo parecido debe ocurrirle a Pedro Sánchez, a quien, tras la grotesca demostración del seísmo que ha hecho temblar Ferraz, aconsejan desde la prensa económica buscar un coach para analizar por qué acabó pasándose de revoluciones. O de confianza, que viene a ser lo mismo. Política del despropósito y escenificaciones del gran poder en sus sedes. Solo el PP y el PSOE tienen mediatizadas sus calles, la parte por el todo: Génova y Ferraz, la primera bendecida por Colón, la segunda mirando hacia el parque del Oeste.
Más que nunca necesitaba Madrid el glamur de antaño. Qué bien le sentaron los ochenta a la capital, no sólo en los antros de la movida –El Sol o Rockola–, sino en nuestro Central Park particular, la isla verde que la ciudad ha conservado milagrosamente manteniéndola tan bien regada como los clubs de golf de La Moraleja. Por ello, la reapertura del Florida Retiro –que siempre será el Florida Park– ha extasiado a la jet noctámbula y juerguista. Por fin un lugar con santo y seña en el ombligo de la ciudad, y con ecos de Ray Charles, Charles Aznavour, Liza Minnelli o Tina Turner. También de Ava Gardner, Rita Hayworth, Lauren Bacall y aquel Hollywood madrileño de finales de los 50 y primeros 60. Después, el programa de Íñigo fue como una ventana abierta a la nueva farándula pop que nos pirraba, y la archisonada anécdota de Lola Flores parando la actuación y pidiendo ayuda para encontrar su pendiente de oro terminaron de hacerlo mítico. En él tenía mesa fija Antonio Gala; un Miguel Bosé veinteañero debutó ante sus orgullosos padres; y Alaska celebró su realitizado 50.º cumpleaños.
El artífice del reflote es Ramón Matoses, empresario de los que buscan espantar al tedio, casado con una Ibarra y amigo de la élite del buen gusto capitalino: de Pascua Ortega, maestro de interioristas, que ha vestido sus diversos restaurantes con un amplio catálogo que va del terciopelo rojo y los brillos dorados a los ladrillos vistos y las maderas lavadas, y Cayetano Carral y sus hermanas, creadores de los eventos más exquisitos y promotores de la Chattanooga Big Band, que actuará cada jueves, mientras que el fin de semana el grupo Illana trae las cenas-espectáculo. Matoses, responsable de otro revulsivo del ocio madrileño, el alternativo Mercado de Fuen­carral, adquirió en el 2014 la ex­plotación de la antigua Casa del contrabandista –posteriormente balneario de aguas oxigenadas y ­finalmente boîte–. Se dijo que en cuatro meses abrían, pero las obras, al igual sucede con la noche madrileña, se sabe cuando empiezan pero no cuando acabarán. Hace justo una semana la alfombra roja y las azafatas con iPad amenizaron el paseo de magnolios y una primera entrega de famosos asistió a la cena con espectáculo, fumando sin parar en terraza. A la primera persona que vi bailando con auténtico brío fue a la escritora Rosa Montero: “ La carne –título de su última novela– va como un tiro”, me confesó con gran alegría mientras me arrastraba a la pista. Allí estaban Cayetana Guillén-Cuervo, Lolita –cómo no, de rojo–, Montxo Armendáriz, Fernando Colomo, Pepón Nieto, María Esteve o Emiliano Suárez. “Esta será nuestra casa, por fin tendremos dónde estar hasta la seis de la madrugada”, repetían los más canallas.
El rebautizado Florida Retiro nace con vocación de recuperar los clásicos, y el agarrado: “La esencia de las antiguas salas de baile, a muchos jóvenes nunca los han sacado a bailar”, cuenta Cayetano Carral que prepara su puesta de largo para el 20 de octubre, con la Chattanooga y las más brillantes socialités. “Nuestra idea es hacer ciudad”, aseguran sus responsables. En la capital hay tipos que alquilan un Ferrari para una sola noche, a fin de conquistar a una mujer. Fantasmas de alto voltaje que por fin tienen a dónde dirigir sus 483 ca­ballos, aunque este será territorio abonado para románticos de a pie.
