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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Comuniones a Dojo

El juez Emilio Calatayud, justiciero de película finlandesa, el mismo que obligó a un ladronzuelo de peluquerías a realizar un curso de estilista y cortarle el pelo a su señoría, o que le exigió a un hacker impartir cien horas de clases de informática a chavales, se ha erigido en el aguafiestas de las Primeras Comuniones, el sacramento religioso con el músculo más tonificado. En España 250.000 al año. No siempre es un sentimiento fervoroso el que conduce a este rito de pasaje entre la primera y la segunda infancia, sino esos aires de grandeza endomingada que tanto daño nos han hecho. El juez granadino ha dicho:  “que se nos va la pinza. Lo que antaño era un chocolate con churros y un relojito hoy es un almuerzo master chef, un viaje a Eurodisney y el móvil de última generación”. El nuevoriquismo en la España arruinada –adornada con aeropuertos y autopistas fantasma– ha llegado a extremos risibles: niños que llegan a la iglesia en coche de caballos o limusina y competencia entre familias para ver quien hace un mejor fiestón, crédito bancario incluido.
 
Los  niños quieren hacer la Comunión, tengan padres ateos o budistas. Es como un megacumpleaños con disfraz incluido: mini-novias con crinolinas, y marineritos, un anacronismo agigantado en Madrid.  “No se hace por los regalos” repiten las familias dichosas de reunirse y brindar por el paso del tiempo. Los pequeños no acaban de creerse su papel. Aunque la media de duración de las parejas españolas ronde los quince años, muchas no llegan juntas a la primera comunión de sus hijos. Y ahí está el suculento plato servido con salsa rosa: celebraciones de divorciados que se arrejuntan en la foto con la niña agarrándoles la mano. En mi época, se decía que el de la comunión era el día más feliz de nuestra vida. Lo pensé mucho: “¿soy hoy más feliz que ayer?”.  Sonaba a día de los enamorados. Entonces, ni la reina del blanco, Rosa Clará, ni Juan Duyos o Paola Dominguín se habían lanzado al negocio de los vestidos  de comunión, de diseño, pero teníamos El Corte Inglés, que siempre te da la razón, y en verdad no hay otra cosa que guste más al cliente
 
La mayoría de madres desean que sus hijas vistan de blanco, pero en la familia real solo los adultos se visten de ceremonia. El reinado de Felipe VI se basa en la ejemplaridad, y cualquier detalle suyo vale oro. La infantita comulgó con el habitual uniforme de su colegio Santa María de los Rosales, rito que se estila entre quienes no quieren desviar con vanidades el sentido espiritual de la ceremonia.  Una túnica para comulgar, y un traje para lucir. Así resolvió Nieves Álvarez, una de las mujeres con menos enemigos que conozco, separada hace dos años del fotógrafo Marco Severini. Otros, en cambio tienen que acordar una misma ceremonia y dos convites, porque andan a la greña: así se rumorea que harán los Echevarría-Bustamante, como si la Comunión fuera más difícil de compartir que la custodia.
Esta semana, dos mujeres que nacieron para llevar mantilla, al estilo de los personajes de “La máquina del tiempo”, Lourdes Montes –mujer de Fran Rivera– e Inés Sastre, besaron la bandera española en Sevilla, con tal fervor que el estandarte parecía la mano de Dios o los labios de Brad Pitt, en lugar de un simple trapo. Los padres toreros optan por el formato boda de salón, devotos y solemnes, en la finca rústica, con celebrities y lubina salvaje. “Uno de los días más especiales y emotivos de mi vida!!! Ver a Palomita recibir a Cristo por primera vez” escribía Enrique Ponce en su cuenta de Instagram, donde hacía publicidad a la creadora del traje. Entre los invitados, figuraba media  lista de famosos que trotan de fiesta en fiesta, tipo juego de la oca, vistiendo siempre colores chillones, en especial el amarillo, un color amado por las señoras ricas; ellos con pañuelos floridos en el bolsillo. Cristina Yanes y Miguel Báez, el Litri y Carolina Herrera, Luis Alfonso de Borbón y Margarita Vargas, Genoveva Casanova o Fiona Ferrer.. Familias de segunda vuelta, divorciados y recasados finos que se llevan de maravilla con sus ex y organizan banquetes romanos. “Dejen algo para la boda”, dice el juez Calatayud. No solo para la primera, sino para la segunda, o la tercera, que así se viven los fastos en la España arruinada. 
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22 de mayo de 2017
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Madre sin guion

