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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Callejero fantasma

Quedé con una agente inmobiliaria para que me enseñara un piso. No quiso darme la dirección exacta. Pensé que se trataba de celo profesional, aunque la razón era otra: la calle se llama Caídos de la División Azul, y esa es la primera pega que le ponen todas sus visitas; nadie quiere vivir en un lugar que, con pronunciar su nombre, provoca una descarga semántica de alto voltaje. La agente, alta y alemana, me dijo: “No creo que Carmena tarde mucho en cambiarlo. Es lo que todos esperamos”. La alcaldesa de Madrid lleva un tiempo trajinando con el callejero que aún homenajea a varios represores. No se trata sólo de una cuestión cosmética, de subsanar la antipática circunstancia de tener que vivir en la plaza Arriba España, sino de una reparación ideológica. Más de mil calles, plazas, avenidas, paseos y demás vías mantienen nombres directamente relacionados con el franquismo, y no al modo de Dalí, Lola Flores o Miguel Mihura, que tuvieron muchísimas otras relaciones. Aquí están, desafiantes, las señas que le tienes que dar al taxista para que se dirija a la placa que mantienen los lugartenientes Mola, Queipo de Llano, Moscardó, Orgaz, Sanjurjo o Millán-Astray más de cuatro décadas después de la restauración democrática. Han sobrevivido a la chita callando, normalizados por la costumbre que a fuerza de repetirlos ha difuminado su eco. Ninguna calle de Berlín, Roma, París o Bruselas recuerda hoy los días triunfales, brazo en alto, del nazismo. En Moscú, en cambio, nadie ha podido aún arrancarle el cartel a la avenida Lenin.
Los críticos a la mudanza esgrimen razones que apelan a la rutina y al gasto público: ¿cómo afectará a la vida diaria de los vecinos la nueva dirección de sus domicilios postales? Como si no les hubiese afectado su significación. ¿Cuánto se tardará en adoptar las nuevas denominaciones y tras cuántos líos? ¿De verdad costará el capricho de Carmena y su equipo 60.000 euros (y eso sin contar con los mapas físicos y digitales, los GPS y los buscadores de internet)? Y yo me pregunto, ¿por qué le llaman capricho a aventar los fantasmas del pasado en nuestras calles? Las palabras importan, sobre todo por lo que habita en ellas. En los trazados urbanos vamos recordando a personajes que hicieron algo por mejorar este país, o el mundo, desde escribir un soneto hasta patentar una vacuna o redactar constituciones.
La ley de Memoria Histórica, que tiene por objeto promover la reparación moral de las víctimas de la Guerra Civil y la dictadura, acuerda “suprimir elementos de división entre los ciudadanos, todo ello con el fin de fomentar la cohesión y solidaridad entre las diversas generaciones de españoles en torno a los principios, valores y libertades constitucionales”. Han pasado siete años y los agentes inmobiliarios siguen aguardando el día en que no tengan que dar explicaciones al llegar a la calle Caídos de la División Azul.
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30 de enero de 2017
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La musa eterna

El dolor no entiende de reparaciones, y no sé yo cómo calmaremos el hueco que deja Bimba Bosé, la más artista de todas las modelos; la que cantaba con sus Cabriolets, cintura funky y voz despaciosa; la mujer valiente que afrontó el cáncer con dignidad y coraje.
 
La noticia de su muerte nos llegó el lunes, cuando algunos periodistas cogíamos el avión hacía París para asistir a la semana de la Alta Costura, donde ella paseó su libertad en las cortes de Dior o Gaultier. Empezaba a caer agua nieve. Por la noche soñamos con ella. La extrañeza de no volver a verla, tan terrenal y sólida. A veces me la encontraba paseando con sus hijas por el barrio de El Viso –las tres con un pañuelo anudado en el pelo–, madre amantísima, atlética y juguetona.
 