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8 de octubre de 2016
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Solidaridad cotidiana

Me hallaba en un palacio veneciano; atardecía frente al canal, y esa luz suspendida y neblinosa, igual que una pintura, me invitaba a jugar con las gafas de sol. Hacía tiempo en un viejo banco de mármol, aguardando a la cena que inauguraba la exposición de Chanel y la literatura: La donna che legge, cuando una periodista que iba a retransmitir una crónica por la radio me pidió ayuda para descifrar algunas claves de la biografía de Cocó. Al cabo de una hora, y ya en el segundo piso, sentí una mano en mi espalda: era la periodista, que había estado buscándome entre los quinientos invitados para devolverme mis gafas de sol, que olvidé en el banco. La buena racha no acaba aquí: salí a pasear el domingo, y al regresar a casa divisé un objeto que me resultaba familiar: de una juntura en un muro de piedra prendía un pequeño pañuelo que había puesto en la mochila por si refrescaba, y que alguien con un gesto que se me antojó tan atento como tierno recogió del suelo y plantó en un lugar bien visible. Menuda fortuna, me dije, a lo que mis amigas budistas me respondieron que se trataba de una señal de protección, mientras que las freudianas sostuvieron que el acto fallido que se esconde tras toda pérdida –el apagón entre la mente y los objetos que te rodean– había sido subsanado por personas que viven conscientemente y con empatía, capaces de lograr que los objetos que pertenecen a tu microcosmos vuelvan a ti.
Aprecio en un sector de la sociedad –no el que se sitúa en el vértice del poder o de la indiferencia, y desatiende la huella humana– una mayor atención hacia el otro. El sociólogo y economista Jeremy Rifkin bautizó como “procomún colaborativo” un nuevo sistema que pretende crear una sociedad más sostenible des-de el punto de vista ecológico y humanista. Se trata de una mentalidad favorecida por la crisis y un uso novedoso y social de la red, que favorece el advenimiento de una sociedad más comunitaria y co-laborativa. De turnarse para llevar a compañeros de trabajo en coche a la oficina a albergar a viajeros dispuestos a dormir en sofás de acogida, de plantar tomates en el huerto urbano del barrio a los denominados bancos de tiempo, donde los miembros intercambian habilidades contabilizando las horas de servicio prestado y recibido. Actualmente operan más de quinientas plataformas de esta naturaleza –el modelo crece un 15% en todo el mundo y de manera muy sensible en Catalunya–. Se trata de una solidaridad cotidiana, de proximidad, sin espectáculo, ajena a lo mediático y sonoro pero capaz de dar nueva vida al término comunitario, y que por compartir también entiende crear conexiones y lograr el chispazo de esas pequeñas epifanías capaces de enderezar los días torcidos.
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5 de octubre de 2016
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Días ligeros

Una niña de dos años es atropellada por un tren. Después de declarar el maquinista, el tren siguió su trayecto”. Así rezaba la noticia de un periódico digital, uno de los que te topas de madrugada en rincones de un rulo de información deglutida en píldoras escasas. No hay tiempo para pensar, se cliquea de forma mecánica, incluso hipnótica; sales de leer los restos de un asunto para ingresar en otro, algo parecido a las camas calientes que van alquilando a lo largo de las veinticuatro horas quienes sólo pueden pagar por un cuarto compartido. Pero esta vez no puedo sacudirme alegremente las sobras. El cuerpo de una niña de dos años, su pelo suave, la barbilla brillante, es arrollado por la máquina, sin embargo ni la vida ni el tren detienen su trayecto. La compasión no dura más de un instante para salvar el ánimo, aunque es probable que los viajeros más sentimentales de aquel convoy sintieran el horror, además de esa sensación que repiten los protagonistas de la soberbia obra de teatro Incendios, dirigida por Mario Gas: “La infancia es un cuchillo clavado en la garganta”.
