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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Cápsulas de tiempo

Es domingo por la tarde, que más allá de una circunstancia es un estado de ánimo, y el vagón de tren permanece en silencio. Los pasajeros cabecean, el cuello doblado, las piernas estiradas. Una mujer de cejas diseñadas a la moda lee La ignorancia, de Milan Kundera, y pasa las páginas igual que si fueran de cristal. Dos hombres miran su pantalla y se sostienen la frente con la mano, como si pensaran mucho. Definitivamente, esta vez me ha tocado un vagón educado. El protocolo es el de siempre: indicadores rojos de las salidas, veintidós grados de temperatura, el líquido azul del inodoro que brota con ira. Porque el viajero frecuente conoce de memoria todas las rutinas, y, además, le gusta que no le sorprendan, a diferencia del turista que requiere el sobresalto para avivar el sentido del trayecto.
Aunque en lugar de viajar nos traslademos, movernos de lugar significa la pérdida de control. Asumes la contradicción y el imprevisto, te dices que son estados transitorios, incluso alteras la noción del tiempo y soportas servidumbres: las horas de espera, incapaces de servir para algo que no sea esperar. En los aeropuertos se suman las horas de tránsito en las que el viajero se convierte en un peón de ajedrez bamboleado de aquí a allá.
Dicen que viajar nos cambia. Pero no a todos. Cuando arañamos cinco días de fiesta, provocamos un movimiento. Quedarnos siempre en el mismo punto nos convierte en bicicletas estáticas, o al menos eso sentimos. Por ello, planear un viaje resulta una experiencia tan prometedora. Sacia, aunque transitoriamente, el hambre de variedad. Promete satisfacción, una cama enorme, un espejo de hotel en el que nos miraremos con mayor impunidad que en el de casa, igual que si fuéramos extraños. Al viajar adquirimos una ligereza que se nos hace esquiva en la vida sedentaria. El eje de coordenadas espacio-tiempo sobre el que está inscrita nuestra vida se desacompasa. Cuanto mayor es el movimiento, más lento parece correr el tiempo. Einstein ya describió el efecto de “dilatación del tiempo”, al que tantas vueltas le diera la ciencia hasta que, hace unos pocos años, un grupo de físicos del Instituto Max Planck de Óptica Cuántica de Garching (Alemania) verificó su predicción de la teoría espacial de la relatividad con una precisión sin precedentes. Los experimentos en un acelerador de partículas confirmaron que el tiempo se mueve más lento en un reloj en movimiento que en otro fijo.
Al viajar, a veces se produce una ralentización íntima, espiritual. Y me gusta pensar que es una rebelión secreta aunque común a aquellos males sordos, insistentes y tolerables, que nos someten y nos minan. El viaje entendido como una cápsula de tiempo.
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12 de abril de 2017
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Mi amiga Carme

Carme Chacón vivió siempre como si no tuviera el corazón al revés. Estaba hecha de esa pasta que sella el coraje con sentimiento y la disciplina con entusiasmo. No lo tuvo fácil. Luchó, y mucho. Sacó pecho nada más nacer. Trece médicos asistieron su parto. Los primeros días ni le pusieron nombre, pero sobrevivió.
La llamaron Carme. Un médico, el Dr. Petit, daría años más tarde con el diagnóstico: bloqueo aurículo-ventricular completo y transposición de grandes vasos. Un corazón al revés.
Desafió esa espada de Damocles. No se crio como una enferma, todo lo contrario. De joven, era muy buena en baloncesto, pero un día se desmayó en la cancha y Esther, su madre dijo “Prou!”. Los libros se convirtieron en su nueva cesta. En las aulas fue brillante, a ambos lados del pupitre. Y nunca una descastada: se sabía el nombre del último camarero. En el barquito de los padres la llamaban “Soraya” cuando se tumbaba al sol con un libro.
Era una amiga leal. Si alguna vez le decías que habías tenido un bajón se enfadaba: ¿por qué no me llamaste? Los primeros años, en Madrid, nos resguardamos. Recuerdo una noche en la que quedamos a cenar y se lo adiviné en la luz: “Estás embarazada”. Aún era un secreto. Miquel fue otro regalo del coraje. Su amor redondo. Ni se acordó de su corazón al desear ser madre.