Su poder parecía concentrado en esa sonrisa franca que se le extendía por todo el rostro y hacia que le chispearan los ojos. Reía Bimba y brillaba el sol. Porque resonaba su juventud radical como estado de ánimo. Una idea de permanente modernidad residía en su alma. “Es mucho más cómodo declarar que todo es absolutamente feo en las vestiduras de una época, que ocuparse en extraerle la belleza misteriosa que pueda detentar, por mínima o ligera que sea” escribió Baudelaire en “El pintor de la vida moderna”. Ella siempre huyo de los envases vacíos y de los protocolos acartonados. Arriesgó. Se puso la soga al cuello en un homenaje a Magritte que le valió la entrada en el Olimpo mediático a su amigo David Delfín. Educadísima y leída, su curiosidad se revelaba en todo aquello que tocaba. No se parecía a nadie. No iba de nada. Tan auténtica que a los veinticinco años, una edad tardía para los castings, se subió al pódium de la pasarela universal. Fue portada de Vogue Italia con Steven Meisel y durante tres años el mundillo de la moda se arrodilló a sus pies. Ella, lo miraba todo con media distancia, conocedora del tobogán de la fama. No en vano, conocía su ecosistema al pertenecer a los Bosé Dominguín, una saga de artistas, toreros y cantantes. Bautizada como Eleonora y portadora del estilo tomboy, hizo de su estilo andrógino  una marca propia. Era la que mejor sabía llevar el vestido-camiseta, marcando curvas sin pecado.
 
 
Cuando llegaba al estudio fotográfico de Manuel Outumuro acostumbraba a decir: “aquí llega la imperfecta”. Y se ponía los zapatos de showroom con dos calzadores, sin chistar, paciente y profesional. “Seguro que soy yo a la que le toca despelotarse”, nos decía, anticipándose al desnudo que la cámara no quería desperdiciar, pura energía. Hace dos años y medio se rapó la cabeza, y muchos, después de los tintes multicolor, pensaron “cosas de Bimba”. Confirmó que tenía cáncer y que continuaba trabajando. Reordenó las rutinas. Se fue con sus hijas al Sur.
 
Y estos días, en un París armado hasta los dientes ante la amenaza terrorista, con militares apostados a las puertas de los desfiles, he recordado aquel reportaje que hicimos, tan diferente a todos, excepcional. Abrí un Marie Claire de 2011, y allí aparece Bimba, pariendo a June en su casa madrileña, junto a su entonces marido Diego Postigo y el doctor Emilio Santos. Recuerdo cómo me lo propuso: me gustaría poder explicar la experiencia para defender que el parto no sea tan programado y medicalizado, programado. Hizo las fotos su cuñado, Gorka Postigo. Parió junto a tres hombres, casi en silencio. Diego confesaba entonces a la periodista Verónica Marín que al principio quería una ambulancia en la puerta, pero que al rato se le pasó el miedo. Fue un parto perfecto, menos de dos horas, sin epidural, ni episiotomía. Mientras dilataba y controlaba las contracciones, apoyada en los hombros de su pareja, de cuclillas, su hija mayor, Dora, dormía plácidamente en la habitación de al lado. El trajín del parto no la despertó. Así hacía las cosas Bimba, sin hacer ruido pero siempre con carácter. No sé cómo acabar este texto. Ella siempre se despedía levantando ligeramente los hombros, como hacen los que no se dan importancia, con una sonrisa de oreja a oreja. 
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29 de enero de 2017
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Antiestética del poder

