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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Días ligeros

Una niña de dos años es atropellada por un tren. Después de declarar el maquinista, el tren siguió su trayecto”. Así rezaba la noticia de un periódico digital, uno de los que te topas de madrugada en rincones de un rulo de información deglutida en píldoras escasas. No hay tiempo para pensar, se cliquea de forma mecánica, incluso hipnótica; sales de leer los restos de un asunto para ingresar en otro, algo parecido a las camas calientes que van alquilando a lo largo de las veinticuatro horas quienes sólo pueden pagar por un cuarto compartido. Pero esta vez no puedo sacudirme alegremente las sobras. El cuerpo de una niña de dos años, su pelo suave, la barbilla brillante, es arrollado por la máquina, sin embargo ni la vida ni el tren detienen su trayecto. La compasión no dura más de un instante para salvar el ánimo, aunque es probable que los viajeros más sentimentales de aquel convoy sintieran el horror, además de esa sensación que repiten los protagonistas de la soberbia obra de teatro Incendios, dirigida por Mario Gas: “La infancia es un cuchillo clavado en la garganta”.
Vivimos tiempos confusos, fragmentados, pero a la vez tremendamente ligeros. En su último ensayo, De la ligereza (Anagrama), Gilles Lipovetsky reflexiona sobre el hecho diferencial de que “el ciudadano hipermoderno ya no siente la ambición de cambiar el mundo”. Ante todo quiere respirar, sentirse más ligero. Si leen, buscan libros breves para viajar y periódicos que no resulten fatigosos, información sinóptica; series que entren como una bala, menos comprometedoras que las más de dos horas de un Scorsese, Fincher o Nolan. Nuestros archivos han escapado al peso de la materia y están en la nube, la nanotecnología deslumbra con su nueva magia y en nuestro universo cotidiano habitan palabras como despresurización y turismo espacial. Nuevos ícaros, pero sin aparente Sol que nos derribe.
Dice Lipovetsky que antes la ligereza consistía en un ideal de estilo o en un vicio moral, mientras hoy es una dinámica global, un paradigma transversal cargado de valor tecnológico, económico y existencial. La sexualidad libertina parece legitimada, pero la vida sexual de las parejas comporta la rutina de siempre. Nunca se había glorificado tanto la delgadez, pero tampoco nunca había habido tantos obesos: uno de cada tres en EE.UU. La ingravidez, la sensación de una vida que no pese, choca contra la superabundancia que a partir del marketing de lo barato invita a acumular. Y creemos que lo ligero es cool, mientras que la pesadez resulta un anacronismo del siglo XIX. Pero en verdad “la ligereza es escasa en nosotros y se pierde sin que podamos hacer gran cosa”, afirma Lipovetsky. Incluso la frivolidad y el desenfado, tan de estos días, son pura ilusión. Cuando salimos de internet, tanto de su anonimato como de la búsqueda compulsiva, regresamos a una realidad donde lo ligero se eclipsa, y los trenes, contigo o sin ti, continúan su trayecto.
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3 de octubre de 2016
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De la ‘maison’ al club

El juego de “busque las siete diferencias entre Madrid y Barcelona” empieza con un clásico: en la capital de España se arreglan más. Los catalanes le ponen sorna al asunto, como si los madriles de postín fueran más endomingados y horteras. Sin embargo, el estilo capitalino ha perdido fuelle en la última década, descompuesto por las licencias que han convertido la Gran Vía en un escaparate globalizado: las mismas camisetas de Zara y jerséis de Primark, y entre compra y compra un café de Starbucks. La uniformización es una de las an­títesis del lujo. Su esencia es la ­vocación de exclusividad, pese a lo cual sigue disfrutando de una ­gozosa salud (en España el sector ha crecido un 40% desde el fatí­dico 2008). Bien lo sabe el Madrid de las capas Seseña, los sastres Langa o las joyerías cortesanas tipo Yanes, que fueron durante años símbolos de clase cuando aún no habían aterrizado en La milla de oro los gurús de los modernos oropeles.
