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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales como Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), Icon de El País, Marie Claire, y Woman. Ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (El País, Vogue, la cadena SER, Onda Cero, TV3 y TVE) y ha publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Actualmente es columnista de La Vanguardia y directora del Magazine

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Influencers, it girls y corazones rotos

Hubo un tiempo en que la construcción de la personalidad pasaba por la autonomía y la independencia de ideas. Los influenciables eran los débiles, seres volubles que copiaban a los más decididos, quienes ejercían el magnetismo suficiente para robar el alma de los diletantes. Entonces, el estilo consistía en una cuestión de blancos y negros, y el éxito –a pesar del factor azar- acostumbraba a ser proporcional al esfuerzo o la pericia.
Hoy, en cambio, no hay fiesta, inauguración, estreno o premios que se precien en que un puñado de influencers no estén invitados. Forman parte de esa happy few 3.0 que se gana la vida subiendo fotos a Instagram y a golpe de likes, y que cobran una media de 3000 euros por post. Se les define como personajes que influyen sobre ciertas decisiones comerciales a sus Ks (miles de seguidores). Chavales con el pelo morado, piercings en la ceja y lengua tatuada, son capaces de influir en la opinión de millones de personas. “Lo que buscamos es que generen conversación, creen contenido original y consigan un enganche de la comunidad con la marca”, aseguran los gabinetes de comunicación, que empiezan a  acusar cansancio de esta fauna que posa con audacia abriendo los ojos y la boca y por encima de todo, aún se siente inmortal.
El influencer es capaz de hacer que las personas pasen a la acción movilizando uno de los impulsos más primarios y asentados del ser humano: la imitación. Ellos son su propia empresa. No importa la cultura, ni la lectura, ni la formación. Se inventan un lenguaje propio que suele expulsar la ortografía y la concordancia: “Qué guayez”, dice Miranda Makaroff, a quien conozco de niña –hija de Lydia Delgado y Sergio Makaroff-  y hoy  una las influencers más avispadas que ha sido capaz de convertirse en personaje sin salir de ella misma. Lo escribía James Salter: “cuando más claro ve uno el mundo, tanto más obligado está a fingir que no existe”.
Dulceida (3500 euros por subir una foto en sus redes), Pelayo, Gala González , Blanca Miró o Brianda Fitz-James Stuart se han erigido como las nuevas estrellas del photocall  y ganan más dinero que cualquiera de nosotros por respirar capitaneados por el fotógrafo Gerard Estadella. “Lo petan”, aseguran sus colegas. Su viralidad, tan desacomplejada, da tratamiento de obras de arte a sus selfies. Las marcas de lujo los buscan obsesivamente para entrar en las cuevas de la llamada Generación Z. Mediante la estrategia advertorialista, quieren ganar en credibilidad y cercanía. Lo que hasta hace poco era una práctica de marketing experimental, ha acabado por transformarse en una mini-economía voraz. Los holdings de lujo, en EUU, invierten más de 255 millones de dólares mensuales regalando prendas y pagando por conseguir mensajes patrocinados en Instagram, mientras que los supervivientes analógicos anuncian que al fenómeno le quedan cinco días: nombres que pasarán de la celebridad warholiana a la nada.
El pasado lunes, se hizo un momento de silencio en el todo Madrid: los teléfonos inteligentes paralizaron el aperitivo de mediodía: la primera it girl´ patria, hija de la factoría Hola!, dueña de más de un millón y medio de seguidores en Instagram y modelo de la vida radiografiada las 24 horas, anunciaba su separación. La pareja Echevarría-Bustamante fue pionera en utilizar las redes para dejarse admirar e influenciar. Durante doce años dieron fe, casi a diario, de su amor : piscinas, bolsos nuevos, cenas con Ios Carbonero-Casillas, clases de gimnasia… Paula incluso logró que  su entrenador se hiciera famosillo y publicara un libro en Planeta. Paula Echevarría ha sido una criatura mimada por las marcas y los medios del cuché: la asturiana de clase media que se hizo famosa gracias a su boda con un triunfito, ha representado a la burguesa pizpireta y almidonada. Ahora, cuando todo se desvanece, la bloguera y reina de Instagram se sorprende del acoso de los paparazzis. Mientras presentaba su último perfume (barato), Sensuelle, calificó su momento de “caótico”, un adjetivo muy de influencer para definir el desamor en tiempos de followers.  
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8 de abril de 2017
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Amores bestiales