En un viaje en el que me sumé al grupo de periodistas, las Navidades del 2008, en las bases militares de Herat, me asombró su seguridad al ejercer de jefa suprema; decía las cosas más duras en un tono de madera. Tengo muchos cuadernos escritos sobre su vida. Un libro a medio hacer. Entrevistas con su familia, sus profesores, sus médicos, sus compañeros de partido, sus amigas… Pero surgieron las suspicacias. Las guerras internas. Que si acusarían al libro de ser una campaña de autopromoción. Las cruces del oficio, contra las que siempre tuvo que bregar: ser mujer, joven, charnega, y durante nueve meses estar al mando de Defensa, embarazada.
Carme, tu esmoquin en la Pascua Militar; la botella de cava en el congelador; los libros de Koch y Bolaño; las tardes de parque en Santa Ana con los niños, la plastilina y la carpeta con el discurso; tu fe intacta que, a pesar de hidras y dinosaurios, del betún de la política, te hizo una mujer con una sonrisa grande, como tu corazón, que nunca nos pareció herido. Hace menos de treinta días, generosa como siempre, me acompañaste de nuevo en un sarao. Llevabas el sol en la mirada. Ahora mismo, amiga, la idea de no volverte a ver se me hace insoportable.
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10 de abril de 2017
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Influencers, it girls y corazones rotos

Hubo un tiempo en que la construcción de la personalidad pasaba por la autonomía y la independencia de ideas. Los influenciables eran los débiles, seres volubles que copiaban a los más decididos, quienes ejercían el magnetismo suficiente para robar el alma de los diletantes. Entonces, el estilo consistía en una cuestión de blancos y negros, y el éxito –a pesar del factor azar- acostumbraba a ser proporcional al esfuerzo o la pericia.
Hoy, en cambio, no hay fiesta, inauguración, estreno o premios que se precien en que un puñado de influencers no estén invitados. Forman parte de esa happy few 3.0 que se gana la vida subiendo fotos a Instagram y a golpe de likes, y que cobran una media de 3000 euros por post. Se les define como personajes que influyen sobre ciertas decisiones comerciales a sus Ks (miles de seguidores). Chavales con el pelo morado, piercings en la ceja y lengua tatuada, son capaces de influir en la opinión de millones de personas. “Lo que buscamos es que generen conversación, creen contenido original y consigan un enganche de la comunidad con la marca”, aseguran los gabinetes de comunicación, que empiezan a  acusar cansancio de esta fauna que posa con audacia abriendo los ojos y la boca y por encima de todo, aún se siente inmortal.
El influencer es capaz de hacer que las personas pasen a la acción movilizando uno de los impulsos más primarios y asentados del ser humano: la imitación. Ellos son su propia empresa. No importa la cultura, ni la lectura, ni la formación. Se inventan un lenguaje propio que suele expulsar la ortografía y la concordancia: “Qué guayez”, dice Miranda Makaroff, a quien conozco de niña –hija de Lydia Delgado y Sergio Makaroff-  y hoy  una las influencers más avispadas que ha sido capaz de convertirse en personaje sin salir de ella misma. Lo escribía James Salter: “cuando más claro ve uno el mundo, tanto más obligado está a fingir que no existe”.
Dulceida (3500 euros por subir una foto en sus redes), Pelayo, Gala González , Blanca Miró o Brianda Fitz-James Stuart se han erigido como las nuevas estrellas del photocall  y ganan más dinero que cualquiera de nosotros por respirar capitaneados por el fotógrafo Gerard Estadella. “Lo petan”, aseguran sus colegas. Su viralidad, tan desacomplejada, da tratamiento de obras de arte a sus selfies. Las marcas de lujo los buscan obsesivamente para entrar en las cuevas de la llamada Generación Z. Mediante la estrategia advertorialista, quieren ganar en credibilidad y cercanía. Lo que hasta hace poco era una práctica de marketing experimental, ha acabado por transformarse en una mini-economía voraz. Los holdings de lujo, en EUU, invierten más de 255 millones de dólares mensuales regalando prendas y pagando por conseguir mensajes patrocinados en Instagram, mientras que los supervivientes analógicos anuncian que al fenómeno le quedan cinco días: nombres que pasarán de la celebridad warholiana a la nada.