Hace un par de meses, avanzaba con unos amigos por Madison Avenue después de cenar –que es cuando mejor se ven los escaparates–, y de repente la crin de un caballo blanco se abalanzó hacia nosotros. Galopaba, bello y libre, en la ciudad solitaria, y el efecto óptico que producía la imagen en movimiento era tan poderosa que avasallaba. Sucedía en un escaparate del rey de la moda americana, Ralph Lauren, emparentado con la hípica y el poder. Cincuenta años en el trono y una compañía valorada hoy en 7.900 millones de dólares, todo ello conseguido por este hijo de inmigrantes judíos rusos nacido en el Bronx como Ralph Rueben Lifshitz. Lauren es un clásico moderno que representa el sueño americano, los Hamptons y el casual sport pijo, pero también el lazo rosa del cáncer clonado en sus polos universales que se llevan tanto en Sotogrande como en Benidorm. Es el diseñador más cercano al poder y su relación con Hillary Clinton fue cómplice: desde que la nombraron secretaria de Estado se ocupó de su imagen, y la blindó. Sartorialismo solvente, trajes sobrios y estructurados, colores lisos, versiones del uniforme femenino-público para huir de la controversia.
Pero, de la misma forma que Lauren encontró inspiración tanto en el Lejano Oeste como en la iconografía de la era Kennedy, Melania Trump, inmigrante eslovena, trató de emular a Jackie en un acto de pretenciosidad mayúscula. ¿Cómo no iba a recurrir la flamante primera dama al dueño del caballo blanco de Madison Avenue? Azul demócrata, igual que el color de la corbata de Obama; un traje con abrigo torero estructurado –pero no tan pegado al cuerpo como acostumbra a lucir en sus modelos estilo miss Universo–, mientras que Donald, tan alejado de cualquier aspiración de belleza, se mostraba despechugado con corbata de un rojo corporativo.
La señora Trump tiene todas las papeletas para callar, encerrada en esa tower de mármoles rosa. Han anunciado que no vivirá en la Casa Blanca, ni regará el huerto de Michelle. No obstante, a cada inquilina se le permite tener un caprichito, y Melania ha pedido un salón de belleza para hacerse las mechas cuando vaya a Washington. Pero lo más curioso de todo es que tanto ella como su hijo de diez años –que en el paseíllo presidencial andaba cabizbajo y confuso, levantando los brazos a desgana– reflejan el código ético y estético de la nueva primera familia, condenada a actuar como marionetas sin cuerda a fin de encajar en el guión más disparatado de la democracia norteamericana. Trump y sus consejeros millonarios aseguran que van a devolverle el poder al pueblo, pero en su “América fuerte” no hay lugar para corceles. Y mucho menos libres.
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25 de enero de 2017
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Cambio y corto

Vivo pegada a mi MacBook Air, dependo de él. Lo llevo en el bolso, bajo el brazo, en taxis o conferencias. Lo saco en todas partes, asegura mi memoria: busco en sus archivos, abro y cierro carpetas igual que cajones, me siento como en casa. Pero a la vez mantengo idéntica domesticidad con un pequeño cuaderno de piel lacada y papel panamá azul inglés sin el que no puedo ir a ninguna parte, ni al médico o al cine. Cabe en el bolsillo, no pesa y me hace buena compañía. Esos cuadernos son notarios de mis días, en ellos anoto palabras nuevas y viejas, y han acabado conformando una de mis más preciadas colecciones: azules, lilas, rojos, negros, combados por el tiempo y cubiertos de escrituras rápidas y lentas. No obstante, ese acto tan sencillo de llevar una libreta, abrir una página y tomar nota de algo, un título, una idea, se ha convertido hoy en una actividad jurásica. Ya no se anota, en su lugar se fotografía, se teclea o se graba. Así lo muestra el estudio Vuelve a escribir realizado por Ipsos, que ­revelaba cómo la tecnología ha transformado los hábitos de la escritura: el 75% de los españoles escribe a diario sólo a través de un teclado. Y una gran parte sustituye la ortografía por los emojis.
Sin embargo, una nueva modalidad arrecia en las avenidas y las estaciones de metro, mucho más sonora, casi fantacientífica: androides que avanzan por la calle hablándole a su teléfono, sostenido como si fuera un espejito. Los mensajes de voz han perdido el sentido del ridículo y se han convertido en moneda diaria, dejando atrás el atávico miedo al micrófono que ha perseguido a varias generaciones de españoles, aterrorizados de tener que hablar en público. Digamos que el pudor se ha desvanecido, que hoy todo el mundo puede agarrar un micro y retransmitir su vida en directo. Estos audios también conectan con la infancia: ese cambio y corto de los walkie-talkies que nos hacían sentir importantes al hablar a distancia, aunque fuera en el pasillo, y por un canal privado.
WhatsApp lanzó Push to talk en el 2013 y enganchó a jóvenes y a mayores: los adolescentes están encantados –lo explicaba Esteve Giralt en La Vanguardia– “con una forma de conversar asíncrona más ágil y cómoda que la escritura y la lectura”, y en cuanto a los mayores, digamos que no les hacen falta las gafas.
La voz a menudo llega más diáfana que la palabra escrita. No admite tantas suspicacias ni dobles significados. Pero, a la vez, resulta invasivo e impúdico que los mensajes de audio, en un espacio público, no se contenten con la oreja y sean reproducidos con el altavoz. El otro se hace más presente, a veces escuchándose a sí mismo, porque debe de hacer natural lo que no lo es: hablar sabiendo que se está grabando. El otro día, en un vagón de tren diez personas parloteaban con las manos libres, convirtiendo su conversación privada en pública, tan necesitadas de un altavoz.
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23 de enero de 2017
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Poesía en una esquina