Uno de los encantos de la factoría Disney ha sido su maestría a la hora de hacer hablar a los animales. La marginación del patito feo, el dolor por la muerte de la madre de Bambi o la profunda soledad de la Bestia han proporcionado, además de un animado marco moral, una muestra del poder transformador de la empatía. Fábulas con moraleja que han perpetuado los papeles de hombres y mujeres, y han propagado una idea del amor más propia de la ciencia ficción que de la realidad, hoy pretenden ser reescritas. Pero por mucho que blanqueen sus estereotipos prejuiciosos, la actualización del cuento de hadas sigue bra­ceando a la desesperada en su intento de poner al día los clásicos, quitarles moralina y querer convertir a Caperucita en feroz y al lobo en un animal maltratado.
A raíz del estreno de la nueva versión de La bella y la bestia, la crítica ha ensalzado el empoderamiento del papel femenino, que esta vez protagoniza una Emma Watson sobrada de carácter y despegada de la cursilería de las princesas rosa. Aunque otros se preguntan por qué la cinta no se ha atrevido a revisar la cada vez más borrosa frontera entre lo humano y lo animal, esa construcción cultural de la percepción humana que se impone sobre otras condiciones de ser. Y es que los animales ya no son lo que eran. En Holanda, por ejemplo, donde hay censados 17 millones de ciudadanos y más de 33 millones de animales de compañía, el Colegio de Veterinarios está presionando al Gobierno para imponer un seguro médico obligatorio para las mascotas. En Suiza, con una de las legislaciones más completas en materia de protección animal, estos tienen derecho a un abogado. Y en la siempre inesperada Canadá, una sentencia de la Corte Suprema dictaminó que las prácticas sexuales zoófilas son legales, siempre y cuando los animales no sean penetrados y no sufran ningún tipo de daño.
Enfoquemos el asunto desde otro punto de vista: en EE.UU. el comercio relacionado con los animales de compañía corrobora la tendencia a humanizarlos. En el 2015 el sector facturó más de 100.000 millones de euros en EE.UU., Europa y Japón. Ropa y joyas para perros, spas y hoteles para gatos, juguetes para hurones, e incluso ritos funerarios y cementerios. No es ni un fenómeno nuevo, pero crece la intensidad con la que las mascotas se apropian de un espacio que antes les estaba vedado. Un tercio de los españoles considera a su perro, su gato o su tortuga más importante que sus amigos. Ya viajan en metro, pronto se sentarán en los restaurantes y puede que acaben impartiendo clases de fidelidad incondicional, ese bien tan escaso en el mundo de los humanos. ¡Cómo sus dueños no van a tratar de “amorcito” a esas criaturas!
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5 de abril de 2017
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Palabras sabrosas