El pasado lunes, se hizo un momento de silencio en el todo Madrid: los teléfonos inteligentes paralizaron el aperitivo de mediodía: la primera it girl´ patria, hija de la factoría Hola!, dueña de más de un millón y medio de seguidores en Instagram y modelo de la vida radiografiada las 24 horas, anunciaba su separación. La pareja Echevarría-Bustamante fue pionera en utilizar las redes para dejarse admirar e influenciar. Durante doce años dieron fe, casi a diario, de su amor : piscinas, bolsos nuevos, cenas con Ios Carbonero-Casillas, clases de gimnasia… Paula incluso logró que  su entrenador se hiciera famosillo y publicara un libro en Planeta. Paula Echevarría ha sido una criatura mimada por las marcas y los medios del cuché: la asturiana de clase media que se hizo famosa gracias a su boda con un triunfito, ha representado a la burguesa pizpireta y almidonada. Ahora, cuando todo se desvanece, la bloguera y reina de Instagram se sorprende del acoso de los paparazzis. Mientras presentaba su último perfume (barato), Sensuelle, calificó su momento de “caótico”, un adjetivo muy de influencer para definir el desamor en tiempos de followers.  
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8 de abril de 2017
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Amores bestiales

Uno de los encantos de la factoría Disney ha sido su maestría a la hora de hacer hablar a los animales. La marginación del patito feo, el dolor por la muerte de la madre de Bambi o la profunda soledad de la Bestia han proporcionado, además de un animado marco moral, una muestra del poder transformador de la empatía. Fábulas con moraleja que han perpetuado los papeles de hombres y mujeres, y han propagado una idea del amor más propia de la ciencia ficción que de la realidad, hoy pretenden ser reescritas. Pero por mucho que blanqueen sus estereotipos prejuiciosos, la actualización del cuento de hadas sigue bra­ceando a la desesperada en su intento de poner al día los clásicos, quitarles moralina y querer convertir a Caperucita en feroz y al lobo en un animal maltratado.
A raíz del estreno de la nueva versión de La bella y la bestia, la crítica ha ensalzado el empoderamiento del papel femenino, que esta vez protagoniza una Emma Watson sobrada de carácter y despegada de la cursilería de las princesas rosa. Aunque otros se preguntan por qué la cinta no se ha atrevido a revisar la cada vez más borrosa frontera entre lo humano y lo animal, esa construcción cultural de la percepción humana que se impone sobre otras condiciones de ser. Y es que los animales ya no son lo que eran. En Holanda, por ejemplo, donde hay censados 17 millones de ciudadanos y más de 33 millones de animales de compañía, el Colegio de Veterinarios está presionando al Gobierno para imponer un seguro médico obligatorio para las mascotas. En Suiza, con una de las legislaciones más completas en materia de protección animal, estos tienen derecho a un abogado. Y en la siempre inesperada Canadá, una sentencia de la Corte Suprema dictaminó que las prácticas sexuales zoófilas son legales, siempre y cuando los animales no sean penetrados y no sufran ningún tipo de daño.
Enfoquemos el asunto desde otro punto de vista: en EE.UU. el comercio relacionado con los animales de compañía corrobora la tendencia a humanizarlos. En el 2015 el sector facturó más de 100.000 millones de euros en EE.UU., Europa y Japón. Ropa y joyas para perros, spas y hoteles para gatos, juguetes para hurones, e incluso ritos funerarios y cementerios. No es ni un fenómeno nuevo, pero crece la intensidad con la que las mascotas se apropian de un espacio que antes les estaba vedado. Un tercio de los españoles considera a su perro, su gato o su tortuga más importante que sus amigos. Ya viajan en metro, pronto se sentarán en los restaurantes y puede que acaben impartiendo clases de fidelidad incondicional, ese bien tan escaso en el mundo de los humanos. ¡Cómo sus dueños no van a tratar de “amorcito” a esas criaturas!
