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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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La miseria de los superalimentos

Hace unos años, los bolivianos más pudientes se resistían a comer las semillas de quinoa por tratarse de un alimento propio de indios, como si les hiciera de menos, como si la pobreza se adhiriera al paladar. La despreciaban por crecer igual que las malas hierbas, en la tierra reseca o helada, al tiempo que los campesinos andinos la comían de la mañana a la noche: desde el pesque del desayuno, a la sopa de la noche, el refrescante pito de quinoa o la kispiña, el pan de los campesinos cocido al vapor. La quinoa era su maná. Tanto ha cambiado el mundo en una década que hoy es difícil que la consuma un habitante de Oruro, la mayor productora del planeta –factura la mitad del 46% mundial que cultiva Bolivia–. Su consumo interior apenas sobrepasa el kilo al año por habitante. Y no sólo porque el 90% se exporta, sino por el prohibitivo precio que ha alcanzado. Cada vez que en un restaurante pijo de Nueva York o en un establecimiento barcelonés boho-chic uno pide una ensalada de quinoa, dejan de comerla diez, o veinte, o treinta familias andinas.
La carrera imparable de este pseudocereal data de la primera visita oficial de los reyes de España a Bolivia en 1987, cuando la incluyeron en el menú oficial. Gestos empáticos pero a la vez impostados, que originan un efecto bumerán. Se puso de moda. Su frescura, sus granos volátiles, sus bajas calorías. No teníamos suficiente con los alimentos a secas, por lo que nuestra sociedad hiperbólica inauguró la moda de los “superalimentos”, tan pancha en su multiculturalidad gourmet, olvidando que aquello era un primer paso para trastocar su sostenibilidad.
Según The Oxford English Dictionary, que ya ha introducido el término superalimento, este es aquel “rico en nutrientes y considerado especialmente beneficioso para la salud y el bienestar”. Proceden del Himalaya, de lo más profundo de la cuenca del Amazonas o los bancos del Ganges, y la prosa milagrera asegura que previenen el cáncer, controlan el colesterol, aumentan la energía (y la libido), combaten las arrugas y hasta te ayudan a encontrar novio. Se llaman bayas de Goji, hierba de maca, kale, camu-camu, moringa o el açaí, fruto de una palmera silvestre brasileña que incluso las grandes multinacionales de refrescos incluyen en sus latas. Leo en el The New York Times que el incremento de su precio podría llegar a desestabilizar la economía de Brasil, además de provocar un gran impacto medioambiental. Esa es la otra cara de los superalimentos, que como una nueva ola nos llenan de energía y de curiosidad, pero en su reverso promueven la desigualdad que las oleadas de oferta y demanda provocan. “Dios encomienda a la indigestión la tarea de hacer moral en los estómagos”, escribió Victor Hugo: entonces aún no se hablaba de las semillas de lino, el alga espirulina, el açaí o la humilde quinoa, que crecía en un rincón olvidado del planeta, contra toda adversidad.
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12 de junio de 2017
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Política del deshielo