Recién inaugurados los alegres 90 desembarcaron Hermès y posteriormente Chanel en la calle de José Ortega y Gasset. El pensador, para quien el buen gusto “es la norma que nos obliga a negar nuestro sincero gusto y sustituirlo por otro que no es el nuestro, pero que es el bueno”, da nombre al bulevar que concentra las denominadas tiendas buque insignia de las marcas más cotizadas del mundo. Dos de ellas han mostrado su pata noble y enjoyada este mes. Chanel, que ha desplazado su universo hasta la calle Velázquez, demostrando que la tendencia pop-up ha derivado en la de maisons efímeras. Acaban de customizar una vivienda que durante dos meses acogerá a amigos de la casa, para la que incluso distribuyen una llave personal, igual que las de un hotel. Chanel dirige su último ­lanzamiento, Chanel N.º 5 L’eau (obra de Olivier Polge, hijo del mítico nariz de la casa Jacques Polge), a los millennials, y por ello ha decorado su nuevo espacio con graffitis del estilo: “Lo juro sobre mi Chanel”. Sobre un juego de contrarios: rebelde/inocente, vulnerable/invencible, calma/caos, se estampa su nueva Egeria, imagen del perfume e hija de Vanessa Paradis y Johnny Depp. Su nombre, Lily-Rose, se adapta perfec­tamente a la composición del perfume.
Cristine Nagel, hoy perfumista estrella de Hermès, lo tuvo realmente difícil al empezar. Tanto que le recomendaron con insistencia que lo dejara: “No eres hija de ningún perfumista reconocido, ni siquiera de la villa de Grasse, y encima eres mujer… no pierdas el tiempo estudiando Químicas”. Autora de varios perfumes con leyenda, acaba de firmar Galop. Y lejos de una presentación comercial a bombo y platillo, pidió en Madrid un encuentro en petit comité con un grupo de mujeres. Eligieron el Club Allard, donde María Marte, la única mujer que suma dos estrellas Michelin en la ciudad, y que empezó, allá por 2000, como friegaplatos. Marte y Nagel identificaron sus sueños. Marte siempre estuvo más cerca de la calma dominicana que del caos. Emigrante, mulata y mujer, también lo tenía todo en contra, incluso el nombre, pero solo una marciana podía idear un chupito de pez mantequilla y espárrago blanco o un cupcake de trufa y huevo. “Nunca hay que dejar de soñar –repite la chef–, cuando consigues un sueño, tienes que ir a por otro”. Para la cena, dedicó a los comensales unos pétalos de la rosa que se despegaban de un perfume que pretende imitar al cuero. A Nagel, Hermès no le había pedido ningún nuevo perfume, pero un día visitó la cave à cuir de la maison, una especie de cueva de Ali Babá donde se hermanan las pieles más exquisitas, un lugar secreto y silencioso, y quedó prendada de una variedad extremadamente dulce llamada doublis. En los años 30 Hermès confeccionaba trajes de piel para Marlene Dietrich, quien, en un viaje transatlántico, lloró amargamente durante media travesía por la pérdida de un vestido de noche en doublis. La perfumista Nagel se ha inspirado en esta piel y en la rosa; me cuenta que quería lograr un perfume que oliese a “fuerza interior”. El nuevo lujo galopa al viento, fabulador.
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1 de octubre de 2016
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El buen sexo

La realidad siempre va en contra dirección cuando se trata de bordear las rutas más esquivas. Ocurre con el sexo, a menudo maltratado igual que un viejo trapo de cocina. En su nombre se glorifica el placer, pero también la oscuridad; y no seré yo quien se empeñe en disipar esas sombras que tan bien le sientan al deseo. Nuestra sociedad, aparentemente más desacomplejada y liberal, ha ido engrosando sus fantasías con mayor desinhibición y permisividad, en parte gracias al anonimato virtual. Los ligues rápidos vía apps y la domesticidad pornográfica –que se ha instalado ya como género llegando a condicionar la visión del sexo de los adolescentes– alimentan las libidos de todo tipo, en una época en la que se loan el poliamor y las acrobacias emocionales. Pero las apariencias enmascaran déficits importantes derivados de la paupérrima educación sexual que se imparte, porque en la España del PP se rectifican leyes como la del aborto pero luego se les olvida activar la pedagogía para evitarlos.