La prosa gastronómica ha encontrado su nicho –palabra que ha escapado de los cementerios para instalarse en los negocios– y su envoltorio semántico ha cruzado la puerta del restaurante, reflejando la centralidad que hoy ocupa el universo gourmet. En los años noventa empezó a fraguarse el discurso sensorial del paladar, aunque entonces pocos intuían que la comida sería la auténtica droga del siglo XXI. No sólo eso, Jeff Gordinier, periodista especializado en la materia, ha razonado que “el placer definitorio de los años 60 fue la música. Hasta cierto punto, el de los 70, el cine. Hoy, la búsqueda que define nuestro tiempo tiene que ver con la comida”. Tanto que el vocabulario de la alta cocina se viene colando –¿o debería haber escrito infusionando?– en el habla cotidiana, aunque la sencillez de antaño se ha revestido de una sofisticación, digamos, “desglasada”, “deconstruida”, “saborizada” con coulis o espumas a base de hidrógeno líquido, que hace felices a los comensales.
Sólo a esa luz, la que dan los fogones de los realities televisivos, los blogs especializados y los talleres para amasar tu propio pan o fabricar cerveza casera, puede entenderse que las estrellas de la comunicación culinaria en Estados Unidos cobren 6.000 dólares por un solo artículo, cuando, con suerte, un redactor freelance recibe en nuestro país 150 euros por página. Esa sobrevaloración indica el espacio que hoy ocupa la gastronomía sofisticada, que por cierto –y a diferencia de la moda o la cosmética– no se considera frívola ni efímera.
Este mes visitó nuestro país Stephanie Danler, la treintañera californiana autora de Dulceagrio (Malpaso), un best seller que narra la iniciación de un joven a la vida adulta en un exclusivo restaurante de Manhattan. Ella, camarera durante 16 años y foodie militante, que tras el éxito de su ópera prima ha firmado un contrato millonario para sus próximos libros, explicaba la paradoja que subyace en cualquier neobistrot de moda con lista de espera: “En un espacio reducido y durante la misma noche se reúnen, en los dos extremos, clientes dispuestos a pagar 500 dólares por una botella de vino y friegaplatos sin papeles que tienen cuatro trabajos para sobrevivir; una microsociedad”.
Ello me hizo pensar en el poema de Emilio Martín Vargas, un poeta de Valencia que se gana la vida como camarero. Una noche, se le cayó de las manos una botella de Pingus al servirla: imposible desperdiciar ese “reguero purpúreo de novecientos treinta y seis euros” que le tintó la punta de los zapatos con aristocrática humedad, proporcionándole material para sus versos y erigiéndose a la vez en un goloso símbolo de la lucha de clases.
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29 de marzo de 2017
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‘Gent gran’

Aguardo con delicia las Notas de edición que me manda este periódico, no solo por curiosidad filológica sino porque al actualizar el lenguaje, también se clarifican las brazadas del mundo. Si se nos alerta del abuso de palabras como ‘millennials’, ‘prémium’ o ‘intensificar’, que se han enganchado igual que lapas a nuestro discurso, hay que asumir que su acomodo es un síntoma del espíritu de franquiciado que nos acecha. Que te subrayen el matiz entre gestación subrogada y maternidad subrogada (que correspondería a la crianza) es un claro indicativo de las mudas que adquiere la actualidad. Las antiguamente llamadas “normas de estilo” capturan en tiempo real el habla mediática y/o popular, y asimismo son un espejo de las nuevas necesidades expresivas. De ‘Brexit’ a ‘perro rabioso’, o el sustantivo compacto y normativo de ‘sintecho’, el lenguaje brota de la urgencia del vivir o de la ocurrencia pegadiza –por ejemplo, mileurista–, y una vez reflexionado por sus técnicos, toma una voz entre otras: a poder ser la más honesta, y por tanto la más exacta. La más correcta, aunque lo políticamente correcto amenace al propio lenguaje.
 
Entre estos correos, me llamó especialmente la atención el que se refería al uso de la palabra anciano. Decía así: “Anciano: alerta con esta palabra, si no se trata de una persona de edad avanzada (más de 80) y con las facultades disminuidas: cuarta edad. Siempre es más elegante hablar de ESP: jubilado, persona mayor, tercera edad, una mujer de 75 años. CAT: jubilat, gent gran, tercera edat, una dona de 75 anys, un avi…”. Lo primero que pensé es que como puede diferir tanto el peso de la palabra “abuelo” para referirse a una persona mayor (y además, casi siempre a gritos) de la catalana  “avi”, que evoca las habaneras y el fuego de leña. Pero en seguida centré el asunto: cuán chocante sería llamarle hoy anciano a Mario Vargas Llosa o anciana a Sofia Loren, y con que prisa nombramos así a aquellos que no tienen foto ni caché, tan solo edad.
 
Las personas mayores son acaso el grupo más invisible de nuestra sociedad, que en cambio envejece sin freno, a punto de convertirse en una gerontocracia. No todos son buenos, pero muchos de ellos siguen ávidos de experiencias. Atesoran la eternidad del momento. Se ríen con mayor facilidad que los jóvenes vetustos, también son más desinhibidos, te miran a los ojos, y no amagan el sentimiento. Su opinión siempre contiene un ángulo, igual que un calzador que facilitara el encaje de las ideas, aunque se repitan. ¿Quien no lo hace? Detesto que se les utilice para hacer chistes, para reírse de su lentitud o su desapego al presente, porque me gusta escuchar a los viejos livianos de chaqueta de punto con coderas, o a las octogenarias que calzan deportivas y se pintan los labios. Su lúcida testarudez escapa a cualquier etiqueta. Tienen años, sí, pero no son ancianos.
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27 de marzo de 2017
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El Loewe da de comer