Vivimos tiempos confusos, fragmentados, pero a la vez tremendamente ligeros. En su último ensayo, De la ligereza (Anagrama), Gilles Lipovetsky reflexiona sobre el hecho diferencial de que “el ciudadano hipermoderno ya no siente la ambición de cambiar el mundo”. Ante todo quiere respirar, sentirse más ligero. Si leen, buscan libros breves para viajar y periódicos que no resulten fatigosos, información sinóptica; series que entren como una bala, menos comprometedoras que las más de dos horas de un Scorsese, Fincher o Nolan. Nuestros archivos han escapado al peso de la materia y están en la nube, la nanotecnología deslumbra con su nueva magia y en nuestro universo cotidiano habitan palabras como despresurización y turismo espacial. Nuevos ícaros, pero sin aparente Sol que nos derribe.
Dice Lipovetsky que antes la ligereza consistía en un ideal de estilo o en un vicio moral, mientras hoy es una dinámica global, un paradigma transversal cargado de valor tecnológico, económico y existencial. La sexualidad libertina parece legitimada, pero la vida sexual de las parejas comporta la rutina de siempre. Nunca se había glorificado tanto la delgadez, pero tampoco nunca había habido tantos obesos: uno de cada tres en EE.UU. La ingravidez, la sensación de una vida que no pese, choca contra la superabundancia que a partir del marketing de lo barato invita a acumular. Y creemos que lo ligero es cool, mientras que la pesadez resulta un anacronismo del siglo XIX. Pero en verdad “la ligereza es escasa en nosotros y se pierde sin que podamos hacer gran cosa”, afirma Lipovetsky. Incluso la frivolidad y el desenfado, tan de estos días, son pura ilusión. Cuando salimos de internet, tanto de su anonimato como de la búsqueda compulsiva, regresamos a una realidad donde lo ligero se eclipsa, y los trenes, contigo o sin ti, continúan su trayecto.
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3 de octubre de 2016
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De la ‘maison’ al club

El juego de “busque las siete diferencias entre Madrid y Barcelona” empieza con un clásico: en la capital de España se arreglan más. Los catalanes le ponen sorna al asunto, como si los madriles de postín fueran más endomingados y horteras. Sin embargo, el estilo capitalino ha perdido fuelle en la última década, descompuesto por las licencias que han convertido la Gran Vía en un escaparate globalizado: las mismas camisetas de Zara y jerséis de Primark, y entre compra y compra un café de Starbucks. La uniformización es una de las an­títesis del lujo. Su esencia es la ­vocación de exclusividad, pese a lo cual sigue disfrutando de una ­gozosa salud (en España el sector ha crecido un 40% desde el fatí­dico 2008). Bien lo sabe el Madrid de las capas Seseña, los sastres Langa o las joyerías cortesanas tipo Yanes, que fueron durante años símbolos de clase cuando aún no habían aterrizado en La milla de oro los gurús de los modernos oropeles.
Recién inaugurados los alegres 90 desembarcaron Hermès y posteriormente Chanel en la calle de José Ortega y Gasset. El pensador, para quien el buen gusto “es la norma que nos obliga a negar nuestro sincero gusto y sustituirlo por otro que no es el nuestro, pero que es el bueno”, da nombre al bulevar que concentra las denominadas tiendas buque insignia de las marcas más cotizadas del mundo. Dos de ellas han mostrado su pata noble y enjoyada este mes. Chanel, que ha desplazado su universo hasta la calle Velázquez, demostrando que la tendencia pop-up ha derivado en la de maisons efímeras. Acaban de customizar una vivienda que durante dos meses acogerá a amigos de la casa, para la que incluso distribuyen una llave personal, igual que las de un hotel. Chanel dirige su último ­lanzamiento, Chanel N.º 5 L’eau (obra de Olivier Polge, hijo del mítico nariz de la casa Jacques Polge), a los millennials, y por ello ha decorado su nuevo espacio con graffitis del estilo: “Lo juro sobre mi Chanel”. Sobre un juego de contrarios: rebelde/inocente, vulnerable/invencible, calma/caos, se estampa su nueva Egeria, imagen del perfume e hija de Vanessa Paradis y Johnny Depp. Su nombre, Lily-Rose, se adapta perfec­tamente a la composición del perfume.