Parece que las campañas para penalizar la prostitución y aparcar el debate acerca de su regulación no han hecho más que acrecentar su atractivo, según se traduce del marcado repunte de jóvenes que reclaman los servicios de prostitutas. ¿Por qué acuden en pandilla a los clubs cuando nunca lo habían tenido tan fácil para entablar relaciones libres con iguales, y en cambio prefieren pagar por tener sexo? “Acuerdo” y “compañía”, así se presentan las llamadas sugar babies, un fenómeno exportado de las Américas que cuenta aquí con visitadísimas webs, una nueva forma de relación a cambio de que te den “la voluntad” (igual que las jineteras cubanas). Ellas son crías, a ellos los denominan sugar daddies. Aseguran que no es lo mismo ser escort queprostituta, pero cuando deciden dejarlo no es como cambiar de piso a uno más amplio y luminoso.
Sexo tortuoso en lugar de enaltecedor. Torpe y triste, en lugar de lúdico y libre. Por ello se agradece que en el corazón de Chueca, en el Válgame Dios –el restaurante preferido de la gauche gin-tonic–, acabe de presentarse el libro <em>Pulsión</em> (Edhasa), fruto del segundo premio de Literatura Erótica escrita por Mujeres impulsado por Beatriz Álvarez, agitadora urbana de primera. El ambiente es chocante: ahí está un jurado formado por periodistas culturales de alta graduación paseando del brazo de criaturas que parecen salidas de Eyes wide shut, ataviadas con máscaras de cuero, corsés y abalorios fantasiosos. El reportero Jon Sistiaga me dice: “No sé si pega que estemos aquí, pero mola”. Porque la primera misión del premio no es otra que certificar lo que parece haberse olvidado en nuestra sociedad mercantilizada: que el sexo es ante todo erótico.
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29 de septiembre de 2016
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Cosas de hombres

Hombres que se despiertan de un salto, como si boxearan contra los restos del sueño, y se recortan la barba de la misma manera que repasaban un dibujo a tinta, con regla y cartabón. Hombres que se rocían con perfume, también el cabello, mientras escuchan el primer debate de la radio y lustran sus zapatos igual que hacen con el capó del coche, con mucho amor. Hombres despeinados que se cruzan por la calle con una chica, y antes de que el semáforo se ponga verde piensan que esa podría ser la mujer de su vida si tuvieran otra vida. Hombres que colocan el equipaje en el maletero y dicen chasqueando la lengua: “Todo esto no va a caber”, aunque siempre acaba entrando. Hombres que abren puertas, ceden el paso, pagan la cena; y hombres acelerados que te barren con sus mochilas gigantes colgadas en bandolera y ni piden perdón ni pagan ninguna cuenta.
Hombres que levantan el cochecito del bebé, que transportan sillas o ficus, que suben la bombona de butano, y al terminar se limpian las palmas de las manos en el pantalón resoplando tan ufanos. Hombres que corren con los ojos entreabiertos, felices y exhaustos, o que juegan al pádel o al fútbol afterwork con los amigos, desprovistos de la carga psicológica que habita en las cuitas entre mujeres. Hombres que levantan pesas en el gimnasio y se miran de refilón en el espejo, sacando la punta de la lengua.
Hombres con traje de ejecutivo que compran su cena solitaria al salir del trabajo y colocan los productos en el carro igual que si fuera un puzle. Hombres que se suben los calcetines cuando están sentados en una sala de espera, o se arreglan el nudo de la corbata mirando a un punto fijo. Hombres que estrechan la mano con fuerza, apretando falanges y anillos, tan efusivos que no advierten la mueca de dolor ajeno. Hombres que contestan e-mails con monosílabos, o que reniegan a media voz para darse impulso, tan rápidos que parecen el conejo de Alicia agitando el reloj. Hombres que llevan a sus hijos al colegio, al parque, de viaje, y chocan esos cinco, llaman a los pequeños “campeón”, “colega” o “preciosa”, y siempre tienen las palabras mágicas para calmar los berrinches. Hombres que se van quedando calvos y lo llevan con deportividad, aunque se sientan dramáticamente desnudos hasta que la costumbre se instala en su cráneo.