El brote primaveral ha despertado a los jazmines. Pero ha sido un espejismo, un regalo frugal; en menos de veinticuatro horas pasamos del sol de verano a la nieva navideña . En las calles y en la radio se habla del tiempo, además de la contienda fratricida socialista y de los meapilas de derechas, que es como se denomina aquí a los píos devotos que quieren poner de moda la misa. Se trata de una expresión muy castiza que antaño designaba a los santurrones que de tanto persignarse con agua bendita creían que la orinarían. La nueva generación toma impulso en las redes sociales, protestando por la posible eliminación de la misa televisada de La 2. La capitanea Tamara Falcó, secundada por su hermano Duarte –ese nombre tan castellano, como Lope o Mencía, que parecen apellidos–. El pasado miércoles me encontré a los padres de Tamara, por separado, por supuesto. Su madre, Isabel Preysler, es una agnóstica confesa que ha sucumbido a la espiritualidad y carnalidad literaria. De nuevo vive asediada por los paparazzi, que quieren fotos de ella y ‘el Nobel’: así le llaman a Vargas Llosa sus íntimas. El padre de Tamara, el Marqués de Griñón, fue uno de los últimos invitados en llegar al Palace, donde se celebró Premio Loewe de Poesía, uno de los saraos que solo se puede entender en Madrid. ¿Qué hacen en un mismo salón Jaime de Marichalar, Soledad Puértolas, Modesto Lomba, Laura García Lorca, Marta Robles, María Pagés o el Marqués de Griñón? Le pregunto al marqués y a su joven pareja, Esther Doña, qué poema han leído últimamente: “el que me ha escrito Carlos”, dice ella melosa. Sigo interrogando a los asistentes sobre sus poetas de cabecera, sin demasiada fortuna, hasta que me cruzo con Laura Ponte, modelo, diseñadora, ex emparentada con la realeza y ahora novia de un poeta. “Mi preferido es Pedro Letai, sin duda”. Con su chico –en Madrid se dice así, tengas treinta u ochenta años– va a cursos de poesía y recitales. “Leo a Alfonsina Stoni y me he atragantado de Alejandra Pizarnik, tan poderosa”. Ponte explica que no se había acercado antes a la poesía por pudor, al considerarla un arte elevado. “y de repente ha descubierto que es mucho más modesta que altiva”.
Jaime de Marichalar, en cambio, siempre igual de cuidadoso con la prensa como caústico con sus amigas de la alta sociedad, me dice que la poesía “me aburre que me mata”, que es muy cursi, pero que no lo ponga. Y acaba hablando del independentismo catalán con tan mala cara que refugio en mi mesa, una de las mejores del comedor, con el ‘puto amo’ y editor del premio, Chus Visor, además de Pepe Caballero Bonald y su esposa, Pepa Ramis. Hablamos de la gauche divine versus la izquierda antifranquista madrileña, que también tenía su Bocaccio, aparte del Oliver y del Whisky Jazz. “Pero aquí no se hicieron las fiestas de Barcelona, nos faltaba su decoración”. Me confundo con Juan Van Halen y le pregunto si es ecologista: “yo siempre del PP, hija” responde con cierta melancolía.
Enrique Loewe inventó el Premio hace treinta años y hoy es el mejor dotado de España: 25.000 euros para el ganador, que este año ha sido para el gaditano melómano José Ramón Ripoll. Me cuenta Javier Rioyo –historia viva de la literatura de bare-, que Ripoll pudo vivir gracias a los dineritos que le dieron sus letras para Joaquín Sabina, y tararea “macarra de ceñido pantalón”…Los poetas malviven. Por ello el lujo les parece un regalo de Dios. Del Dios amor y no castigo, del que te acerca un paraíso que no agoniza. “Quisimos acercarnos a la belleza a través del premio, un gran beneficio para Loewe: nos hacía sentir un poco más buenos y más importantes” discurseó el patriarca, acompañado por la presidenta de la Fundación Loewe, su hija Sheila. Ejerció de maestro de ceremonias, Víctor Rodríguez Núñez, (ganador de la pasada edición) que presentó al ganador del Premio a la creación novel, el también cubano Sergio García Zamora con “El frío de vivir”. “Descorteza el poema y hace una poesía abierta al mundo pero no colonizada” dijo del joven poeta que dió las gracias a Loeue”. Las primeras deliberaciones del jurado: Brines, Colinas, Caballero Bonald , tenían lugar en el Lhardy . Entonces presidía el jurado Octavio Paz, que anteponía el cocido a los versos. Este es el único premio de poesía donde te despiden con un regalo de lujo: poetas, periodistas y marqueses salimos comidos del Palace con un pedazo de fular y dos libros.
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27 de marzo de 2017
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Días sin hombres