La poesía joven tuitea sus aforismos y los clava igual que piercings. Versos tatuados que cantan al amor (y al desamor) con palabras sencillas. Se habla de fenómeno, de fiebre lírica. Premios como el Loewe o el Adonais, el festival PoeMad y las lecturas en bares abarrotados de veinteañeros –sobre todo chicas– se suceden en Madrid. En el Intruso Bar de Chueca se celebra mensualmente Poetry Slam, una competición de poetas inspirada en las contiendas raperas. También está el Diablos Azules, en la calle Apodaca, que abre sus micrófonos para aquellos que quieran declamar rimas libres sobre servilletas de papel. Quienes escribimos versos de adolescentes admiramos su impudicia. Cómo abren sus heridas entre sábanas de piso de estudiante. Subliman el sexo porque no les importa la comida. Leen filosofía en los posos del café. Los hay poetas-letristas, amateurs superventas, como Rayden, Natch, Vanesa Martín o Rupi Kaur “Otras maneras de usar la boca. Marwan –mitad palestino, mitad madrileño de Aluche ha alcanzado los 12.000 ejemplares con ‘La triste historia de tu cuerpo sobre el mío’– . Los hay quienes reclaman la prueba de paternidad de la llamada generación de los 80’: Luis García Montero, Benjamín Prado o Manuel Vilas, el año que nos dejó encogidos pero más vivos que nunca con “El hundimiento”. Poesía cotidiana que arroja desde la primera persona la extrañeza de sentirse joven y viejo a la vez. Sus imágenes conforman un patchwork tejido de pedazos de identidad. “Cualquiera podría pensar contemplando la escena/que he fracasado en la vida./Pero yo sé/que es la vida la que ha fracaso conmigo” escribe Emilio Martín Vargas, de profesión barman, tras resbalársele una botella de Pingus 2006: “un reguero purpúreo de novecientos treinta y seis euros/ bajo mis pies encarnados”. Martín Vargas es uno de los últimos hallazgos de Chus Visor, santo y seña de la edición de poesía en nuestro país. Visor ocupa una esquina de Madrid: Isaac Peral con Donoso Cortes. También una frontera, la que trazan el parque del Oeste, Moncloa y la orilla de la Ciudad Universitaria. El editor, librero y bibliófilo es un pozo de memoria sin nostalgia: “Solo me pongo nostálgico cuando pierde el Atleti”. Lleva 48 años fumando en el umbral de la vieja librería heredada ya con el nombre de Visor –de la tipografía decó Sinaloa, creada por –, una tertulia sin fin, una obra abierta frecuentada por noveles y consagrados, “visoristas” de Madrid y provincias.
Él encarna el Madrid castizo, guasón y noble, provisto de ese rajo gutural en las eses. Habla sin pedantería, suelta tacos, reparte humor y palmadas a los amigos y se hace el esquivo con los pesados. Ha publicado a cinco generaciones poéticas. Lo visito un sábado helado de enero. Chus Visor milita en el calor, el frío le incordia. Llega a la librería en autobús. Tiene su despacho en el sótano con temperatura mediterránea gracias a un calefactor eléctrico. En la cueva descasan decenas de archivadores repletos de correspondencia con Celaya, Gelman o Benedetti. Visor es ordenado, y su gruta es pura golosina para los amantes de la poesía. Me muestra el primer ejemplar que publicó, en 1969: “Una temporada en el infierno” de Rimbaud. No podía ser de otra manera. Osado y fumador, él toma cañas acodado en la barra del Van Gogh, antes llamado Galaxia –por el edificio que la alberga–, donde se tramó un intento de golpe de estado que debía darse pocas semanas antes de la aprobación de la Constitución.
Me asegura que nunca sufrió la crisis, ni en sus peores años, ya que el lector de poesía permanece inmune a la economitis global. Su historia se compone de más de 900 libros de poemas con esa cubierta negro laca que diseñó Alberto Corazón; negro Balenciaga, negro Rock &roll, negro Sartre, un noir iluminado con letras en blanco. Ha logrado hacer sostenible el negocio con pociones de Sabina y Benedetti, más los Claudio Rodríguez, José Emilio Pacheco, Joan Margarit, Carlos Marzal, Ana Rosetti, Elena Medel, Ana Merino, Antonio Lucas y su última revelación, Elvira Sastre, con un título que llega con filo de Gillette: “La soledad de un cuerpo acostumbrado a la herida” y ha sido superventas de lujo. Visor asegura que aún no tiene la respuesta para entender esa posesión totalizadora de la poesía como lenguaje hipermoderno. Que la poesía esté de moda es sin duda una de las mejores noticias para la moda. Y para Chus Visor, tan ajeno a la pasarela.
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23 de enero de 2017
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La prisa universal