Hombres tópicos que no friegan, que dejan la ropa sucia y las toallas húmedas en el suelo, que no saben hacer una maleta, que juegan a ser niños grandes y desamparados. Perdedores que escriben versos en silencio o machos alfa que pasan las páginas del periódico con una rabia ruidosa. Hombres de rutinas que se acuestan media hora después de su pareja para dejar la casa recogida, y que al hacer el amor gritan el nombre de Dios. Hombres que no se sienten mejor ni peor que nadie, y que, a pesar de padecer la presión de las expectativas, bien se cuidarán de no decirles a sus hijos: “Pórtate como un hombre”.
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26 de septiembre de 2016
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Cenando con Penélope

El otoño amanece en Madrid con un haz de luz anaranjada que se desparrama entre el forzado skyline de sus cuatro nuevas torres. El perfil diurno de la luna parece una calcomanía celestial. La promotora Distrito Castellana Norte aguarda el permiso de Carmena para seguir levantando rascacielos de cristal: “el más alto de la UE” prometen para el barrio de La Paz. Pero al ayuntamiento no le agradan las hipérboles ni los privilegios. Así ocurrió en la Vogue Fashion Night Out –que abre la temporada en la capital, comandada por su superdirectora, Yolanda Sacristán–, donde los podemitas no permitieron fijar una zona vip en esta España nuestra, el país de las catenarias. Pongan una cadenita en la acera, o en una puerta, en un local, acoten un territorio aunque no se dé nada, y comprobarán que es miel para moscas.
Esta es sin duda la mejor estación en la capital, la de los parafraseados cielos de Velázquez. Se agolpan los actos entre semana, y todos empiezan entre las 19.30 y 20.30. Otro asunto es cuando terminan. Por ello cada vez son más quienes reclaman un protocolo a la americana: saber no solo cuándo empezará sino cuándo terminará el festejo. Ni fiestas ni eventos –ese término tan forzado como el de skyline madrileño–, lo que se lleva ahora son las cenas de pequeño formato. Bien lo sabe Lancôme, una de las marcas de lujo más poderosas del mundo, que esta semana presentó en petit comité La Nuit Trésor Caresse. Un perfume de amor absoluto y el primer afrodisíaco gourmet elaborado con materias inusuales: corazón de rosa negra con un toque de esencia de vainilla. Ahí estaba la troupe Almodóvar: Rossy, Loles y Bibiana, pero también Alaska y Vaquerizo, Boris Izaguirre –que demostró que la nueva etiqueta es el blanco– e Hibba Abouck, que ha estrenado vida parisina. No más de cincuenta personas en el hotel Urban, tan bien promocionado por su dircom Pepe García –el único hombre que conozco a quien las faldas no le quedan ridículas–. Y con una estrella invitada, la imagen del perfume desde el 2010: Penélope Cruz.
Penélope tiene su propio storytelling con Trésor. Cuando, con trece años, empezaba a buscar agente –mientras se pagaba los estudios de interpretación con trabajillos como modelo– quedó fascinada por la campaña de Isabella Rossellini, fotografiada por Lindbergh, y les pidió a sus padres que le regalaran aquel perfume dulce para Navidad. “Cuando me llamaron para ser embajadora de la marca me pareció un cuento de hadas”, confesó la otra noche. Bien sabido es que Penélope, incuestionable estrella internacional, se crió en Alcobendas, entre bloques de ladrillo y costumbres sencillas. Su madre, Encarna Sánchez, aprovisionó a sus hijos de un sentido de la realidad descomunal. Las Cruz son terrenales, todo lo contrario que las famosas descastadas y volubles. Encarna se sentó a la mesa con sus dos hijas, Mónica, de rosa, y Pe, de azul noche, y me contó que hubo épocas en que, para salir adelante, trabajaba veinticuatro horas. Sus dos hijas heredaron su belleza un tanto dramática y luminosa, a caballo entre las mujeres de Julio Romero de Torres y Anna Magnani o Alida Valli.