Cristine Nagel, hoy perfumista estrella de Hermès, lo tuvo realmente difícil al empezar. Tanto que le recomendaron con insistencia que lo dejara: “No eres hija de ningún perfumista reconocido, ni siquiera de la villa de Grasse, y encima eres mujer… no pierdas el tiempo estudiando Químicas”. Autora de varios perfumes con leyenda, acaba de firmar Galop. Y lejos de una presentación comercial a bombo y platillo, pidió en Madrid un encuentro en petit comité con un grupo de mujeres. Eligieron el Club Allard, donde María Marte, la única mujer que suma dos estrellas Michelin en la ciudad, y que empezó, allá por 2000, como friegaplatos. Marte y Nagel identificaron sus sueños. Marte siempre estuvo más cerca de la calma dominicana que del caos. Emigrante, mulata y mujer, también lo tenía todo en contra, incluso el nombre, pero solo una marciana podía idear un chupito de pez mantequilla y espárrago blanco o un cupcake de trufa y huevo. “Nunca hay que dejar de soñar –repite la chef–, cuando consigues un sueño, tienes que ir a por otro”. Para la cena, dedicó a los comensales unos pétalos de la rosa que se despegaban de un perfume que pretende imitar al cuero. A Nagel, Hermès no le había pedido ningún nuevo perfume, pero un día visitó la cave à cuir de la maison, una especie de cueva de Ali Babá donde se hermanan las pieles más exquisitas, un lugar secreto y silencioso, y quedó prendada de una variedad extremadamente dulce llamada doublis. En los años 30 Hermès confeccionaba trajes de piel para Marlene Dietrich, quien, en un viaje transatlántico, lloró amargamente durante media travesía por la pérdida de un vestido de noche en doublis. La perfumista Nagel se ha inspirado en esta piel y en la rosa; me cuenta que quería lograr un perfume que oliese a “fuerza interior”. El nuevo lujo galopa al viento, fabulador.
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1 de octubre de 2016
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El buen sexo

La realidad siempre va en contra dirección cuando se trata de bordear las rutas más esquivas. Ocurre con el sexo, a menudo maltratado igual que un viejo trapo de cocina. En su nombre se glorifica el placer, pero también la oscuridad; y no seré yo quien se empeñe en disipar esas sombras que tan bien le sientan al deseo. Nuestra sociedad, aparentemente más desacomplejada y liberal, ha ido engrosando sus fantasías con mayor desinhibición y permisividad, en parte gracias al anonimato virtual. Los ligues rápidos vía apps y la domesticidad pornográfica –que se ha instalado ya como género llegando a condicionar la visión del sexo de los adolescentes– alimentan las libidos de todo tipo, en una época en la que se loan el poliamor y las acrobacias emocionales. Pero las apariencias enmascaran déficits importantes derivados de la paupérrima educación sexual que se imparte, porque en la España del PP se rectifican leyes como la del aborto pero luego se les olvida activar la pedagogía para evitarlos.
Parece que las campañas para penalizar la prostitución y aparcar el debate acerca de su regulación no han hecho más que acrecentar su atractivo, según se traduce del marcado repunte de jóvenes que reclaman los servicios de prostitutas. ¿Por qué acuden en pandilla a los clubs cuando nunca lo habían tenido tan fácil para entablar relaciones libres con iguales, y en cambio prefieren pagar por tener sexo? “Acuerdo” y “compañía”, así se presentan las llamadas sugar babies, un fenómeno exportado de las Américas que cuenta aquí con visitadísimas webs, una nueva forma de relación a cambio de que te den “la voluntad” (igual que las jineteras cubanas). Ellas son crías, a ellos los denominan sugar daddies. Aseguran que no es lo mismo ser escort queprostituta, pero cuando deciden dejarlo no es como cambiar de piso a uno más amplio y luminoso.