No fue sólo el instinto, ni el humano ni el maternal, ni mucho menos el reloj lo que me empujó a ser madre. Fui toda yo, con mi saco de dudas y deseos, el cuerpo ignorante, mi soledad de animal herido, mi concurrencia de afectos gozosos. Fue también mi mente fantasiosa, con mis colecciones de cuadernos, libros, aromas y zapatos. Yo y mi mundo interior quisimos ser madre, con la fuerza de un viento desconocido. Levantamos arenas y arrancamos raíces estériles. Compramos una cuna, buscamos nombre, despertamos en mitad de la madrugada sintiendo sus patadas tan ajenas como propias. La maternidad era entonces una llanura, no la montaña rusa en que se convertiría cuando mi primera hija, Lola, empezó a agarrarse a mi pecho, frágil y fuerte, haciéndome sentir más extraña que nunca. Más yo que nunca. 
Pasé al lado de las madres & co., aunque siempre supe que no sabría hacerle trenzas a mi hija ni peinarla con primor. Tampoco le prepararía croquetas ni guisos como siempre hizo mi madre, ni le conseguiría el mejor disfraz para la fiesta de Halloween. Observaba a las otras: sus hijos comían de todo, complacientes y educados, jugaban con ellos en el parque y parecían reventar de dicha mientras a mí me doblaba el tedio. Pero todo aquello eran en verdad miniaturas, tópicos manidos que determinaban lo que se entendía por ser una “buena madre”: resignada, paciente, sacrificada, protectora, generosa y hogareña, un arquetipo tan interiorizado en nuestra sociedad que sigue sirviendo de patrón para prejuzgar con ligereza a aquellas que se escapan del guion. Incluso a las que han decidido libremente no tener descendencia y, por supuesto, nada hace cuestionar su capacidad de amar.
A los 30 años aún te haces juicios sumarísimos, la vida es una suma de sprints, y la culpa por ver poco a los hijos te pincha por todas partes. Aun así, nunca he sentido la maternidad como una carga, sino todo lo contrario, es el tesoro que me ha salvado en el sentido más absoluto de la palabra. Mi segunda hija nació diez años después, una edad en la que ya debes empezar a practicar la indulgencia contigo misma. Perdí inseguridades, no me preocupaba qué tipo de madre sería. Vera salió brava. En una misma tarde tragaba un sorbo de Sanex, pintaba el suelo, la alfombra y el mantel con plastidecores, jugaba a los cromos con mis tarjetas o pronunciaba por primera vez “luna” y entonces la mirábamos juntas tras la ventana. El tiempo discurre mejor viendo crecer a los hijos. Ahí están sus torceduras y sus pesares. Hay instantes en que cogerías el primer avión que despegara, que te desentiendes por puro agotamiento: “¡Haced lo que os dé la gana!”, pero es un sentimiento tan fugaz como ocioso, una pataleta similar a las suyas. Hasta que ya no hacen falta las palabras. Besarlas es como andar sobre el agua. 
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18 de mayo de 2017
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Miradas cruzadas