Duró años aquello: si en los títulos de crédito no aparecían nombres de mujeres, apagábamos la tele, porque desdeñábamos aquellas películas de aventuras o de ciencia ficción que no contemplaban una relación entre un personaje masculino y otro femenino, preferiblemente una historia de amor, del tipo que fuera. El amor que traspasa la pantalla y nos pone la piel de gallina. El amor que espera, el que sangra. El gran amor que se pierde en una curva de carretera. Incluso en lo que Hollywood denominó Women’s pictures, como la clásica Mujercitas, aparecía algún hombre, aparte del padre de turno. La palabra mixto se agitaba en todo tipo de cocteleras.
Si entonces alguien nos hubiera dicho a nosotras, que aún creíamos en el príncipe azul –e ignorábamos las sucesivas frustraciones que nos supondría perseguir un ideal en verdad tan pordiosero–, que llegarían días sin hombres, hubiéramos peleado contra Goliat y las fuerzas del viento; nos hubiéramos doblegado, heroínas románticas, ante el fatum insípido que nos anunciaba el canto de la Sibila. Días sin caricias en el pelo, ni un abrazo fuerte y cuadrado, sin una mirada capaz de encender las emisoras del cuerpo. El problema es que confundíamos el amor con su ducha química que nos colocaba la endorfina tras la oreja, igual que un clavel. El enamoramiento es suspense y grandeza, todo se empequeñece, el sueño es corto y el mundo te ofrece continuas señales de tu enamo­rado. Suele durar un año y medio en el mejor de los casos, algunos dicen que tres. Luego se sustituye por la unidad familiar o por una estrecha camaradería con momentos eróticos, también en el mejor de los casos. Y una gran parte de las relaciones entre el personaje mas­culino y femenino pierde el guión, y las rutinas pudren lo poco que queda de aquel ardor.
Una vez divorciados, los hombres españoles vuelven a casarse más, y más rápido, que las mujeres. Por otro lado, ellas son más longevas, y por tanto viven más años de viudez, en soledad. Han acabado por enroscarse en ella igual que un gato. La administran con soltura. Algunas tienen amigos, pero se niegan a cocinarles y cederles cajones en el armario. También las hay solteras, las que dicen que “el mercado está fatal”. Sustituyen la falta de varones en su vida por una hermandad de amigas cuyos goces a menudo son extraordinarios, incomparables no con la idea del amor, sino con sus migas. Y por supuesto están los hijos: las madres suelen estar demasiado entretenidas, y colmadas de cariño, excepto cuando se enfría la almohada. Pero, con todo, se dicen que no se trata más que de un instante esquivo, pelusilla comparada con las horas de calma caribeña que suponen unos días sin hombres.
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22 de marzo de 2017
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Envilecimientos