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5 de abril de 2017
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Palabras sabrosas

La prosa gastronómica ha encontrado su nicho –palabra que ha escapado de los cementerios para instalarse en los negocios– y su envoltorio semántico ha cruzado la puerta del restaurante, reflejando la centralidad que hoy ocupa el universo gourmet. En los años noventa empezó a fraguarse el discurso sensorial del paladar, aunque entonces pocos intuían que la comida sería la auténtica droga del siglo XXI. No sólo eso, Jeff Gordinier, periodista especializado en la materia, ha razonado que “el placer definitorio de los años 60 fue la música. Hasta cierto punto, el de los 70, el cine. Hoy, la búsqueda que define nuestro tiempo tiene que ver con la comida”. Tanto que el vocabulario de la alta cocina se viene colando –¿o debería haber escrito infusionando?– en el habla cotidiana, aunque la sencillez de antaño se ha revestido de una sofisticación, digamos, “desglasada”, “deconstruida”, “saborizada” con coulis o espumas a base de hidrógeno líquido, que hace felices a los comensales.
Sólo a esa luz, la que dan los fogones de los realities televisivos, los blogs especializados y los talleres para amasar tu propio pan o fabricar cerveza casera, puede entenderse que las estrellas de la comunicación culinaria en Estados Unidos cobren 6.000 dólares por un solo artículo, cuando, con suerte, un redactor freelance recibe en nuestro país 150 euros por página. Esa sobrevaloración indica el espacio que hoy ocupa la gastronomía sofisticada, que por cierto –y a diferencia de la moda o la cosmética– no se considera frívola ni efímera.
Este mes visitó nuestro país Stephanie Danler, la treintañera californiana autora de Dulceagrio (Malpaso), un best seller que narra la iniciación de un joven a la vida adulta en un exclusivo restaurante de Manhattan. Ella, camarera durante 16 años y foodie militante, que tras el éxito de su ópera prima ha firmado un contrato millonario para sus próximos libros, explicaba la paradoja que subyace en cualquier neobistrot de moda con lista de espera: “En un espacio reducido y durante la misma noche se reúnen, en los dos extremos, clientes dispuestos a pagar 500 dólares por una botella de vino y friegaplatos sin papeles que tienen cuatro trabajos para sobrevivir; una microsociedad”.
Ello me hizo pensar en el poema de Emilio Martín Vargas, un poeta de Valencia que se gana la vida como camarero. Una noche, se le cayó de las manos una botella de Pingus al servirla: imposible desperdiciar ese “reguero purpúreo de novecientos treinta y seis euros” que le tintó la punta de los zapatos con aristocrática humedad, proporcionándole material para sus versos y erigiéndose a la vez en un goloso símbolo de la lucha de clases.
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29 de marzo de 2017
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‘Gent gran’

Aguardo con delicia las Notas de edición que me manda este periódico, no solo por curiosidad filológica sino porque al actualizar el lenguaje, también se clarifican las brazadas del mundo. Si se nos alerta del abuso de palabras como ‘millennials’, ‘prémium’ o ‘intensificar’, que se han enganchado igual que lapas a nuestro discurso, hay que asumir que su acomodo es un síntoma del espíritu de franquiciado que nos acecha. Que te subrayen el matiz entre gestación subrogada y maternidad subrogada (que correspondería a la crianza) es un claro indicativo de las mudas que adquiere la actualidad. Las antiguamente llamadas “normas de estilo” capturan en tiempo real el habla mediática y/o popular, y asimismo son un espejo de las nuevas necesidades expresivas. De ‘Brexit’ a ‘perro rabioso’, o el sustantivo compacto y normativo de ‘sintecho’, el lenguaje brota de la urgencia del vivir o de la ocurrencia pegadiza –por ejemplo, mileurista–, y una vez reflexionado por sus técnicos, toma una voz entre otras: a poder ser la más honesta, y por tanto la más exacta. La más correcta, aunque lo políticamente correcto amenace al propio lenguaje.