Hay días en que no se tiene cuerpo para interactuar. Las miradas ajenas te ponen en guardia y sientes que te escudriñan desde el filo de la navaja. O te ven demasiado, o eres invisible. Son días en que te disgusta la gente, en general y en particular: desde el guardia de seguridad que te pide el DNI mirándote los pies hasta el taxista que no responde a tus buenos días. Desconfías de la humanidad y recuerdas aquellas palabras ácidas del viejo Canetti: “Presta atención al latido del corazón de los otros. Están tan lejos”. Hace un par de meses tuve que ir al hospital, y la enfermera-recepcionista estaba muy ocupada al teléfono. No sólo me ignoraba, sino que empecé a sospechar que me tomaba a chanza: cogía una y otra llamada mientras a mí me temblaban las piernas pensando en el mal que podía rondarme. Mi bordería llegó a su más elevada cota cuando por fin me atendió: “Todos nos moriremos algún día”, le solté. A lo que respondió muy profesional: “Por supuesto”.
Pienso en las miradas cruzadas en el espacio público. Respondemos a ellas con seriedad o indiferencia; ese mirar de soslayo en el que se activa la precaución o el blindaje. A menudo me pregunto por qué no suavizamos el contacto visual en las ciudades, mucho más tenso que en los pueblos. Han sido necesarias varias arrugas para darme cuenta de que durante años he mirado a los desconocidos, en especial a los hombres, como si fueran figuras de piedra, con lejanía y desentendimiento. Nada humano me resulta ajeno, decía el filósofo, pero la convención social prescribe corrección y protección, además de evitar malentendidos: sonreír y fijar la mirada en un señor suele ser indicativo de flirteo. Acaso por ello las mujeres que mandan en el mundo han superado la edad de reproducir, adelgazadas ya sus competencias sexuales, y pueden mantenerle la mirada a un varón sin sospecha alguna.
Existe en la proverbial amabilidad norteamericana un pasado de generaciones de inmigrantes que, ante la dificultad de hacerse entender, sonreían; una forma simple de unirse socialmente. Se ha comprobado que la expresividad emocional se relaciona con la diversidad, aunque, en determinadas culturas, que alguien te mire con una sonrisa resulta embarazoso. Leo en The Atlantic que un finlandés, cuando alguien le sonríe por la calle, maneja tres hipótesis: 1) está bebido, 2) está loco, y 3) es estadounidense. Y resulta inaudito que le temamos tanto a una sonrisa forastera como a un tirón de bolso. La torpeza social muta hoy en fobia, pero sólo en el plano real. En el virtual somos ideales, divertidos y expresivos a más no poder. Sonrisas, besos y corazones a golpe de dibujín. Nunca se habían regalado tantas sonrisas a desconocidos.
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17 de mayo de 2017
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Operación Mazo

Las agencias encargadas de buscar nombres, una profesión en alza – naming le llaman al arte de conferirle una identidad verbal a una nueva empresa, una marca de joyería o un modelo de coche–, deberían de contratar a un policía. No a uno cualquiera, sino a un especialista en idear esos nombres en clave que se utilizan para proteger un caso que está siendo investigado.
Imagino a los escritores frustrados que trabajan en las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, guionistas vocacionales que se ven en la suya cuando empiezan a engrosar el relato de un Ignacio González, expresidente de la Comunidad de Madrid, trajinando con bolsas de toallas de playa en las paradisiacas playas de Cartagena de Indias, donde hace nueve años denunció haber sido espiado. Entonces González era un señor de polo azul a quien se le escapaba la sonrisa burlona mientras su storytelling policial se cocía a fuego lento. Operación Lezo decidió llamarla algún historiador aficionado. Un nombre frío, como deben de ser los criptogramas, extraído entre los cableados del caso. Esta vez no hubo metáforas, en todo caso un guiño histórico: Blas de Lezo fue el almirante español que organizó la defensa de la ciudad colombiana durante el asedio británico de 1741, considerado uno de los mejores estrategas de la historia de la Armada. Sus heridas de guerra eran de campeonato, tullido pero audaz, poco que ver con el bronceado Nachete de Guadalmina.
En el género abundan las analogías, términos que representan aquello que se persigue. Algunas con cierta obviedad: la operación Más Turrón se refería a la cocaína –que los traficantes denominaban turrón–, mientras que la Guateque debió su rumboso anacronismo a las licencias fraudulentas que incumbían a bares de copas y discotecas madrileñas.
En España, la elección de un nombre que oculte una investigación delicada empezó a sistematizarse en los noventa, a modo de mariscada: la operación Nécora desmanteló una gran red de narcotráfico en Galicia, y fue identificada con el crustáceo que tanto gustaba a los capos. Y así fueron naciendo Pecado Original, Abanico o Jineta. Hasta entonces las actuaciones se habían bautizado con el número de diligencia judicial correspondiente, un recurso complicado que provocaba confusión, por lo que con frecuencia los agentes, para simplificar, acababan utilizando el de la víctima o el investigado.
Hoy forma parte del procedimiento de actuación –reservado al denomi­nado crimen organizado o a bandas de más de tres integrantes–, pero también ejerce marketing institucional me­diático. Hace unos meses escuché nombrar de carrerilla a Esperanza Aguirre tres operaciones: la Gürtel, la Púnica y la de las tarjetas black, y le ­pregunté si dormía bien: aseguró que nada ni ­nadie le quitaba el sueño. Aún no había transcendido la Lezo, que con su ­rotunda identidad verbal ha caído como un mazo.
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16 de mayo de 2017
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Delphine de Vigan: Luz natural