Hace veinte años le pregunté al niño Alejandro, a punto de celebrar su primera comunión, qué quería ser de mayor. No dudó ni un segundo.“Quiero ser famoso”, afirmó. Le reímos la gracia aunque tal vez deberíamos haberla llorado. Aquel chavalín ya había recibido su primer mandato social: destacar, ser notorio, pisar cinco centímetros por encima de los otros. Su ser famoso no tenía nada que ver con el afán de posteridad, el que puede sentir el artesano al pulir un metal que lo sobrevivirá. Era símbolo de estatus y distinción. Entonces el altavoz de la tele amplificó el fenómeno y los chulitos del patio empezaron a gobernar el mundo. Hace pocos días me reencontré con Alejandro, hoy un profesional de éxito, y le recordé su chocante deseo. “Pues continúo queriendo lo mismo”, me dijo entre risas: “Quiero que me den mesa en todos los restaurantes”.
El privilegio, muy erróneamente, suele ser un indicador del éxito. En verdad debe ser fatigoso que te den mesa en todos los restaurantes en lugar de conquistar tu propia mesa. Pasar de ser objeto en lugar del sujeto de la escena. Así de claro lo refleja Lauren Greenfield –una de las 15 mejores fotógrafas del mundo según American Photo– en su último proyecto, Generation Wealth (que podría traducirse como generación de la prosperidad, y lo publica en mayo la editorial Phaidon). Se trata de una crónica de la incansable búsqueda de dinero, posición y fama en el siglo XXI, y su autora nos propone un auténtico walk on the wild side por la brecha de la ambición, mayor que cualquier falla sísmica en un mundo en el que los ocho hombres más ricos del planeta acumulan más que la mitad de pobres: 3.500 millones de personas. Las imágenes flanquean las puertas de la casa de un oligarca ruso cuya biblioteca alberga cientos de copias de un único libro, o las del quirófano de una clínica estética brasileña, donde la delgadez, la rotundidad y la juventud suman ceros agonizantes. Una imagen entre todas ellas, elegida una de las fotos del año por la revista Time en el 2007, produce ahogo. Se titula Versace, y en ella aparecen tres mujeres –descabezadas, enjoyadas y con pechos redondeados– que esgrimen otros tantos bolsos dorados de la marca italiana, como quien blande un salvoconducto en una frontera comprometida. La fotógrafa no juzga importantes sus rostros. Encuadra al sujeto: los bolsos que las llevan, y no al revés.
En el libro se escruta la otra cara de la fama: la de familias abrumadas por deudas inabarcables pero que, aún y así, siguen hipnotizadas por el círculo del lujo. Voltaire, que se hizo rico al descubrir un sistema infalible para ganar a la lotería (amasando alrededor de 7,5 millones de francos de la época), supo marcar otra barrera: “Quienes creen que el dinero lo consigue todo, terminan haciendo todo por dinero”. Esa costumbre que acaba por convertir prosperidad en envilecimiento.
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20 de marzo de 2017
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Funeral a la irlandesa

No hay puente más directo en Madrid que el que une a la corte de aristócratas venidos a menos con el desmelene. En su pasarela no cabe la burguesía insípida: se requiere colorido. Reluce el mismo deje de anarquía en las poses de las señoronas del barrio de Salamanca que en los gays sartorialistas que amaneran el estilo Saville Row. Nacieron para imitar a las damas enjoyadas cuando levantan la copa de whisky sour en Embassy. Teatralmente. En honor a Epicuro. Ambos grupos, el de las doñas con cardados monumentales y el de los barbudos hipsters ataviados con tweeds se han “movilizado” con manifiesto, firmas y elegantes protestas, ante el anuncio de cierre del salón de té más histórico de la capital.
 
Embassy es mucho más que un local pijo-madrileño. No solo por el estilo que le ha imprimido al pulmón de la ciudad (el eje Castellana-Colón) sirviendo deliciosos sandwiches de berros –es único su pan de molde esponjoso y a vez la consistente– con una amabilidad relajada, bien ajena al ruido de la vida, sino porque forma parte de la historia íntima de la ciudad. El local fue abierto, hace 86 años, por la irlandesa Margaret Kearney Taylor, que trasplantó a suelo hispánico el 5 o’clock tea. Divorciada, rica, rebelada contra el estigma que penalizaba a las mujeres solas. En aquel tiempo, a las señoras les estaba prohibida la entrada a los cafés, ese epicentro de la conversación y el pensamiento que hallaba acomodo en las mesas de mármol y las baldosas de damero. Ellas tenían que conformarse con merendar en unas salas del Ritz o el Palace o jugar al bridge o al whist en casa. La gran Margaret rompió la norma bajo la coartada de “salón de té”. Allí reunió a sus contactos VIP, entre ellos Federica de Grecia o la familia Stroganoff . Enseguida sedujo a la jet set madrileña y al artisteo, que iba a tomar sus propias mezclas de té y sus scones, inéditos en la capital, y se sumaron los diplomáticos de las embajadas cercanas. Durante la Segunda Guerra Mundial, los espías alemanes degustaban el excelente cóctel de champán al lado de los británicos. Todos conspiraban mientras se miraban de reojo. El local fue un centro de operaciones clave en la huida de miles de judíos y agentes aliados de la Alemania nazi. Su masa de clientes ha sido tan dinámica y variopinta como la ciudad: desde Vizcaíno Casas, Alfonso Ussía o Miguel de la Cuadra-Salcedo, que no faltaba un solo día, a Elena Ochoa y Sir Norman Foster, vecinos del barrio, Leopoldo Calvo-Sotelo, Elena Salgado o Albert Boadella. Y todo el showbussines, incluidos los toreros. Mención a parte merece Juan Carlos I, uno de sus más fieles. A la tarta de merengue y frambuesa que se sirvió en la boda de la Infanta Elena se la ha acabado llamando “la infantina”.
 