Sexo tortuoso en lugar de enaltecedor. Torpe y triste, en lugar de lúdico y libre. Por ello se agradece que en el corazón de Chueca, en el Válgame Dios –el restaurante preferido de la gauche gin-tonic–, acabe de presentarse el libro <em>Pulsión</em> (Edhasa), fruto del segundo premio de Literatura Erótica escrita por Mujeres impulsado por Beatriz Álvarez, agitadora urbana de primera. El ambiente es chocante: ahí está un jurado formado por periodistas culturales de alta graduación paseando del brazo de criaturas que parecen salidas de Eyes wide shut, ataviadas con máscaras de cuero, corsés y abalorios fantasiosos. El reportero Jon Sistiaga me dice: “No sé si pega que estemos aquí, pero mola”. Porque la primera misión del premio no es otra que certificar lo que parece haberse olvidado en nuestra sociedad mercantilizada: que el sexo es ante todo erótico.
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29 de septiembre de 2016
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Cosas de hombres

Hombres que se despiertan de un salto, como si boxearan contra los restos del sueño, y se recortan la barba de la misma manera que repasaban un dibujo a tinta, con regla y cartabón. Hombres que se rocían con perfume, también el cabello, mientras escuchan el primer debate de la radio y lustran sus zapatos igual que hacen con el capó del coche, con mucho amor. Hombres despeinados que se cruzan por la calle con una chica, y antes de que el semáforo se ponga verde piensan que esa podría ser la mujer de su vida si tuvieran otra vida. Hombres que colocan el equipaje en el maletero y dicen chasqueando la lengua: “Todo esto no va a caber”, aunque siempre acaba entrando. Hombres que abren puertas, ceden el paso, pagan la cena; y hombres acelerados que te barren con sus mochilas gigantes colgadas en bandolera y ni piden perdón ni pagan ninguna cuenta.
Hombres que levantan el cochecito del bebé, que transportan sillas o ficus, que suben la bombona de butano, y al terminar se limpian las palmas de las manos en el pantalón resoplando tan ufanos. Hombres que corren con los ojos entreabiertos, felices y exhaustos, o que juegan al pádel o al fútbol afterwork con los amigos, desprovistos de la carga psicológica que habita en las cuitas entre mujeres. Hombres que levantan pesas en el gimnasio y se miran de refilón en el espejo, sacando la punta de la lengua.
Hombres con traje de ejecutivo que compran su cena solitaria al salir del trabajo y colocan los productos en el carro igual que si fuera un puzle. Hombres que se suben los calcetines cuando están sentados en una sala de espera, o se arreglan el nudo de la corbata mirando a un punto fijo. Hombres que estrechan la mano con fuerza, apretando falanges y anillos, tan efusivos que no advierten la mueca de dolor ajeno. Hombres que contestan e-mails con monosílabos, o que reniegan a media voz para darse impulso, tan rápidos que parecen el conejo de Alicia agitando el reloj. Hombres que llevan a sus hijos al colegio, al parque, de viaje, y chocan esos cinco, llaman a los pequeños “campeón”, “colega” o “preciosa”, y siempre tienen las palabras mágicas para calmar los berrinches. Hombres que se van quedando calvos y lo llevan con deportividad, aunque se sientan dramáticamente desnudos hasta que la costumbre se instala en su cráneo.
Hombres tópicos que no friegan, que dejan la ropa sucia y las toallas húmedas en el suelo, que no saben hacer una maleta, que juegan a ser niños grandes y desamparados. Perdedores que escriben versos en silencio o machos alfa que pasan las páginas del periódico con una rabia ruidosa. Hombres de rutinas que se acuestan media hora después de su pareja para dejar la casa recogida, y que al hacer el amor gritan el nombre de Dios. Hombres que no se sienten mejor ni peor que nadie, y que, a pesar de padecer la presión de las expectativas, bien se cuidarán de no decirles a sus hijos: “Pórtate como un hombre”.
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26 de septiembre de 2016
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