La muerte no deja ningún resto de colchón. Fractura la línea del tiempo y nos invade con su frío polar. “El hielo calma el dolor de los golpes, pero si uno congela demasiado tiempo una herida, el resultado puede ser perjudicial”, escribe Alicia Kopf en su magnífico Germà de gel ( L´Altra Editorial). El duelo es un estado mental que hay que atravesar necesariamente para cauterizar la rabia de la pérdida. Recuerdo a esos dos hombres demasiado jóvenes para morir que se aislaron siempre del hielo y recubrieron su vida de un calor que regeneraba aquello que tocaban.
Conocí a Carles Capdevila en Nueva York, donde vivía con la también periodista Eva Piquer: teníamos veinte años y éramos proclives a los descubrimientos constantes. Se convirtió en un periodista testarudo, valiente y divertido, y cosió sus programas y sus columnas con retales de vida cotidiana, la que tan a menudo se ignora en el discurso público. En las redacciones de Madrid su fallecimiento, 51 años, ha impactado y dolido, acompañadas de sus palabras de despedida a su equipo cuando le anunciaron un cáncer: “Todos los directores tenemos finales bruscos. Si no te echa un cáncer, lo hace un amo, o un banco, o una combinación de estas cosas”.
David Delfín, 46, el cráneo cosido con grapas, murió hace una semana. Con él se va una época: quién hubiera predicho un destino tan corto a aquel chaval de Málaga que cortaba patrones a las faldas de su madre y que revolucionó la pasarela madrileña con su homenaje a Magritte, que se interpretó como un alegato al burka porque ya se le empezó a exigir a cualquier expresión artística que fuese “ejemplarizante”. Davidelfin se aferró a aquella máxima de Shakespeare: “nunca hay pecado en seguir la propia vocación”. El duelo ahueca el pecho.
Regenerar pieles muertas, o, mejor dicho, enfrentar el divorcio entre política y ciudadanía. Así subtitula su libro Juego de escaños (Península) la periodista María Rey, que invitó a que se lo presentaran las dos Ana Pastor, la política y la periodista, resumiendo la convivencia diaria entre ambos colectivos, que aborda con costumbrismo y crítica. A Rey no le falló nadie: Meritxell Batet, Antonio Hernando, Margarita Robles, Torres Mora, Rafael Hernando, Pablo Casado, Miguel Gutiérrez de Ciudadanos (Errejón había confirmado pero no llegó) y su marido Manuel Campo-Vidal, ejerciendo de consorte. Las dos Pastor abordaron una cuestión central: ¿qué se está haciendo mal?. “La política es la vida, todo pasa por ella” sentenció la autora. En la sala Ernest Lluch, donde se celebró el acto, me encontré con la periodista Montse Oliva, con quien coincidí, codo a codo, en las mesas de becarias de los periódicos leridanos. “María es un ejemplo a seguir: ha abierto paso a las que hemos llegado después. Siempre ha sido un referente, no solo por su profesionalidad, también por su carácter acogedor. Su cabina era como el gran bazar: podías salir con el teléfono de un contacto, un remedio para el resfriado del niño o una galleta” me cuenta Montse. El libro hace la autopsia del “no nos representan” con esperanza: a punto de celebrarse el cuarenta aniversario de las primeras elecciones post dictadura asola España cierta sensación de fracaso, pero Rey ilustra cómo la democracia representativa es la mejor fórmula de convivencia. Las dos Anas quedan a comer, después del acto; me cuentan que a menudo reciben mensajes equivocados: a la política le llegaron condolencias cuando la periodista fue despedida de TVE.
Sagaces, sutiles, detallistas, así debían de ser los cronistas parlamentarios según Wenceslao Fernández Flores, cuyas “Acotaciones de un oyente” para ABC destacan entre las mejores páginas del periodismo político. Fue admirador y discípulo de Azorín, de quien alababa su prosa: “de tan cuidada delicadez que el contraste con la garrulería de las sesiones la hacía parecer a veces como una pequeña y bien trabajada joya sobre una tela burda”. La presidenta del Congreso, recordó la vez en que Luís Carandell, otro gran relator parlamentario, abrió un telediario con un soneto de Lope de Vega y algunos garrulos exclamaron: “¿quién es el tal López?”. El pasillo del Congreso, según Rey, es un mercadillo de titulares donde “unos y otros compramos y vedemos información”. Un arte que algunos afrontan con maestría y otros con torpeza, mientras la política y la prensa aguardan algún tipo de deshielo.
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12 de junio de 2017
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Todos a pescar