Demasiado a menudo voy con prisas. Es uno de mis yos que más me desagradan, pero hay días en que las cosas sólo caben a presión y corriendo. La gente apresurada no mira ni ve, sólo piensa en llegar, tropieza, te embiste con su mochila, interrumpe, se cuela, le pregunta al que te está atendiendo investida por la superioridad que otorga la urgencia desesperada. También suele resoplar de frustración, exagerando la falta de aire, el entrecejo fruncido, la boca abierta, un tanto alelada, o todo lo contrario, furiosa y sumando un caso más a la epidemia de bruxismo que asola el mundo moderno. Apretar la mandíbula mientras soñamos como síntoma de miedo o rabia.
Afortunadamente, lo compenso con un yo moroso, egoísta a más no poder con el tiempo propio, adorador de las horas muertas que se desmadejan ajenas al paso de los días sin importar que la vida media se componga de unas 4.000 semanas. Gestión del tiempo, denominan hoy al arte de saber organizar las horas a fin de mejorar sus resultados, aunque a la vez plantea su dimensión existencial.
El correo electrónico ha superado a los antiguos buzones llenos de papeleo, y por tanto crece la obsesión de quienes ansían tener la bandeja de entrada a cero porque les produce alivio y se sienten más dueños de su tiempo. Pero mientras borran no piensan ni cuentan los días que les quedan, embargados por la ilusión del control. Todos nuestros dispositivos electrónicos poseen un cubo de basura y un reloj. Son dioses modernos que marcan nuestro ritmo. Mover documentos a la papelera causa casi un bienestar físico, de tarea acabada, una sensación de eficacia parecida a la de entrar en una habitación de hotel impoluta.
Alguien tuvo la sagaz idea de repartir la jornada: ocho horas para trabajar, ocho horas para dormir y ocho horas para el resto. En el resto se incluye comprar, amar, ordenar, leer, cambiar bombillas, comer, discutir, navegar por internet, estar con la familia, hacer yoga y hasta salvar ballenas. “Las doce y media, cómo ha pasado el tiempo / las doce y media, cómo han pasado los años”, exclamaban los versos de Onetti.
Leo en The Guardian un artículo donde se recuerda que John Maynard Keynes, en 1930, predijo que el crecimiento económico nos permitiría trabajar no más de 15 horas por semana, “con lo cual la humanidad se enfrentaría a su mayor desafío: el de averiguar cómo usar todas esas horas vacías”. Ocurrió todo lo contrario. Multiplicamos necesidades con tal de escapar del tiempo muerto. Pensar en la actualidad en una nueva organización temporal es, sin duda, una responsabilidad política que afecta tanto a la productividad como al bienestar social. Pero, sobre todo, tasa el tiempo para uno mismo, ese por el que hay que esquivar a los ladrones de horas que nos asedian ­para llevarse lo poco que de verdad es nuestro.
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18 de enero de 2017
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Cuatro topicazos