 
Entre estos correos, me llamó especialmente la atención el que se refería al uso de la palabra anciano. Decía así: “Anciano: alerta con esta palabra, si no se trata de una persona de edad avanzada (más de 80) y con las facultades disminuidas: cuarta edad. Siempre es más elegante hablar de ESP: jubilado, persona mayor, tercera edad, una mujer de 75 años. CAT: jubilat, gent gran, tercera edat, una dona de 75 anys, un avi…”. Lo primero que pensé es que como puede diferir tanto el peso de la palabra “abuelo” para referirse a una persona mayor (y además, casi siempre a gritos) de la catalana  “avi”, que evoca las habaneras y el fuego de leña. Pero en seguida centré el asunto: cuán chocante sería llamarle hoy anciano a Mario Vargas Llosa o anciana a Sofia Loren, y con que prisa nombramos así a aquellos que no tienen foto ni caché, tan solo edad.
 
Las personas mayores son acaso el grupo más invisible de nuestra sociedad, que en cambio envejece sin freno, a punto de convertirse en una gerontocracia. No todos son buenos, pero muchos de ellos siguen ávidos de experiencias. Atesoran la eternidad del momento. Se ríen con mayor facilidad que los jóvenes vetustos, también son más desinhibidos, te miran a los ojos, y no amagan el sentimiento. Su opinión siempre contiene un ángulo, igual que un calzador que facilitara el encaje de las ideas, aunque se repitan. ¿Quien no lo hace? Detesto que se les utilice para hacer chistes, para reírse de su lentitud o su desapego al presente, porque me gusta escuchar a los viejos livianos de chaqueta de punto con coderas, o a las octogenarias que calzan deportivas y se pintan los labios. Su lúcida testarudez escapa a cualquier etiqueta. Tienen años, sí, pero no son ancianos.
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27 de marzo de 2017
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El Loewe da de comer

El brote primaveral ha despertado a los jazmines. Pero ha sido un espejismo, un regalo frugal; en menos de veinticuatro horas pasamos del sol de verano a la nieva navideña . En las calles y en la radio se habla del tiempo, además de la contienda fratricida socialista y de los meapilas de derechas, que es como se denomina aquí a los píos devotos que quieren poner de moda la misa. Se trata de una expresión muy castiza que antaño designaba a los santurrones que de tanto persignarse con agua bendita creían que la orinarían. La nueva generación toma impulso en las redes sociales, protestando por la posible eliminación de la misa televisada de La 2. La capitanea Tamara Falcó, secundada por su hermano Duarte –ese nombre tan castellano, como Lope o Mencía, que parecen apellidos–. El pasado miércoles me encontré a los padres de Tamara, por separado, por supuesto. Su madre, Isabel Preysler, es una agnóstica confesa que ha sucumbido a la espiritualidad y carnalidad literaria. De nuevo vive asediada por los paparazzi, que quieren fotos de ella y ‘el Nobel’: así le llaman a Vargas Llosa sus íntimas. El padre de Tamara, el Marqués de Griñón, fue uno de los últimos invitados en llegar al Palace, donde se celebró Premio Loewe de Poesía, uno de los saraos que solo se puede entender en Madrid. ¿Qué hacen en un mismo salón Jaime de Marichalar, Soledad Puértolas, Modesto Lomba, Laura García Lorca, Marta Robles, María Pagés o el Marqués de Griñón? Le pregunto al marqués y a su joven pareja, Esther Doña, qué poema han leído últimamente: “el que me ha escrito Carlos”, dice ella melosa. Sigo interrogando a los asistentes sobre sus poetas de cabecera, sin demasiada fortuna, hasta que me cruzo con Laura Ponte, modelo, diseñadora, ex emparentada con la realeza y ahora novia de un poeta. “Mi preferido es Pedro Letai, sin duda”. Con su chico –en Madrid se dice así, tengas treinta u ochenta años– va a cursos de poesía y recitales. “Leo a Alfonsina Stoni y me he atragantado de Alejandra Pizarnik, tan poderosa”. Ponte explica que no se había acercado antes a la poesía por pudor, al considerarla un arte elevado. “y de repente ha descubierto que es mucho más modesta que altiva”.