“He instalado mi escritorio en la habitación de mi hija, que estudia fuera de París” dice Delphine de Vigan (Boulogne-Billancourt, 1966) mientras abre las puertas del armario para mostrarme cómo en una mitad se alojan sus papeles y libros, y en la otra cuelgan varias prendas de adolescente. La casa desprende una voluntad de hogar discreto y reflexivo. Nada está dimensionado. En un rincón repta una lámpara de hilos y bolas que desprende un aire entre jazz club y feng shui. Como ella. Construida a fuerza de timidez y coraje, burguesía y rock francés, objetos bellos y secretos de familia; habitada por las crisis maníaco-depresivas de su madre y sus adicciones:cuando era una cría le aterrorizaba que mamá no se levantara para ir a trabajar.
 
De Vigan ha obtenido de la fragilidad un valioso material de escritura. Su novela autobiográfica cuyo título –que quita el aire– fue tomado de un canción de Alain Bashung,  “Nada se opone a la noche”, batió cualquier previsión editorial: medio millón de ejemplares. Con orfebrería depurada sorteó cualquier riesgo narcisista tras la primera línea: “Mi madre estaba azul, de un azul pálido…” . Así arrancaba, con el hallazgo del cadáver. “Mamá, la abuela …. de alguna manera se suicidó” le preguntó su hijo. “De alguna manera” a los nueve años, de puntillas.
 
De Vigan empezó a escribir un diario íntimo de niña: “esos cuadernos contienen una memoria preciosa, pero es una escritura de formación. Mis hijos saben que jamás deben de ser publicados”, asegura. La ambición literaria llegaría más tarde, cuando dejó de escribir el diario al tiempo que paría a su hija Laïa. Durante once años trabajó en una empresa de marketing, escribía de noche, cuando los niños dormían. “Un día llegué a la oficina con dos zapatos diferentes”. Mandó su primer original a varias editoriales, por correo y bajo pseudónimo –Lou Delvig– : “en la empresa nadie imaginaba que yo pudiera haber escrito algo como aquello”. Se refiere a “Días sin hambre”, donde narra su curación de la anorexia y su reencuentro con el mundo. Era una manera de evidenciar sus dos voces. Hasta que salió en la tele y la reconocieron. “Hay una gran fragilidad en mi, pero también mucha fuerza, como la que me ayudó a salir de la anorexia. Pude haber muerto pero elegí vivir. Fue una especie de renacimiento. Aunque no recomiendo en absoluto el método”.
 
Para ella la escritura es un modo de vida, una manera de ver el mundo: “un prisma a través del cual puedo mirar a mi alrededor. Por eso me gusta trabajar en casa, porque la escritura forma parte de mi vida”. Empieza a las 8.30 en pijama y con un café con leche. “En mi anterior apartamento, más pequeño,
trabajaba en el salón, hasta que mis niños se hicieron mayores. Entonces alquilé un pequeño despacho al lado, pero me angustiaba estar en un lugar donde solo se podía hacer una cosa: escribir. Me gusta interrumpir la escritura para hacer alguna tarea doméstica; la cabeza no para. Las buenas ideas me vienen bajo la ducha”. ¿Y por qué escribe? “Creo que tengo un verdadero problema de hipersensibilidad, que fue muy complicado de niña y de joven (la sensación de sentir las vivencias multiplicadas por cien), y una extremada timidez. Eso también se debe a la convivencia con mi madre, enferma psiquiátrica”. Hablamos del encuentro de Lucile –que a los quince fue violada por su padre– con Lacan, que no quiso tratarla. “No me he psicoanalizado nunca, siempre me ha dado miedo que me impidiese escribir.”
 
La escritura ha sido su terapia: “me gusta la sensación de abrir una caja negra al bucear en los recuerdos, algo peligroso y explosivo”. No padece miedo a la página en blanco, ni inseguridad, “pero la escritura te abre dudas”. En su caso, la angustia es una especie de demonio sobre mi hombro. Le sucedió con “Basada en hechos reales” (Anagrama), su último libro, después de cinco de silencio. “al releer cada día pensaba: qué mierda, y me paralizaba. “así que pronto decidí no releer, porque iba directa a la catástrofe”. Donde crece el peligro, crece lo que nos salva. Delphine evita utilizar el verbo hacer. Escribe  sin melancolía y con luz natural.
 