“Las mujeres conducen fatal”, aseguran los de siempre. Otra variante del tópico es el alarido testosterónico de las horas puntas: “¡mujer tenías que ser!”. Los datos enfriados aseguran que, en 2015, fallecieron en las carreteras y vías españolas 1.292 hombres por 395 mujeres –razón por la cual las aseguradoras son más generosas con ellas en una curiosa derivación de la discriminación positiva–. Cierto es que hasta bien entrados los años veinte del siglo pasado una mujer no pudo acariciar un volante en nuestro país –en Arabia Saudí aún no pueden hacerlo hoy porque una mujer al volante se les antoja una amenaza–. Otra cuestión fundamental es que para ellas, el coche no es un juguete ni una prolongación de su libido. Las causas de la desafección automovilística –excepto las Susie Wolff o Carmen Jordá de turno– son pragmáticas, y acaso estéticas: evitar tener que abrir motores humeantes, aguantar atascos, buscar aparcamiento en atestadas calles, sufrir contracturas en el cuello. Se ha demostrado que, si pueden elegir, prefieren utilizar medios de transporte alternativos al coche. 
Otro tópico asegura que somos más románticas que los varones, hipótesis refutada por generaciones de poetas arrebatados, además de un reciente estudio llevado a cabo por la Wayne State University de Michigan, empecinado en demostrar que ellos se enamoran más rápidamente que nosotras. ¿O es que le llamamos amor cuando queremos decir sexo? Es casi una tradición que, cuando una mujer alcanza esa edad indefinida, tanto en el trabajo como en la cama es reemplazada por una congénere a quien le dobla la edad. Y aunque permanezca esquiva la mirada sobre las mujeres que emulan a Anne Bancroft en El Graduado, quienes eligen a jovenzuelos para lucir como su mejor accesorio de temporada, ostentan algún tipo de poder, o como mínimo, de poderío.
Y cómo no íbamos a detenernos en uno de los renglones estrella: el que afirma que las mujeres hablan y hablan y hablan, mientras los hombres no las escuchan. Algunos científicos afirman que ambos sexos utilizamos unas 15.000 palabras al día, aunque no se terminar de poner de acuerdo, pero Louann Brizendine, neurobióloga de la Universidad de California demuestra que prevalece entre las féminas una mayor capacidad comunicativa desde la cuna, ya que las niñas son más precoces a la hora de hablar y manejan un vocabulario más amplio. A veces con un resultado frustrante. En el madrileño Barrio de las Letras, donde el callejero y una serie de citas en sus pavimentos recuerdan a excelsos literatos –como Lope de Vega, Quevedo, Góngora o Bécquer–, no hay ni una sola autora reconocida. Ni Santa Teresa de Jesús, ni María de Zayas, ni Rosa Chacel, ni Gloria Fuertes, de la que este año se celebra su centenario. Siempre se ha dicho que la inmensa mayoría de los hombres tiene memoria de pez, mientras que ellas son memoriosas, pero ardua es la lucha para recuperar la memoria, la colectiva.
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16 de enero de 2017
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De héroes y canales

La tarde de domingo, más morosa que lánguida, empieza a agitarse en las calles cuando se encienden las farolas y los teatros abren sus taquillas. A mi me gusta la soledad en la que se plantaron los Teatros del Canal, en el barrio de Chamberí, que solo con pronunciar su nombre sientes cómo chisporrotea, igual que un caramelo petazeta. A medida que una se va acercando a los dominios del Canal de Isabel II, -la empresa pública que abastece a la comunidad del auténtico oro líquido madrileño: su magnifica agua–, el ojo aletea entre las fachadas de cristal rojo, negro y blanco que se despliegan en zigzag, imitando los pliegues de un telón. Se trata de una mole translúcida que refleja estampas urbanas en movimiento, las luces rosadas de los coches y las siluetas de los paseantes que se abandonan al spleen de la capital. El pasado domingo parpadeaban como lentejuelas escarlata las luces de una ambulancia, y un equipo sanitario entraba a galope para atender a un hombre, desvanecido en el suelo, que también había acudido a ver al Ballet Nacional de Uruguay, dirigido por Julio Bocca, interpretando coreografías de Duato y Kylián. Un espectáculo de héroes que se inicia con seis mujeres, seis hombres y seis floretes. Los floretes son más rebeldes y obstinados que las parejas de carne y hueso. Pero los bailarines se deshacen y se recomponen representando el ideal romántico con energía y vulnerabilidad.  Según Carlos García Gual, autor del precioso libro La muerte de los héroes (Turner), “sus muertes a menudo expresan un destino azaroso y, así, testimonian la fragilidad de la existencia humana, incluso la de los mejores y más fuertes (…), la muerte suele llegarles de improviso y alcanza incluso a quienes parecían más invencibles, después de espléndidos triunfos, y los derriba”. El caso es que, mientras los bailarines recogían la música en cada músculo de su cuerpo interpretando la pieza, Petite mort, los servicios del SAMUR luchaban por reanimar al espectador indispuesto. El personal del teatro se agitaba por dentro, disimulando con profesionalidad su estupor y desviando al público hacia otras escaleras. Solo una puerta separaba el escenario de la fatalidad que acaba certificando el deceso de un hombre a la vez que hervía la danza, literalmente una muerte in belleza. “Nunca nos había ocurrido algo así”, me contaba a la salida una empleada en shock tras la triste noticia del fallecimiento del espectador. “La vida cambia en un instante”. No se puede decir de mejor manera que Joan Didion.
 