Jaime de Marichalar, en cambio, siempre igual de cuidadoso con la prensa como caústico con sus amigas de la alta sociedad, me dice que la poesía “me aburre que me mata”, que es muy cursi, pero que no lo ponga. Y acaba hablando del independentismo catalán con tan mala cara que refugio en mi mesa, una de las mejores del comedor, con el ‘puto amo’ y editor del premio, Chus Visor, además de Pepe Caballero Bonald y su esposa, Pepa Ramis. Hablamos de la gauche divine versus la izquierda antifranquista madrileña, que también tenía su Bocaccio, aparte del Oliver y del Whisky Jazz. “Pero aquí no se hicieron las fiestas de Barcelona, nos faltaba su decoración”. Me confundo con Juan Van Halen y le pregunto si es ecologista: “yo siempre del PP, hija” responde con cierta melancolía.
Enrique Loewe inventó el Premio hace treinta años y hoy es el mejor dotado de España: 25.000 euros para el ganador, que este año ha sido para el gaditano melómano José Ramón Ripoll. Me cuenta Javier Rioyo –historia viva de la literatura de bare-, que Ripoll pudo vivir gracias a los dineritos que le dieron sus letras para Joaquín Sabina, y tararea “macarra de ceñido pantalón”…Los poetas malviven. Por ello el lujo les parece un regalo de Dios. Del Dios amor y no castigo, del que te acerca un paraíso que no agoniza. “Quisimos acercarnos a la belleza a través del premio, un gran beneficio para Loewe: nos hacía sentir un poco más buenos y más importantes” discurseó el patriarca, acompañado por la presidenta de la Fundación Loewe, su hija Sheila. Ejerció de maestro de ceremonias, Víctor Rodríguez Núñez, (ganador de la pasada edición) que presentó al ganador del Premio a la creación novel, el también cubano Sergio García Zamora con “El frío de vivir”. “Descorteza el poema y hace una poesía abierta al mundo pero no colonizada” dijo del joven poeta que dió las gracias a Loeue”. Las primeras deliberaciones del jurado: Brines, Colinas, Caballero Bonald , tenían lugar en el Lhardy . Entonces presidía el jurado Octavio Paz, que anteponía el cocido a los versos. Este es el único premio de poesía donde te despiden con un regalo de lujo: poetas, periodistas y marqueses salimos comidos del Palace con un pedazo de fular y dos libros.
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27 de marzo de 2017
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Días sin hombres

Duró años aquello: si en los títulos de crédito no aparecían nombres de mujeres, apagábamos la tele, porque desdeñábamos aquellas películas de aventuras o de ciencia ficción que no contemplaban una relación entre un personaje masculino y otro femenino, preferiblemente una historia de amor, del tipo que fuera. El amor que traspasa la pantalla y nos pone la piel de gallina. El amor que espera, el que sangra. El gran amor que se pierde en una curva de carretera. Incluso en lo que Hollywood denominó Women’s pictures, como la clásica Mujercitas, aparecía algún hombre, aparte del padre de turno. La palabra mixto se agitaba en todo tipo de cocteleras.
Si entonces alguien nos hubiera dicho a nosotras, que aún creíamos en el príncipe azul –e ignorábamos las sucesivas frustraciones que nos supondría perseguir un ideal en verdad tan pordiosero–, que llegarían días sin hombres, hubiéramos peleado contra Goliat y las fuerzas del viento; nos hubiéramos doblegado, heroínas románticas, ante el fatum insípido que nos anunciaba el canto de la Sibila. Días sin caricias en el pelo, ni un abrazo fuerte y cuadrado, sin una mirada capaz de encender las emisoras del cuerpo. El problema es que confundíamos el amor con su ducha química que nos colocaba la endorfina tras la oreja, igual que un clavel. El enamoramiento es suspense y grandeza, todo se empequeñece, el sueño es corto y el mundo te ofrece continuas señales de tu enamo­rado. Suele durar un año y medio en el mejor de los casos, algunos dicen que tres. Luego se sustituye por la unidad familiar o por una estrecha camaradería con momentos eróticos, también en el mejor de los casos. Y una gran parte de las relaciones entre el personaje mas­culino y femenino pierde el guión, y las rutinas pudren lo poco que queda de aquel ardor.