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14 de mayo de 2017
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Danzad, danzad, benditos

“Bailar me quita el dolor” les decía Valeria –once años, enferma de leucemia– a los suyos mientras, enchufada a la quimioterapia, bailaba funky. Los presentadores de la gala de la Fundación Aladina Candela Palazón y Diego Antoñanzas, le preguntaron cómo lo conseguía: “pues con mucho cuidado de no llevarte el cable y la máquina por delante”. Sucedió la noche del lunes en el Teatro Lope de Vega, uno de los más esplendorosos de Madrid, ahí donde la copla desplegó su cola con el tronío de Concha Piquer, Juanita Reina, Antoñita Moreno o Carmen Morel. En 1997 se estrenó en él “El Hombre de la Mancha” –con Paloma San Basilio y José Sacristán–, inaugurando una nueva etapa marcada por el despegue del género musical, y hace seis años volvió a ser reformado, sacando lustre a sus magníficas boiseries, para acoger al “Rey León”, que aún reina imbatible en el Broadway madrileño. Funky, ballet clásico, bolero andaluz, bailes folklóricos, danza contemporánea, y seguidillas, interpretadas por Antonio Canales –“es de los solidarios de verdad, no de los que te da largas, que hay muchos”, aseguró la bailaora María Rosa, alma mater del espectáculo- conformaron el programa de una charity hispana a más no poder, con suma de targets a la madrileña, igual que los callos: desde las señoronas de Madrid con crepado y pashmina hasta jóvenes estudiantes de danza, celebs in como Clara Lago y añejas como Norma Duval, ex misses como Juncal Rivero, y de buena familia como Patricia Rato, a quien siempre le preguntan por su tío Rodrigo pero ella mira al horizonte, o hacia Valladolid.
 
Isthar Espejo, Directora de la Fundación Aladina  -creada por Pacho Arango y dedicada al acompañamiento de los menores que padecen cáncer- explicó que los niños, también los enfermos, necesitan sentirse niños, divertirse, oxigenarse, y esa es su función,  “porque el hospital te mina, por ello el ejercicio o la danza representan un chute de energía”. María Rosa, 79 años, instruida de niña por el Maestro Otero, ha actuado en el Olympia de París y, en Nueva Tork, en el Radio City Hall, entre los 60 y 70 recorrió el mundo con su ballet –pionera en la entonces URSS o Japón–, siempre apasionada y corajuda. Cinco décadas en Madrid y un acento andaluz zalamero e impoluto, subió al escenario para dar con su cuadro de profesores, algunos de ellos alumnos del mítico Antonio el Bailarín. En los años noventa, me conmovió un reportaje del fotógrafo Tino Soriano sobre el día a día de una unidad infantil de oncología; recuerdo lo difícil que se me hizo digerir aquel magnifico trabajo donde la realidad desbordaba de la foto. Era la primera vez que veía a niños sin pelo, demacrados, ese día no pude comer. A lo largo de la última década, ficción y realidad nos han ayudado a masticar el cáncer infantil, desde el trabajo de Albert Espinosa a los esfuerzos de fundaciones como Aladina, CRIS o El sueño de Vicky.
 
“Bailar para recuperar el alma”, decían los profesores del Centro de Danza María Rosa. Justo lo que propone Joaquín Cortés en su nuevo espectáculo, en el que se abre en canal. Cortés subió muy arriba, bailó en la Casa Blanca, su trabajo fue considerado Patrimonio Universal de la Humanidad por la UNESCO y además se ligó a Naomi Campbell –apenas se entendían en un spanglish de urgencia, pero no lo necesitaban–. Alardeaban de su pasión mestiza: alma gitana y soul. Fue breve e intenso. Durante años, Cortés dio un paso atrás, malquerido en su tierra y encumbrado en plazas exóticas. “Esencia” –a los flamencos es una palabra que les pirra– es el nuevo espectáculo que acaba de estrenar en Barcelona y que después anclará en Madrid, acaso la plaza más difícil para el bailaor que ha colaborado con Pedro Almodóvar, Jean-Paul Gaultier, John Galliano o Jennifer Lopez. Consiguió rejuvenecer el zapateado y ponerlo de moda. Melena y perilla, cuero y quiebro. El nuevo Cortés busca ahora el fondo, incluso el forro, del baile, porque, tal y como decía Vicky Baum, recordada por la novela “Gran hotel” pero también bailarina: “hay atajos para la felicidad, y el baile es uno de ellos”. La piel cambiante de la actualidad entierra artificio y abre el hambre de una nueva curiosidad, eso sí, bailando.
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13 de mayo de 2017
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Hipocresía a la francesa