El colosal y premiado edificio tiene su historia rocambolesca. Proyectado por Juan Navarro Baldeweg –ganado en concurso público y encargado por Ruiz-Gallardón, entonces presidente de la Comunidad de Madrid–, el prestigioso arquitecto se quedó atónito cuando fue despedido fulgurantemente por Esperanza Aguirre. Fue muy desagradable, que se dice Madrid. El autor despojado de su obra, sin la puntada final. Podría terminarla gracias a la mediación diplomática del Canal de Isabel II, a modo de espíritu santo.Viven entre sus paredes de todos los tipos de cristal Lope de Vega, Rostand, Shakespeare, Molière, Ibsen, Verdi, Chéjov, Cocteau, Genet, Lepage o Wilson. Capitaneados por Boadella, su programación arriesgó y fascinó. Por los Teatros del Canal han pasado la Comèdie Française, Peter Brook, Marianne Faithfull, Mario Gas, Miguel Narros, Isabella Rossellini, Alicia Alonso y Ute Lemper. Ahora Natalia Álvarez Simó ha recibido el encargo de traer la excelencia en danza mientras Àlex Rigola se ocupa de la programación teatral. Rigola ha sido el fichaje estrella de Jaime de los Santos, Director General de Promoción Cultural de la Comunidad de Madrid, un verso libre y audaz, aupado por Cifuentes. El Grec estaba en conversaciones con el escenógrafo, pero este decidió pasar sin transvase de los canales venecianos al de Isabel II. “Me dijo que las relaciones profesionales se parecen a las amorosas, y la nuestra había sido más satisfactoria”, cuenta de los Santos entre risas. En octubre del 17 arrancará la programación de Rigola, que también dirigirá un montaje al año, dispuesto a llegar a esos lugares donde el teatro privado no puede. Él no entiende las artes escénicas sin innovación, y señala al enemigo número uno: el populismo cultural, que aún cuestiona la excelencia como bien público.
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16 de enero de 2017
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Epitafio líquido

La idea del mundo líquido de Zygmunt Bauman nos sedujo a la primera. Tenía tal fuerza visual que la metáfora acabó funcionando por sí sola, como concepto real. Explicaba nuestras penas pero también nuestras dichas: escapábamos de la pesadez para abrazar lo fluido, aunque sin darnos cuenta soltábamos los anclajes que hasta entonces habían otorgado un sentido a la existencia. Nuestras vidas empezaron a parecerse a un vaso de agua que cambiaba de formas según soplaba el viento. Recuerdo a Enric Juliana descubriéndome la modernidad líquida, hace ya más de diez años en el restaurante Più di Prima de Madrid. Entonábamos una reflexión sobre la inconsistencia de los nuevos líderes políticos y la frugalidad de sus ideas mientras comíamos ese queso italiano que se deshace en la boca. La levedad se imponía: de la poesía de Lucrecio o Leopardi a la prosa cotidiana.
Hoy, todo se mueve debajo de nuestros pies, y aunque nos llenemos la boca con la palabra solidez, tanto la política como el trabajo o el amor tienen goteras. Tras la noticia de su muerte, reviso las citas de Zygmunt Bauman en mis artículos, bastones en los que me he apoyado para argumentar la conversión de la ética social en una especie de grandes almacenes. Las personas y los sueños se juzgan por su valor de mercado en una sociedad donde se resquebrajaron sus estructuras y vimos desaparecer los patrones fijos en los que clavábamos la flecha del tiempo. El cambio continuo es la nueva pauta. Según el sociólogo, sucede incluso entre las parejas: establecemos relaciones duraderas aunque con ticket de devolución cuando no funcionan. Ocurre de la misma forma con los lazos solidarios que tratan de mantener bien anudada la sensación de seguridad y levantan muros para contener a los inmigrantes que ambicionan nuestro bienestar.
Bauman nos previno de la falsedad que supone confundir felicidad con retribución. Por eso el placer es hoy tan efímero. ¿Cómo se van a fomentar el conocimiento o la reflexión si un ciudadano se siente alegremente satisfecho comprando unos pantalones por seis euros? Él apelaba a la obligada sensibilidad, un valor en vías extinción. En su ensayo Ceguera moral, aseguraba que nadie disputa por ella, ni se le reclama para ocupar un puesto de trabajo, tampoco se emplea para comunicarse con los otros, como si la zafiedad fuera mucho más excitante.
“La esperanza de escapar de la incertidumbre es el motor de nuestra búsqueda vital”, podría servir de epitafio para el viejo sociólogo polaco de cejas enmarañadas y pipa escéptica que tan bien nos ilustró sobre las contradicciones modernas. A medida que intentamos acercarnos a la felicidad, esta se hace más y más lejana. Pero es cierto que la buscamos en tiendas sin existencias.
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11 de enero de 2017
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Otro nuevo mundo