“¡Nos cierran el Embassy!” se lamentaba la clientela fija el pasado miércoles, en su quedada para  “un té fraternal” en honor a la casa, pero los cócteles de champán corrían con dicha festiva. “Embasí” lo pronuncian, porque en esa ‘i’ aguda, como la de Chamberí o Potosí, reside parte de la identidad gatuna.  Se juntaron las de “de toda la vida” y celebrities como Carmen Lomana y Josie, Cósima Ramírez Ruiz de la Prada, con su madrina Piluca, María Fitz James, Fiona Ferrer, Teresa Sapey o Luis Alberto de Cuenca, uno de los redactores del manifiesto en que se reivindican los Santos Lugares de Madrid, y que deplora la pérdida de lugares con significado, relieve y memoria: las pañerías catalanas de Atocha, el Príncipe de Viana o Helen’s. Pero los firmantes también miran adelante: “todavía existen bares en Madrid donde nadie nos llamara ‘chico’, restaurantes en los que no es obligatorio el pez mantenquilla”. Josie, estilista televisivo y uno de los promotores del evento, aseguraba que “nos ha faltado un Errejón que lo organizará. Somos burgueses hasta en la falta de un micro para hablar”. Y añadía: “¿Dónde se puede tomar un café tan elegante por dos euros? Todo el mundo puede pagarse un café en Embassy”. 
Un libro de firmas como los de condolencias en los velatorios corría de mano en mano entre los asistentes. Emoticones llorosos y epitafios secos. El tono de las entradas era solemne y a la vez achispado, un funeral a la irlandesa. Aunque también un réquiem a esas paredes tapizadas de historias donde han comulgado los extremos con tolerancia y cortesía durante las tardes achampañadas. 
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19 de marzo de 2017
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Chiquilladas

“Antes no lo llamaban bullying. Se metían contigo y punto. Tardé en contarlo, pero me marcó mucho”. Quien habla así es un miembro de mi familia. Nunca había escuchado su relato tan detallado. Sus recuerdos se desbocan porque mi hija nos ha cantado el rap del Langui –“Valiente no es ser un chivato, valiente es posicionarse con el humillado”– y explica que ya han dedicado varias clases a hablar del acoso escolar. Tras los suicidios de algunos alumnos, la sensibilidad social se ha desparramado, activándose medidas de prevención en los centros. Pero el nudo más negro del asunto sigue alojado en el silencio. Algo más de un 30% de las víctimas no se lo cuentan a sus padres. El terror paraliza y duele.
Han pasado cuarenta años desde que a Lucía le tiraban piedras. “M’empaitaven”. Se burlaban de ella, le hacían el vacío en el patio, nadie con quien jugar. Un día habló en casa: “No quiero ser la mejor, quiero tener amigas”. La madre se esforzó con las otras madres. Cosas de críos, murmuraban, mirando al cielo con su dignidad perfumada. La pobre niña bonita y simpática, con coletas y flequillo, atlética y frágil, vivía encogida. Perdió la ilusión por los papeles de protagonista, de Pippi Calzaslargas o Heidi. También abdicó de su corona sobre patines y no volvió a interpretar su delicada muerte del cisne. De la misma forma que los asesinatos de mujeres por sus parejas se consideraban crímenes pasionales, aquello eran chiquilladas. Años después, un chico de la pandilla, ya peinando canas, le dijo: “Me acuerdo bien de lo que tuviste que pasar”. Que alguien se lo admitiera, no importaba que hubieran pasado tantos años, cauterizó la herida. Aunque no sé si puede cerrarse del todo. Que tus iguales te roben un trozo de infancia a golpes debe de producir una conmoción eterna. El fantasma de “todos contra una” la inhibió. Evitó los grupos de amigos. “Aquello me quitó avidez, ambición”. Aun así, Lucía salió adelante, infinitamente mejor que sus acosadoras.
Leo historias de chavales que se mareaban al entrar en clase de natación. “¡Gordo!”, “¡ballena!”, esas cosas que dicen los angelitos para fortalecerse en el grupo a cuenta de machacar al más vulnerable. O al diferente. En muchos colegios, a los alumnos con mayor prestigio en el aula se les llama populares. Todos quieren forman parte de su séquito. A veces actúan como jefes de la banda y reproducen la hegemonía de poder que ya han olfateado del mundo adulto.
Han pasado cuarenta años desde que a Lucía le tiraban piedras. Hoy, el empeño de educadores y familias ha logrado que se implementen con rotundidad mecanismos de protección, además de acabar con la tolerancia de tantas presuntas “chiquilladas”.
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15 de marzo de 2017
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Mentes originales