Christian Dior, que fue galerista de arte antes que couturier, aseguraba que ninguna mujer sabe vestirse antes de los treinta años. No sólo importa la vigencia de la frase: hoy las jóvenes se han uniformizado, utilizan las mismas marcas y repiten idénticos eslóganes impresos en sus camisetas con mensaje. Las contestatarias de la moda, que siempre proponían miradas interesantes, se han homologado sustituyendo lo retro por lo viral, calzando horrendas chanclas de piscina, cambiando los estampados de Pucci por los de emojis y tatuando su cuerpo como si fuera un kílim. Pero ¿qué ocurre con los hombres de menos de treinta?
El caso es que ellos vienen acortando desde hace un tiempo el largo de sus pantalones. Si bien los nobles lucían modelos por debajo de la rodilla con calzas, tras la Revolución Francesa los burgueses impusieron el traje estructurado y el pantalón hasta el tobillo, que los dandis aligeraron quitándole hombreras y entallándolo. Los beatniks siguieron su estela, después los rockers –arremangados–, los mods y ahora los hipsters que lucen los pantalones a la manera de Kerouac o Burroughs, aunque muchos no sepan quiénes fueron.
En la pasarela, Hedi Slimane puso de moda el tobillo al aire, no obstante su mayor exponente fue Thom Browne, que basa sus creaciones en trajes sastre que parecen encogidos de brazos y piernas. La versión urbana del look pescador no se ha hecho esperar: pantalón con vuelta y zapato de cordones y sin calcetín. ¿Por qué? ¿Es que el tobillo del hombre resulta tan sensual como en su día se considerara el de las mujeres, cuando empezaron a subir a los tranvías y mostraban esa inocente parte del cuerpo que hacía las delicias de los más exigentes erotómanos? ¿O responde a un fetichismo gay? Ya lo advirtió Barthes: la seducción está precisamente en “la piel que centellea entre dos piezas”, en el intersticio de lo visible y lo invisible. Los gentlemen siempre asentaron el pantalón en la carrillera del zapato, mientras que la eleganza italiana, más audaz, permitía que se vislumbrase el calcetín. En nuestra niñez, llevar cortos los pantalones era propio de patanes, también de niños larguiruchos que crecían demasiado rápido. Aun así, de Charles Chaplin a Elvis Presley o Michael Jackson, los tobilleros representaban un modo de pisar y de pensar.
De la misma forma que la mujer fue acortando las faldas progresivamente, un gesto simbólico y liberador, acaso esta tendencia comprada por jóvenes y no tan jóvenes se deba a un movimiento de emancipación del yugo masculino, que también existe: la máscara engolada tras la que se siguen escondiendo muchos varones. A menudo, todo acaba reducido a una cuestión de centímetros, sobre todo mentales.
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7 de junio de 2017
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De alergias y fiestas

Van remitiendo las alergias, y el todo Madrid se deja ver, ufano y de tiros largos en inauguraciones y fiestas que no caben en veinticuatro horas. Esta primavera se han triplicado los eventos y los estornudos, en parte causados por el plátano de sombra, que necesita poco cuidado, crece rápido y es resultón. Eso mismo podría aplicarse a Madrid: una ciudad desordenada, pizpireta y mocosa, ya sea por la concentración de polen de gramíneas y olivo o fiscales anticorrupción con chiringuito en Panamá.
 
Los profesionales del festejo no se aburren. Van en peregrinación a las citas “imperdibles”, que dicen los cursis: lo habitual son cinco saraos cada tarde-noche, la mayoría en los ejes Castellana-Cibeles-Callao. Caminar por el centro, intransitable y aceitoso, se hace más llevadero con sandalia plana –o chanclas de gimnasio, que esta temporada se llevan con el traje–. Los guiris ilustres se multiplican en la capital. Huyen de París y Milán, cuya noche se ha escuchimizado. Algunos incluso vienen de extranjis para salir de marcha, como el diseñador de Givenchy, Riccardo Tisci, Mario Testino, con y sin cámara, la diseñadora Victoire de Castellane, o la modelo Bianca Balti. Otros, ya peinando canas, como Richard Gere, que incluso enfadado parece que sonría con sus ojos de chincheta, se buscan bolos para amortizar sus “años españoles” .“Es mi Oficial y Caballero” declaró Alejandra Silva, coruñesa, activista e hija del vicepresidente económico del Real Madrid, es decir: rica. Las gallegas son discretas y poderosas. Parece que no están pero lo ven todo. Desde Ana Pastor a Luz Casal o Marta Ortega, que de nuevo volvió a “presidir” el pasado miércoles el desfile de Massimo Dutti en el Palacio de Linares.
 