Penélope llegó a la agencia de Katrina Bayonas cuando estudiaba BUP; le dijo que quería ser actriz y que para ello necesitaba a un agente. Llevaba aprendida una escena de Casablanca, demasiado intensa para una niña. Se dio cuenta enseguida de que era un animal interpretativo, “pero entonces no sabía lo que sé ahora, y fui tan gilipollas que le pedí hasta tres pruebas más”. Hasta que, en la tercera, se desarmó. “Sí, ella me ha sido extremadamente fiel, y mira que le he dado varias oportunidades para mandarme a la mierda”, ríe Katrina. Pero Pe es mujer de lealtades, de hacer piña con los suyos, de exaltar los placeres sencillos, el jaleo de los niños, los perros, correr tras un balón. Su pareja, Javier Bardem, presentaba en San Sebastián el documental póstumo de Bigas Luna, Bigas X Bigas. “A Bigas Luna le debo todo, una carrera y una mujer” dejó dicho. Con Pe, en la noche fragante de Trésor, recordamos al gran Bigas y nos llevamos la mano al corazón.
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24 de septiembre de 2016
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Palabras acolchadas

Hace varios años, cuando murió mi abuelo y me hallaba lejos de casa, llamé a mi hija mayor, que tendría ocho años, y le dije: “Cariño, tengo que contarte algo muy triste: el abuelo ha muerto” . El brotar de su llanto me sacudió como una bofetada de viento caliente arrastrando arena, y sin dejar de llorar, me reprochó: “Mamá, al menos podrías haber dicho ‘ha fallecido’”. Su reacción me pareció propia del espanto lúcido que habita en los niños, y además de abrazar su ternura, medí la importancia de rebajar las palabras tanto para comunicar las buenas como las malas noticias. Le llaman tacto, pero es sobre todo oído.
Hoy vivimos instalados en la era del eufemismo, timoratos y extraviados frente al mapa de la nueva sensibilidad. Hoy los travestis son trans; los discapacitados –tullidos o lisiados, e incluso deficientes no hace tanto– se han liberado de tan nefastas etiquetas y son personas con otras capacidades; a los negros en EE.UU. se les llama afroamericanos y a los que proceden de África subsaharianos, porque la expresión “de color” ha acabado sonrojándose a sí misma.
Cuenta John McWhorter, profesor de Lingüística en la Universidad de Columbia, que durante la Administración de George W. Bush el sociólogo George Lakoff animó a los demócratas a difuminar la negatividad asociada a sus políticas cambiando términos vilipendiados como impuestos, que podrían pasar a ser cuotas de afiliación, o abogados de oficio, en adelante abogados de protección pública. En la terminología oficial, no importa la latitud, han surgido nuevos vocablos que pretenden amortiguar algún tipo de incomodidad, incluso estético: a los paraísos fiscales la Unión Europea los denomina ahora jurisdicciones no cooperadoras. En su reciente libro – España amenazada–, el ministro Guindos recupera toda la dureza de su sentido rescate, que en su día camufló bajo la perífrasis “préstamo en condiciones muy favorables”. Hace mucho que los pordioseros, después vagabundos, se convirtieron en sintecho, y el ruido infernal dio lugar a la contaminación acústica, todo sea para embellecer la realidad y amortiguar su impacto. Pero los eufemismos siempre van acompañados de un peaje cínico y paternalista, y así hablar de familias desestructuradas oculta el abismo de la marginalidad, o denominar a una mujer curvy trata de difuminar sus curvas sin necesidad de dietas ni liposucciones. Es cierto que tienden un puente necesario –e incluso saludable– entre lenguaje y opinión, mostrando cuán civilizadas son nuestras sociedades. Pero estos días he leído que Merkel y Hollande creen que “Europa atraviesa una crisis existencial”, una fórmula mucho más literaria que la de admitir la palabra fracaso.