Una vez divorciados, los hombres españoles vuelven a casarse más, y más rápido, que las mujeres. Por otro lado, ellas son más longevas, y por tanto viven más años de viudez, en soledad. Han acabado por enroscarse en ella igual que un gato. La administran con soltura. Algunas tienen amigos, pero se niegan a cocinarles y cederles cajones en el armario. También las hay solteras, las que dicen que “el mercado está fatal”. Sustituyen la falta de varones en su vida por una hermandad de amigas cuyos goces a menudo son extraordinarios, incomparables no con la idea del amor, sino con sus migas. Y por supuesto están los hijos: las madres suelen estar demasiado entretenidas, y colmadas de cariño, excepto cuando se enfría la almohada. Pero, con todo, se dicen que no se trata más que de un instante esquivo, pelusilla comparada con las horas de calma caribeña que suponen unos días sin hombres.
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22 de marzo de 2017
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Envilecimientos

Hace veinte años le pregunté al niño Alejandro, a punto de celebrar su primera comunión, qué quería ser de mayor. No dudó ni un segundo.“Quiero ser famoso”, afirmó. Le reímos la gracia aunque tal vez deberíamos haberla llorado. Aquel chavalín ya había recibido su primer mandato social: destacar, ser notorio, pisar cinco centímetros por encima de los otros. Su ser famoso no tenía nada que ver con el afán de posteridad, el que puede sentir el artesano al pulir un metal que lo sobrevivirá. Era símbolo de estatus y distinción. Entonces el altavoz de la tele amplificó el fenómeno y los chulitos del patio empezaron a gobernar el mundo. Hace pocos días me reencontré con Alejandro, hoy un profesional de éxito, y le recordé su chocante deseo. “Pues continúo queriendo lo mismo”, me dijo entre risas: “Quiero que me den mesa en todos los restaurantes”.
El privilegio, muy erróneamente, suele ser un indicador del éxito. En verdad debe ser fatigoso que te den mesa en todos los restaurantes en lugar de conquistar tu propia mesa. Pasar de ser objeto en lugar del sujeto de la escena. Así de claro lo refleja Lauren Greenfield –una de las 15 mejores fotógrafas del mundo según American Photo– en su último proyecto, Generation Wealth (que podría traducirse como generación de la prosperidad, y lo publica en mayo la editorial Phaidon). Se trata de una crónica de la incansable búsqueda de dinero, posición y fama en el siglo XXI, y su autora nos propone un auténtico walk on the wild side por la brecha de la ambición, mayor que cualquier falla sísmica en un mundo en el que los ocho hombres más ricos del planeta acumulan más que la mitad de pobres: 3.500 millones de personas. Las imágenes flanquean las puertas de la casa de un oligarca ruso cuya biblioteca alberga cientos de copias de un único libro, o las del quirófano de una clínica estética brasileña, donde la delgadez, la rotundidad y la juventud suman ceros agonizantes. Una imagen entre todas ellas, elegida una de las fotos del año por la revista Time en el 2007, produce ahogo. Se titula Versace, y en ella aparecen tres mujeres –descabezadas, enjoyadas y con pechos redondeados– que esgrimen otros tantos bolsos dorados de la marca italiana, como quien blande un salvoconducto en una frontera comprometida. La fotógrafa no juzga importantes sus rostros. Encuadra al sujeto: los bolsos que las llevan, y no al revés.
En el libro se escruta la otra cara de la fama: la de familias abrumadas por deudas inabarcables pero que, aún y así, siguen hipnotizadas por el círculo del lujo. Voltaire, que se hizo rico al descubrir un sistema infalible para ganar a la lotería (amasando alrededor de 7,5 millones de francos de la época), supo marcar otra barrera: “Quienes creen que el dinero lo consigue todo, terminan haciendo todo por dinero”. Esa costumbre que acaba por convertir prosperidad en envilecimiento.
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20 de marzo de 2017
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Funeral a la irlandesa

No hay puente más directo en Madrid que el que une a la corte de aristócratas venidos a menos con el desmelene. En su pasarela no cabe la burguesía insípida: se requiere colorido. Reluce el mismo deje de anarquía en las poses de las señoronas del barrio de Salamanca que en los gays sartorialistas que amaneran el estilo Saville Row. Nacieron para imitar a las damas enjoyadas cuando levantan la copa de whisky sour en Embassy. Teatralmente. En honor a Epicuro. Ambos grupos, el de las doñas con cardados monumentales y el de los barbudos hipsters ataviados con tweeds se han “movilizado” con manifiesto, firmas y elegantes protestas, ante el anuncio de cierre del salón de té más histórico de la capital.