“Madrit bull”, me decía Ramón Freixa, entre croquetas y abrigos camel –por cierto, aquí cada vez se habla más catalán sin intimidad–, y asegura que es un epicentro del mundo, “una ciudad donde a los VIPs les gusta el buen vivir”. “Hacemos todo lo que no hay que hacer en la first row”, aseguraba otra catalana expatriada, Eugenia de la Torriente, directora de Vogue, desde saludar con la mano a sacar la lengua -modalidad que sustituye al lanzamiento de beso–. Las aristócratas van de trapillo, sencillas y casual, como Miriam de Ungría, princesa y con exitosa carrera de joyera gracias a sus piezas en ónix, o Blanca Suelves, de estampado estilo Carolina en Saint Rémy. Carlos Torretta, pareja de Marta Ortega y jefe de Elite Model, conseguió que la modelo Malgosia Bela abriera el desfile. Malgosia es rara, tiene arrugas y por tanto es una modelo excepcional. La felicito por su trabajo y por su coraje, y se ríe: la valentía va en el sueldo.
 
La programación, cada vez más competitiva, de PhotoEspaña, esa gran idea que dos viejos colegas, el periodista Alberto Anaut y el fotógrafo Chema Conesa, pusieron en marcha hace ya 20 años, visionarios de la precarización de nuestro oficio. Cristina García Rodero con sus peregrinos que tocan el cielo en Etiopía, o Alberto García-Álix, que comisaría ‘La exaltación del ser. Una mirada heterodoxa’, han sido algunos de sus “imperdibles”. Y, al tiempo, el matrimonio Foster, a quien algunos ya han comprado con los Thyssen, desembarcaba en la capital. Elena solo guarda un lejano parecido con Tita, y este procede de la extravagancia que llevan en su memoria genética. Ochoa es otra gallega que sabe mirar, influir y figurar. El jueves se abrieron las puertas de la Norman Foster Foundation en un histórico palacete de Chamberí proyectado por Joaquín Saldaña, donde se conservará parte del archivo del arquitecto, además de piezas de Henry Moore o Brancusi. La Fundación estará dirigida por por la arquitecta María Nicanor –ha pasado por el Victoria &Albert y el Guggenheim de Nueva York– y su actividad ha dado comienzo con el foro Future is Now, que reunió el pasado jueves al filántropo Michael Bloomberg, el diseñador Marc Newson, Nicholas Negroponte, co fundador del Media Lab del MIT, o el artista danés Olafur Eliasson. Lord y Lady Foster, mecenas sofisticados y cool, invitaron a discutir sobre los modelos de ciudad del futuro. Tecnología y arte, élite y comunidad, belleza y delirio. "El futuro es ahora", tan incierto como el polen de los plátanos sombríos.
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6 de junio de 2017
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Los nuevos esnobs