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21 de septiembre de 2016
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Cosas de mujeres

Mujeres que vuelven a madrugar para levantar a los hijos, y la ojera que han lavado en vacaciones emerge primero azulada, después negra como la noche pero piensan que tan sólo es el reencuentro con una vieja compañera, qué le vamos a hacer, “si todo fuera esto”. Mujeres que harán la cola del supermercado, la del banco, la del paro o la de la mamografía para rubricar el tamaño de su existencia. Su casillero. Su hoja de reclamaciones a la vida. Restregarán con quitamanchas la tinta que se ha desparramado en el traje nuevo, encontrarán la manera de hacer un hueco en el armario para los jerséis de punto, anotarán en la agenda las fiestas escolares y las laborales para ver si cuadran, rellenarán cien hojas de Excel, soñarán con un viaje sabiendo que la delicia está en el anhelo del mismo más que en el propio viaje. Mujeres que sacarán a pa­sear al perro y regarán las plantas porque al resto de la familia siempre se les olvida. Mujeres que se pondrán a dieta porque, desde que cumplieron cuarenta, cuando observan a otras mujeres sólo se fijan en la tripa. Mujeres que buscarán los zapatos adecuados para reivindicar su lugar en el mundo, hasta que la fascitis plantar las prive tanto de los tacones como de las bailarinas, tan desconfiadas de todo lo que lleva alas. Mujeres artistas en hacer cientos de cosas pequeñas pero imprescindibles. Mujeres que tienen vida de documental de sábado por la noche, que esconden un tesoro en una caja de zapatos, que taquigrafían su alegría abriendo la boca y los brazos.
Mujeres dramáticas que sólo saben recitar el día como si fuera un castigo. Mujeres frívolas que irán a bailar esta noche y hablarán con los porteros, que las avisarán de quiénes son impostores y quiénes de fiar, aunque acabarán confundidas como siempre, dejándose atraer por el peor de todos.
Mujeres que mandan sentadas en sillas de altos respaldos y a las que, a medida que entra el otoño, un rictus de tensión invade su surco nasogeniano, recordándoles la carga del excedente de desengaños. Mujeres que se aplicarán rímel en las pestañas con aproximadamente cuarenta movimientos hacia arriba para coquetear con ellas mismas. Mujeres rehenes de los relojes, de todo tipo. Mujeres que se toman el antidepresivo con un café, mujeres que pondrán los pies encima de la mesa del despacho al quedarse solas, mujeres de la limpieza que fuman un cigarrillo en el baño cuando ya no queda nadie en la planta. Mujeres que abren una botella de vino mientras preparan la cena y que no se dan cuenta de que se la beben entera mientras la noche les hierve. Mujeres reconquistadas por la biología, la sociología y la cirugía; hábiles, bellas, alegres, contradictorias. Mujeres que ríen como si no supieran hacer otra cosa, mujeres enamoradas de su propia pasión. Mujeres que, a pesar de todo, nunca han deseado ser un hombre.
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19 de septiembre de 2016
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Luis Eduardo Aute y las lenguas de luz

Aute nunca había dicho “me encuentro mal”. Incluso había aguantado conciertos con un cólico nefrítico, resistente a nombrar el dolor. Buscador de la palabra exacta y habitante de silencios concurridos, siempre ha utilizado el lenguaje con la precisión de un artesano de juguetes. Pero el pasado 8 de agosto llegó de dar un concierto en Huelva a su casa de la Fuente del Berro, dejó la bolsa de viaje en el suelo y dijo “me encuentro mal”. Subió hasta el cuarto y en un instante la vida dio un vuelco.
La noticia cayó en el secarral agosto, con los pies en el agua. “Infarto, hospital, gravedad”, decían los titulares. Llamé enseguida a Maritchu Rosado, su mujer, su eterna compañera. El reloj se ponía a cero. Acabó agosto y entró septiembre. Esta semana, con las primeras lluvias, Aute, el grande, cumplió 73 años. Más de cuarenta días manteniendo una lucha cuerpo a cuerpo, desde algún lugar lejano, entre el sueño y la vigilia. Es la lucha de un artista que le puso letra y sentimiento a la transición española. Pecho y poesía: Brel, Aleixandre, Lorca, Monterroso o Sábato. El cantautor que se hizo artista, tejió hilos de filosofía en las canciones, tocó todos los palos e inició una conversación global sobre las artes. Entre otros elevados logros, hay uno de cristal: Aute es quien que mejor ha sabido decir cantando “amor mío”. Y ahora en la UCI del Gregorio Marañón, atendido por enfermeras-ángeles, blandiendo la espada. Se activó el tejido íntimo. Se movilizó el mapa de los afectos. Su cableado interno lucha por despertar. La familia lucha, los amigos luchan, extienden una red de amor y de hermandad que refulge.