A propósito de Brigitte Trogneux, la esposa de Emmanuel Macron, veinticuatro años mayor que él, una sesentona casada con un joven que aún no ha cumplido los cuarenta, partamos de la percepción social respecto a las mujeres maduras. Sobre ellas se posa una mirada invalidante, o, todo lo contrario, morbosa. Las unas no se miran ni se ven, hueras de deseo y atributos, mientras que las otras son consideradas unas viciosas. Brigitte ya ha sido denominada “extraña primera dama” y “la mano que mueve los hilos”, logrando hacer resucitar los espíritus de Mrs. Robinson, Madame Bovary o Alexandra del Lago, e incluso de la histórica Catalina la Grande, la emperatriz que agrandó los dominios de Rusia, la mecenas que escribió poemas, teatro y ópera, pero que sigue siendo ­célebre por su apetito sexual y sus amantes jóvenes. Personajes complejos, libidinosos o insaciables que demuestran que el plato de la diferencia de edad entre mujeres y hombres se sirve mal si son ellas las mayores. Madonna, experta en la materia, declaraba a Harper’s ­Bazaar: “He tenido amantes que eran tres décadas más jóvenes que yo. Y eso molesta a la gente”. Mantenidos, juguetes eróticos u homosexuales, sólo así se entienden los amores desacompasados en edad.
Pervive el mito de Pigmalión, pero crece el de la voracidad de las cougars, (pumas), término que en su sexualizada acepción moderna se originó en los bares de Vancouver para describir a mujeres de más de cuarenta que salían a “cazar cachorros”. “Esta singularidad no se destacaría si la diferencia de edad fuese al revés”, declaró en febrero Macron a la periodista Anne Fulda. Es muy reve­lador de la misoginia persistente y explica en parte los rumores (sobre su ­homosexualidad). “La gente no puede aceptar algo sincero, único”, declaró el flamante presidente.
Ojos claros, flequillo rubio, piernas torneadas y un aire a lo Mireille Darc le confieren a Madame Macron dinamismo y buena imagen, aunque la opinión pública sigue abundando en esa idea de que hay gato encerrado, como si la edad determinara la capacidad de amar e incluso la compatibilidad entre la pareja. Macron, por su parte, apuesta por la creación de un “estatuto de primera dama” y quiere acabar con los triángulos que han convivido históricamente en el Elíseo: desde Valéry la Nuit –así llamaban a Giscard d’Estaing– hasta el bígamo Mitterrand, o Chirac, que nombró mi­nistras a algunas de sus ligues, y el mo­torista Hollande visitando a su mai­tresse. Los franceses, tolerantes con lo libertino, han permitido los devaneos de sus líderes, pero en cambio cuestionan la naturalidad de un amor conyugal sólido y devoto.
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10 de mayo de 2017
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Arregladas, estresadas, madres

La expresión “ir arreglada” siempre me ha producido desazón. Ya sé que la repetían una y otra vez nuestras abuelas, madres y tías, incluso se la escuchábamos a nuestros padres: “mientras te acabas de arreglar saco el coche”. En ese mirador social que resulta la revista Hola! leo unas declaraciones de la señora Adriana Abascal, viuda de Emilio Azcárraga, “el tigre” de Televisa, ex esposa Juan Villalonga, (ex Telefónica y ex amigo de Aznar) y casada ahora con un “hombre de negocios” –término difuso– llamado Emmanuel Schreder, en las que afirma: “es imposible estar arreglada todo el tiempo, y a veces ser madres trabajadoras nos hace descuidar nuestro aspecto…por nuestra autoestima es importante cuidarse”. Pienso en ellas, y fantasías sinestésicas me traen el olor de queroseno o pintura fresca, de taller mecánico. Como si tuviéramos que alicatarnos y barnizarnos para contrarrestar a la naturaleza. También es curioso el uso de plural. Pienso en las madres que trabajan en urgencias, o en el campo, y levantan a sus hijos a las siete de la mañana sin despeinarse. La señora Abascal nunca luce estresada en las fotos, aparenta diez años menos y se va con su amiga Naty (también Abascal) a La Mamounia para disfrutar de esas extrañas contradicciones del posado: pelo mojado y diamantes.