 
Embassy es mucho más que un local pijo-madrileño. No solo por el estilo que le ha imprimido al pulmón de la ciudad (el eje Castellana-Colón) sirviendo deliciosos sandwiches de berros –es único su pan de molde esponjoso y a vez la consistente– con una amabilidad relajada, bien ajena al ruido de la vida, sino porque forma parte de la historia íntima de la ciudad. El local fue abierto, hace 86 años, por la irlandesa Margaret Kearney Taylor, que trasplantó a suelo hispánico el 5 o’clock tea. Divorciada, rica, rebelada contra el estigma que penalizaba a las mujeres solas. En aquel tiempo, a las señoras les estaba prohibida la entrada a los cafés, ese epicentro de la conversación y el pensamiento que hallaba acomodo en las mesas de mármol y las baldosas de damero. Ellas tenían que conformarse con merendar en unas salas del Ritz o el Palace o jugar al bridge o al whist en casa. La gran Margaret rompió la norma bajo la coartada de “salón de té”. Allí reunió a sus contactos VIP, entre ellos Federica de Grecia o la familia Stroganoff . Enseguida sedujo a la jet set madrileña y al artisteo, que iba a tomar sus propias mezclas de té y sus scones, inéditos en la capital, y se sumaron los diplomáticos de las embajadas cercanas. Durante la Segunda Guerra Mundial, los espías alemanes degustaban el excelente cóctel de champán al lado de los británicos. Todos conspiraban mientras se miraban de reojo. El local fue un centro de operaciones clave en la huida de miles de judíos y agentes aliados de la Alemania nazi. Su masa de clientes ha sido tan dinámica y variopinta como la ciudad: desde Vizcaíno Casas, Alfonso Ussía o Miguel de la Cuadra-Salcedo, que no faltaba un solo día, a Elena Ochoa y Sir Norman Foster, vecinos del barrio, Leopoldo Calvo-Sotelo, Elena Salgado o Albert Boadella. Y todo el showbussines, incluidos los toreros. Mención a parte merece Juan Carlos I, uno de sus más fieles. A la tarta de merengue y frambuesa que se sirvió en la boda de la Infanta Elena se la ha acabado llamando “la infantina”.
 
“¡Nos cierran el Embassy!” se lamentaba la clientela fija el pasado miércoles, en su quedada para  “un té fraternal” en honor a la casa, pero los cócteles de champán corrían con dicha festiva. “Embasí” lo pronuncian, porque en esa ‘i’ aguda, como la de Chamberí o Potosí, reside parte de la identidad gatuna.  Se juntaron las de “de toda la vida” y celebrities como Carmen Lomana y Josie, Cósima Ramírez Ruiz de la Prada, con su madrina Piluca, María Fitz James, Fiona Ferrer, Teresa Sapey o Luis Alberto de Cuenca, uno de los redactores del manifiesto en que se reivindican los Santos Lugares de Madrid, y que deplora la pérdida de lugares con significado, relieve y memoria: las pañerías catalanas de Atocha, el Príncipe de Viana o Helen’s. Pero los firmantes también miran adelante: “todavía existen bares en Madrid donde nadie nos llamara ‘chico’, restaurantes en los que no es obligatorio el pez mantenquilla”. Josie, estilista televisivo y uno de los promotores del evento, aseguraba que “nos ha faltado un Errejón que lo organizará. Somos burgueses hasta en la falta de un micro para hablar”. Y añadía: “¿Dónde se puede tomar un café tan elegante por dos euros? Todo el mundo puede pagarse un café en Embassy”. 
Un libro de firmas como los de condolencias en los velatorios corría de mano en mano entre los asistentes. Emoticones llorosos y epitafios secos. El tono de las entradas era solemne y a la vez achispado, un funeral a la irlandesa. Aunque también un réquiem a esas paredes tapizadas de historias donde han comulgado los extremos con tolerancia y cortesía durante las tardes achampañadas. 
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19 de marzo de 2017
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El Boomeran(g)
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