En el hospital, olor a desinfectante, ningún lugar para llorar con cierta intimidad. Maritchu y sus tres hijos no han dejado de hablarle desde el primer día, le leen las noticias, son el aliento, la fortaleza, son los héroes diarios que velan por su regreso. Están los amigos. No pondremos negritas. Son interminables, desde Italia a Cuba, Ecuador, Lisboa o Suecia. Están los músicos que dicen: “Todo lo que soy, todo, se lo debo a él”. Están los artistas, los cineastas, los poetas, los editores, los amigos anónimos que no han dudado en viajar de un continente a otro para expresar su hielo y su fuego. Mi hija pequeña me pregunta qué ocurre : “El amigo Aute está malito”, le digo. “¿El pintor?”, se sorprende. La pequeña toca la médula. Vio los caballetes y los lienzos en su estudio, él le puso su última película, Vincent y el giralunas, en el cuarto de las tortugas. La pequeña iba anticipando el argumento, como si ya la hubiera visto. Aute también llega a los niños. Es el artista que luego se hizo cantautor, pero la pintura por encima de todo desde que de niño vio a las mujeres de Goya en una librería del malecón de Manila. “Pintar es descargarse, es lo que más desahoga, cuando ando en algún callejón sin salida, me pongo a pintar y el callejón se rompe. Pintar es la libertad absoluta”, me contaba en una entrevista para el suplemento Cultura/s.
Hay que situarse del lado de la esperanza en lugar del de la incertidumbre. En una terraza de la calle Ibiza, desde hace un mes, se improvisan mesas alrededor de un fuego que arde. Es muy de Madrid: lo familiar se impone al minuto. Su hermano José Ramón, que me habla en catalán como siempre ha hecho Eduardo, dice: “Ha abierto los ojos y me ha mirado como si me dijera ‘déjame estar un ratito más’”.
En el hospital escasean las camas y falta personal. El fin de semana es de “servicios mínimos”. Los recortes, el sin gobierno, las hojas secas de los plátanos, el cansancio que anestesia el nervio. En enero inició gira para celebrar sus cincuenta años sobre los escenarios. Pongo una canción: “Saquemos, mujer, fuerzas de flaqueza, balas de belleza de la imaginación…”. Pero hay muchas más: Albanta, Sigo a la mar, La vida al pasar, Latido a latido, Señales de vida, Lenguas de luz, Cuando duermes, Amor te digo esta palabra, De alguna manera, Al alba… Bien lo resume su mujer: “Es que lo ha escrito todo”. Del lado de la esperanza, la lucha para que entre la luz continúa. Alas de fuego.
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17 de septiembre de 2016
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La forja de un mito

Convertirse en mito vivo debe de ser un asunto sobrecogedor que, como mínimo, comporta una sensación resbalosa y a la vez compacta respecto a la propia identidad. También debe de ser imposible acostarse sabiendo que se es leyenda y no vivirlo a conciencia. Hace cuatro días mirábamos el televisor con una contención gozosa, parecida a la de la llegada al hombre a la Luna. Él no venía de esclavos, pero su mujer sí. Cien años arrastrados que por fin fructificaron, y de qué manera: un negro juraba su cargo como presidente de Estados Unidos. Cantó Aretha Franklin y Elizabeth Alexander recitó. Incluso el discurso de Obama estaba escrito con el pulso de un joven poeta. El mundo quedó cautivado por la pareja, tanto que a los nueve meses de mandato le concedieron a él un prematuro premio Nobel de la Paz que sólo podía entenderse como un desiderátum global.
Ahora que ya han enfilado hacia la pasarela de salida, ¿en quiénes se han convertido, ocho años después de llegar a la Casa Blanca? Un hombre y una mujer de poco más de cincuenta años que han hecho explícito su deseo de una vida más pequeña sin cámaras en el cuarto –en especial Michelle, siempre más explícita, que puede permitirse añorar la ventanilla abierta del coche y esa caricia del aire que no se parece a nada–. Los Obama han sido solventes. No han metido la pata. Él no ha revoloteado entre becarias ni una rubia le ha cantado el Happy birthday con morbo, sino que se ha rodeado del star system más progre, con el que se han mostrado ingeniosos y enamorados. Barack y Michelle han practicado una trinidad ganadora: inteligencia, naturalidad y confianza. Su popularidad crece en esta recta final y supera el 50% mientras su playlist del verano en Spotify se ha convertido en la más escuchada de dicha red.