El arreglo ha sido uno de los principales enemigos de las mujeres, y las más torpes seguimos luchando contra los grumos del rímel. Hace años ya, que con Naomi Wolf y su ensayo “El mito de la belleza” descubrimos que el cuidado de la imagen suponía una tercera jornada laboral. No es solo por la autoestima: el imperativo social sigue afinando cinturas y depilando cejas. A Melania Trump, un estilo de madre muy borroso, su marido le obligó a comprometerse –no sé si por medio de contrato legal o amenazas– a recuperar su talla tras el embarazo, y vaya si lo hizo la obediente exmodelo, acostumbrada a los yugos de los directores de casting. Melania es una madre refugiada en una torre de mármol travertino: no ejerce de primera dama sino de esposa en la distancia, rompiendo los cálculos de quienes supusieron que la Casa Blanca se convertiría en una pasarela de trajes entallados –solo lleva cierto vuelo en las mangas–, un estilo bien diferente al de Michelle Obama. O de nuestra Elsa Pataki, que ha criado a sus hijos en las playas salvajes de Australia. Las madres abnegadas suelen hacer mucho y decidir poco. “Todo por la familia” podría ser su lema, más voluntarioso que voluntario. Pataky y su marido, Chris Hemsworth, según la prensa del hígado, han protagonizado esta semana una sonora bronca en plena calle con motivo de un cuarto hijo que, al parecer él quiere, y ella no tanto. Las fuentes citan incluso una frase terrible: “no soy una máquina de hacer bebés”. Madres gallina como la del clan Campos, apodado Kamposhian, en el que la figura de la matriarca se idolatra hasta la genuflexión y sus hijas entonan público panegírico por la supresión de su programa; o madres perfectas y trenzadas, como la Reina Letizia, a quien el carmín le jugó esa mala pasada que les sucede a tantas mujeres “arregladas” y se le empastaron los dientes. El próximo domingo se celebrará en España –y en Hungría, Lituania, Portugal y Sudáfrica, curiosa mezcla de latitudes– el Día de la Madre, una festividad cuyos orígenes se remontan a la antigua Grecia, donde se rendían honores ceremoniales a Rea, madre de Zeus, Poseidón y Hades. Franco fijó la fecha de la celebración, el primer domingo de mayo, en 1965, trasladándola del día de la Inmaculada Concepción. Curiosa decisión para el Nacionalcatolicismo. Hoy, el mercado, con sus limitaciones y su depauperado bienestar, coincide con la nueva liga de la madre perfecta del siglo XXI mientras que las imperfectas, las que no poseen ni fórmulas magistrales ni protocolo para “arreglarse”, las que se equivocan igual que aciertan, las que aman como solo sabe amar una madre, suscriben aquellas palabras de Silvina Ocampo: “la maternidad no se trata solo de llevar nueve meses y dar a luz a seres sanos de cuerpo, sino de darlos a luz espiritualmente. Es decir, no solo de vivir junto a ellos, con ellos, sino ante ellos”. Eso es lo que nos arde.

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6 de mayo de 2017
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Gordita feliz