Hubo un tiempo en que se utilizaba mucho la palabra original. Lo era todo aquello que resultaba chocante, provocador e incluso incomprensible. La gente de más edad con ganas de seguir en el mundo se asombraba ante lo nuevo y asentía complaciente: “Mira, ¡qué original!”. Hasta que la iconoclastia juvenil y la audacia de los punta de lanza perdieron fuelle. El mundo se había cansado de sus propias performances, o mejor dicho, las asumía como actos sociales. No sólo el gusto, también las exigencias del mercado se transformaron y empezó a valorarse otra condición: la frescura. Y así, “lo fresco” sustituyó a “lo original” con una aquiescencia entre friki y naif que se disfraza de autenticidad. Tanto es así que los exploradores del abismo hoy se sienten más solos que nunca.
“No existe la originalidad, todo es transmisión y repetición desde el origen de los tiempos”, anunciaba Enrique Vila-Matas en la presentación madrileña de su libro más original: Mac y su contratiempo (Seix Barral). Hubo overbooking en La Central de Callao. La ocasión se merecía un teatro. Matas es un corresponsal en fuga: allí donde va toma el territorio, se ríe serio y recuerda que la inteligencia sirve para divertirse. También afirma que la actualidad no hace más que repetirse, que las noticias siempre parecen las de ayer y que el género de la novela ha caducado. Resulta curioso que la identidad asexuada, el movimiento agender, sea cada vez más aceptado socialmente, mientras se perpetúan los debates acerca de las etiquetas de los géneros literarios clásicos. Vila-Matas, uno de los escritores que ha derribado muros entre ficción y autobiografía, es precisamente quien afirma que la originalidad es una quimera. Todos somos repetidores, modificadores, contamos una y otra vez la misma historia, asegura para introducir al personaje central de la novela, dedicado a reescribir un libro.
Goethe supo ver que “la originalidad no consiste en decir cosas nuevas, sino en decirlas como si nunca hubiesen sido dichas por otro”. No es original el artefacto sino la manera de armarlo o mirarlo. Aunque una aspiración tan humana no podría entenderse sin la amenaza del tedio. Los loros funestos, que se esconden en el lugar común y la palabrería, le niegan la sal a la vida.
Vila-Matas evocó a Petronio, que se suicidó por no poder aguantar más que Nerón le recitara otro poema. “Tener que soportar por largos años tu canto que me destroza los oídos, (...) escuchar tu música, oírte declamar versos que no son tuyos, desdichado poetastro de suburbio, son cosas verdaderamente superiores a mis fuerzas y a mi paciencia, y han acabado por inspirarme el irresistible deseo de morir”, le escribió su otrora favorito en una carta.
Qué buena manera de concluir el acto, pensé, pero Vila-Matas, como se exigen los repetidores originales, traía preparados varios buenos finales.
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13 de marzo de 2017
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El Boomeran(g)
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