Se ultiman dos películas sobre su vida, una sobre sus años universitarios, la otra dedicada a su romance con Michelle Robinson. Cuántas veces lo oímos al principio: ella ganaba más que él, ella es la inteligente, ella es negra-negra y él sólo mulato... Lugares comunes para una pareja que siempre tuvo claro su storytelling: al sueño de Martin Luther King le incorporaron los suyos, con nitidez y detalle, maestros en armonizar la distancia entre el yo público y el yo privado, y con un sentido de humor que marca la distancia exacta entre el respeto y el afecto. También han sabido jugar con las metáforas, necesarias para fijar una idea y provocar alguna emoción. En el otro lado de la balanza, el todavía presidente no ha sido capaz de hacer demasiado frente a los grandes dramas de su sociedad, de la gran brecha social o la inmigración ilegal al control de las armas de fuego. Pero los Obama son tan de carne y hueso que incluso hemos creído que en algo se parecen a nosotros.
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15 de septiembre de 2016
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El grupo

Ya está aquí, ha regresado de nuevo, sin icono ni foto, pero dispuesto a liberar su incontinencia y a engordar por instantes. “Hola mamis. ¡Empieza el curso! Acabo de crear un nuevo grupo de la clase 4F”. Al rato un número responde: “Oye, ¿y los papis, qué?”. Ahora el grupo es mixto aunque únicamente sigan interactuando las mujeres, en especial las que creen ciegamente en su poder como oráculo, manual de emergencia, banco de dudas o pista virtual para liberar endorfinas e histerias. Durante el pasado curso, un padre hizo ver lo sexista que resultaba el hecho de que se excluyera a los hombres de esa rueda. “Bienvenido Antonio, enseguida te añadimos a ti y a los que queráis”, respondió mami blue ­autoinvestida portavoz. Pero Antonio sigue siendo el único padre que, muy de vez en cuando, pone algún mensaje sin signos de admiración, bien seco: “Algo debemos de hacer mal para no enterarnos de nada”.
Los grupos de watsaps de padres y madres son la última expresión del papel sobreprotector que nuestra sociedad ha extremado, a modo de expiación. Y ese afán de control a menudo se convierte en un límite para las capacidades de los hijos. “¿Me mandas los deberes?”, se dice a menudo, o “¿qué toca hoy?”. Apenas un margen para que los chavales reaccionen, se sientan dueños de su cuaderno y su mochila, y espabilen.
Los centros escolares han repetido que estos chats son la peste. Que confunden y alarman. Que el profesorado dedica más tiempo a responder verdades deformadas que a preparar reuniones de estudios. Incluso la Policía Nacional, cuyo Twitter empatiza con sus seguidores a base de emoticonos buenrollistas, ha sacado el tema: “¡¡Socoorro!! ¿vuelve el grupo de #whatsapp del cole! Atención @malas madres y #buenos padres, recordad: SIEMPRE respeto (buen rollo)”. El mensaje produce cierta inquietud al evidenciar que la hipercomunicación de un grupo de adultos preocupados por los piojos de sus hijos puede acabar en bronca. Para qué rebajar palabras: o en delito. El paternalismo de la Policía invitando a personas adultas con hijos a comportarse con educación en los mensajes privados sería insultante si no fuera porque no sólo ponen a caldo al profesor, restándole autoridad y traspasando su desprecio a los alumnos, sino que son capaces de cruzar la frontera virtual y alentar a una caza de brujas como si el servicio no hubiera estado a su altura. Es ese clientelismo con el que actúan algunos padres que, tras pagar los recibos, creen que pueden exigir de un colegio la misma satisfacción que de un restaurante.
El cooperativismo escolar y las ­asociaciones de padres forman parte del tronco educativo, y su partici­pación ha sido crucial para incluir sus voces en un asunto tan sensible. Otra cosa es ese gallinero, o taberna, que te taladra varias veces al día, pero para muchos representa el único punto de contacto diario que mantienen con el colegio de sus hijos. Este es el drama.
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12 de septiembre de 2016
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El Boomeran(g)
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