La ilusión de la autenticidad domina nuestras cuitas desde aquel famoso eslogan de Lucky Strike: “It’s toasted”, que no nació de la audacia de un grupo de publicistas como se ficcionaba en Mad men, sino por accidente. A pesar de que un incendio en la fábrica de American Tobacco Company destruyera buena parte de sus instalaciones, el depósito donde se almacenaba el tabaco –metálico– lo preservó del fuego, tostándolo. La necesidad aguza el ingenio. Y George Washington Hill, que sucedería a su padre como gerente de la marca, relató a Time que, paseando por la nave incendiada, su progenitor le preguntó a un compañero si había algo caliente que fuera verdaderamente apetecible: “La tostada de la mañana”, respondió. Y así nació ese “está tostado” que se traduce mentalmente por “es genuino”. La operación les salió redonda, una manera de sacarle partido a la realidad sin falsearla. Convertir las debilidades en fortalezas ha sido una constante del desafío humano frente al destino, y explica gran parte de las personalidades de los genios. “La naturalidad es una pose muy difícil de mantener”, escribía Oscar Wilde en Un marido ideal, y así resumía su forma de exaltar lo extremo. Hoy, en cambio, lo artificioso quiere ser natural, y la autenticidad se ha convertido en una forma de autoridad. Pero bajo esa aura de orgánico, de la etiqueta del huerto o la granja, de casero, también se agazapa lo falso.
El esnobismo se ha actualizado, y unos se arrodillan ante un artista que –con un presupuesto de ciento diez mil euros– ilumina automáticamente una sala vacía cada cinco segundos, al tiempo que otros degustan el peligroso y sabrosísimo pez fugu y lo cuelgan en Instagram para demostrar que su vida es la bomba. Esnobismo y pretensión, a menudo simbiotizados, son términos que no significan lo mismo: los primeros ganan en arrogancia, los segundos en tragicomedia. Dan Fox, en su entretenido ensayo Pretenciosidad, por qué es importante (Alpha Decay), sostiene que, gracias a la pretenciosidad, miles de parias han llegado a ser alguien en este mundo. “La pretenciosidad puede ser una forma de plantar cara al boato y las absurdeces de los poderosos”, asegura, y defiende que si nadie quisiera distinguirse de los demás o aspirar a más no podríamos evolucionar. Y más cuando la crisis ha expulsado a tres millones de personas de la clase media y nunca había estado tan baja la autoestima. La pretensión tiene una parte inconformista: la de querer sentirse especial en lugar de normal. “Nunca fracasarás como la gente corriente”, cantaban los Pulp. El legítimo deseo de dejar de ser uno mismo por un rato, de fantasear con que un día a uno se le ocurra algo tan simple y genial como “It’s toasted”.
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31 de mayo de 2017
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En modo verano

Cada año, cuando los días se dilatan, y por tanto la vida parece más larga, me pregunto si no somos más de verdad en verano. Con el acto de desvestirnos, al igual que al andar descalzos, sentimos que pesamos menos. Cuando nos aturdimos, a la hora de la siesta, ese momento de parálisis y sombra capaz de posponer cualquier urgencia, acordamos liberar el fardo que cargamos sobre nuestras espaldas. Las obligaciones del trabajo, los malabarismos en casa, las cartas del banco, las colas en ÿ la india, las matrículas, los seguros y los impuestos, la burocracia fina, y la gruesa… Ahí está el sinfín de servidumbres a las que nos entregamos, hasta que suena el timbre de la bicicleta y salimos en estampida. Así era en la infancia. No había otra alegría que se desparramara, incontenible, como la de terminar el curso. Empezaban las horas para dar de comer a los gusanos de seda, jugar al balón, holgazanear en el cuarto, leer, merendar tarde, iniciar alguna colección. Recuerdo los veranos con olor a mantequilla en casa de mis primas de La Seu, que vivían frente a la fábrica de El Cadí. El olor a la nata de la leche me entraba incluso por los oídos, igual que el cloro de la piscina donde Antonia y Amalia me enseñaron a nadar. Se iba cristalizando la idea de que las vacaciones traían una aspiración: la posibilidad de empezar algo, de cambiar de gustos, de inventarnos otro destino, de desalojar
las hojas amarillas del pasado que nos impiden ver la vida en azul.
Podríamos contar nuestras vidas a través de la sucesión de veraneos. Es fácil recordar los destinos elegidos, rememorar amores y olores, paisajes, la lluvia caliente en las tardes grises cuando la mayor ocupación es desocuparse. Porque lejos del lugar común de la indolencia o de la pereza, el verano es un paréntesis vital, acaso la estación del año que representa más fielmente cómo somos sin tarjetas de visita ni disfraces profesionales. En su brevedad se concentra la ilusión de un tiempo que nadie nos arrebatará, y en el cual soltamos los arneses que nos fijan a nuestro propio cliché. 
Hay una frase de Baudelaire, quien muy a menudo fue desconsiderado –humillado incluso– en los círculos literarios, que incide en el tamaño real de nuestra libertad: “En la extensa numeración de los derechos del hombre que la sabiduría del siglo XIX reemprende frecuentemente, hay dos puntos muy importantes que han sido olvidados, que son el derecho a contradecirse y el derecho a irse.” Abrazo el efecto liberador del verano, también su indulgencia y su fugacidad, la ausencia de protocolos, el viento salvaje que nos despeina, la invitación al descubrimiento sin movernos de la hamaca. Y, a la manera de Baudelaire, el derecho a irse de uno mismo cuando nos dé la gana.
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30 de mayo de 2017
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Desprecio