Excavadoras y volquetes que perforan y trasladan la tierra junto a enormes grúas que levantan escombros conforman un paisaje permanente. Miras a cualquier lado y ves un dinosaurio de mecano rodeado de tierra removida. Las máquinas trabajan siete días, veinticuatro horas, en el desierto o en la estepa, donde apenas había nada hace treinta, veinte años y ahora, con la voracidad acuciante del dinero, se levantan cimientos, se tienden kilos de cables y se remozan las paredes entre las que algún día se cocinaron legumbres. Perforar el suelo para plantar las raíces de un nuevo mundo.
Las máquinas se detienen a la hora de cenar, y por un instante pienso en la delicadeza de quien ha pautado el horario: la gente se acuesta con la ilusión de la calma, excepto los noctámbulos que a partir de medianoche volcarán sus remordimientos contra la chicharra metálica hasta que se acostumbren al ruido, a su repetición implacable, al círculo continuo, por turnos. Son nepalíes, indios, srilankeses y paquistaníes cubiertos por pañuelo en la cabeza y un mono de color marrón, de la misma gama que la arena y el ladrillo que colocan. Algunos, en sus países de origen, estudiaron para contables, trabajaron como enfermeros o puede que pasaran por la cárcel, pero no tenían trabajo. En su nueva vida, ocupada en levantar las torres de cristal firmadas por afamados arquitectos Pritzker, sólo son obreros invisibles. Hace un par de siglos, inmigrantes irlandeses, po­lacos, alemanes o noruegos dieron forma al nuevo mundo de entonces, Norteamérica, y aunque legalmente no lo fuesen, lo construyeron igual que esclavos. Galeano escribió hace ya años que “el dinero viaja sin aduanas ni problemas; lo reciben besos y flores y sones de trompetas. Los trabajadores que emigran, en cambio, emprenden una odisea que a veces termina en las profundidades del mar Mediterráneo o del mar Caribe, o en los pedregales del río Bravo”.
Otros, en la actualidad, atraviesan las desérticas arenas del golfo Pérsico.
Allí, en Oriente, se erige hoy un orden basado en el management de la excelencia; un mundo de cinco estrellas y cartón piedra, se dice, salpicado de parques temáticos con arcos de herradura y ventanas ojivales que dentro de un par de décadas envejecerán como todo lo nuevo. Se rigen por grandes inversiones, un absoluto control, seguridad y orden, ambición y un soplo de occidentalización. Los centros comerciales representan la joya de la corona, la feria donde todas las marcas internacionales se dejan querer. Los suelos rabian de novedad, brillan como espejos. Un pequeño hombre asiático pasa una mopa mecánicamente sobre ellos. En los baños, dos mujeres africanas entran a limpiar cada vez que sale una clienta, lo hacen con profesionalidad y guantes, no hay lugar para la lástima. Meados y perfumes. Y pienso en la historia que podrían contar todos los parias invisibles que construyen los nuevos mundos, como una huida hacia delante, hasta desollarse las manos.
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9 de enero de 2017
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El Boomeran(g)
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