Kate Moss es noticia porque ha engordado. Los cronistas anuncian que se ha apuntado a la tendencia de las curvas. No se lo han preguntado, es una interpretación políticamente correcta, propia del compromiso editorial con no perpetuar estigmas físicos. “Nueva imagen”, lo denominan también. Llámalo como quieras, pero el caso es que se considera información de interés que la modelo de los noventa, icono de la androginia, haya ganado peso. La prosa de mantecado relaciona con desvergüenza su acumule de grasa con la felicidad: “Con más kilos, sonriente y feliz”, presuponen de quien ha abandonado la noche y la talla 38. En esa línea es justo donde muchas lectoras suspiran: “¡Ay, Moss, cómo hemos cambiado!”, se dicen. Quién te ha visto y quién te ve. Lozana, terrible eufemismo para tantas mujeres de edad difuminada y hormona alterada. ¿O acaso esa dicha que vinculan a las curvas no contiene una amarga quina: el duelo de dejar atrás la juventud y el imperativo social de corregir esa adolescencia obstinada que te acompaña a pesar de ser una señora?
Moss nunca se ha correspondido con la imagen de mujer saludable, y, no obstante, ha sido una de las modelos más influyentes e inspiradoras para los creadores. Sus caderas rectas sirvieron para vender más tejanos Calvin Klein que nunca. Rebeldía, cigarrillo, camisetas, resacas dignas, una especie de James Dean en chica, una tomboy que nunca ha encajado en las robes de bal palaciegas. Su delgadez y sus tumbos con chicos malos y rayas de cocaína llegaron a ser tema de debate público.
Demasiado se ha parodiado el efecto del paso del tiempo sobre el cuerpo femenino, llegando a tener carácter de penalización social: menos focos, guiones más cortos, y menos telediarios. Los cincuenta se venden hoy como los nuevos treinta. E incluso las que se dejan canas viven a conciencia su imagen. Las tartas de chocolate caen sobre la cintura igual que un flotador, pero, en cambio, se obvia lo trascendente: ¿cómo se vive íntimamente la transformación física y anímica de la madurez? “Tengo cuarenta y ocho años. No, en realidad, tengo cuarenta y siete. Hace dos años que no tengo la menstruación. Soy una mujer de éxito llena de tristeza. Temo que se mueran mis padres. Mi marido está en el paro. Trabajo sin cesar. No quiero quedarme sola. He tenido mucha suerte. Me han querido tanto. No sé ganar. Ni perder…”. Lo escribe Marta Sanz, en Clavícula (Anagrama), una crónica sobre el dolor del cuerpo que es en verdad dolor del alma. De la punzada que intentas localizar en vano en algún órgano. Hasta que te dan el alta y te dejan a solas contigo misma, engordando kilos de dolor existencial.
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3 de mayo de 2017
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¿Imaginación al poder?

La literatura es inútil. Tal es la conclusión que sustenta la pena de muerte dictada por las autoridades educativas al determinar que no será obligatoria en el bachillerato. De fondo, el agónico binomio entre la economía y las humanidades, cifras contra letras. El Gobierno, con esta medida, corta de cuajo con la trascendencia de la literatura en la formación del carácter, no sólo en su dimensión estética, también ética, corroborando aquel pragmatismo de los padres que prohibían a sus hijos leer novelas a fin de no despistar su atención ni su rectitud moral, cuando únicamente entre sus páginas hallaban respuesta a aquello de lo que nadie hablaba. ¿Quién trataba si no del desamor, de la pena, la muerte, la manipulación o la infidelidad?
“La vida es una cárcel, y sólo la imaginación puede abrir sus ventanas”, afirma Simon Leys en la celebrada edición póstuma de su Breviario de saberes inútiles(Acantilado). Los hombres con sentido común, los que saben hacer dinero, consideran la literatura una pérdida de tiempo, pero él contraargumenta citando a Conrad: el objetivo de la ficción es “hacer la más alta justicia al universo visible”. Igualmente se sirve de Vargas Llosa: “La vida es una tormenta de mierda en la que el arte es nuestro único paraguas”. En su cruzada contra la estupidez, Simon Leys –pseudónimo de Pierre Ryckmans, aristócrata e intelectual belga, crítico literario irreverente y especialista en cultura china–, hizo suya la máxima stendhaliana de que un hombre feliz es aquel que no ha visto cumplidos sus deseos.
La sabiduría de los buenos libros trasciende a sus autores, que estos días han ocupado tenderetes al sol, un dulce oasis en plena caída en picado de la lectura. En su última visita a España, el director de educación de la OCDE, Andreas Schleicher (responsable del informe PISA), hacía un reproche a nuestras autoridades: “Su concentración excesiva en la legislación ha desviado la atención bien lejos de lo único que logrará mejores resultados de aprendizaje: la calidad de la enseñanza”. Hace años que los países que marcan la tendencia, por ejemplo, Finlandia, apuestan por la creatividad global, además de hacer dialogar las ciencias con el pensamiento y las artes, no sólo como objetivo curricular, sino como método de autodefensa personal. Leys también recuerda el escándalo de Hugh Grant tras ser detenido junto con una prostituta en Los Ángeles, asunto que le acarreó un buen desbarajuste en su vida personal y profesional. Al cabo de unos meses, un periodista yanqui le preguntó si hacía algún tipo de terapia: “No, en Inglaterra leemos novelas”, le dijo. Una gran respuesta, difícil de emular en España: la literatura entendida como gotero reparador.
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26 de abril de 2017
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El Boomeran(g)
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