La semana pasada desayunamos leyendo la noticia del presunto blanqueamiento de capitales de Sandro Rosell, a quien se le atribuye haber trajinado la misma cantidad que Cristiano Ronaldo ha burlado al fisco –de quince en quince millones, y tiro porque me toca–, y nos topamos de nuevo con la evidencia de que los negocios del fútbol son tan opacos como los del ladrillo, el Palau o el Canal de Isabel II, pero se toleran mejor, se llame uno Messi o CR7, como si el ciudadano de a pie, cada vez más adelgazado de espíritu y de saldo, les debiera algo por alcanzar una gloria efímera gracias a sus goles.
Entre tantas noticias de lavandería de guante blanco y señoritingos con jet privado que pueblan las celdas carcelarias, también leímos que los psicólogos especializados en acoso escolar –sobre quienes recae la responsabilidad de evitar autolesiones o suicidios, por ejemplo– cobran quinientos euros al mes. Desde que se pusiera en marcha, el servicio del 900 018 018 –activo día y noche– ha atendido más de 17.000 llamadas: es tarea compleja la de hablar con un menor arrasado, vacío de autoestima y lo que es aún peor, de alegría. Las transferencias experienciales que estos profesionales logran por teléfono son de extrema importancia: sin verlos ni olerlos, intentan transmitirles confianza y un pu­ñado de herramientas que les sirvan. También procuran brindarles el coraje necesario para revertir una situación en la que el débil acaba por creer que merece ser vejado y mantiene en silencio su dolor.
El ministro Méndez de Vigo, al ser preguntado por este penoso asunto, ha echado balones fuera señalando que no compete a su departamento sino a la compañía adjudicataria del contrato público. Y añade que lo verdaderamente importante “es que el servicio sea bueno”. Al carajo con la precariedad que desalienta a los trabajadores sociales que no llegan a fin de mes. ¿Cómo una especialidad tan compleja –y lo son todas las que se refieren a docencia y tutela de niños y adolescentes– puede ser tratada de forma tan despreciable? Siento gran envidia por aquellos países que seleccionan a los estudiantes más brillantes para formarles como educadores. En Finlandia, por ejemplo, es necesario un 9 de media de nota de corte, y por supuesto, están muy bien pagados. La noción del triunfo no se apoya en burbujas y pelotazos, sino en una sólida formación de las generaciones futuras.
Estamos a la cabeza de Europa en temporalidad, con uno de cada cuatro contratos que se firman con esta fórmula que eterniza la inestabilidad social, y cerca de la mitad de los trabajadores se las arregla con salarios por debajo del mileurismo, según un informe elaborado por el sindicato de Técnicos de Hacienda (Gestha) con motivo del Primero de Mayo. ¿De qué sirve diseñar planes estratégicos nacionales si los pilares de los mismos no pueden soportarlos, empezando por el menosprecio hacia aquellos que forman y atienden a nuestros hijos?
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29 de mayo de 2017
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Escritores de romería

Madrid quema, y las rosas del Retiro se cocinan a un sol rabioso. El aroma a pétalos marchitos y a verdor hervido acompañará a los escritores en su romería durante este verano en primavera. Ayer se inauguró “realmente” la Feria del Libro –que los monarcas detallen los títulos que compran ya forma parte de un principio mediático y simbólico, ignoro si moral–. Creada en la II República como parte de los festejos de la Semana Cervatina, la Feria renueva su besamanos y ofrece libros recién salidos del horno, donde los denominados “autores” estamparan su nombre, cumpliendo con el ritual de la dedicatoria; el sector editorial, junto al orfebre y al de sábanas y manteles, fueron pioneros en inaugurar la tan manida “personalización”.
 
La canícula siempre ha estado ligada a la literatura. “Insolación" tituló Emilia Pardo Bazán aquella historia en la que una madura aristócrata gallega sufre un golpe de calor en una feria y queda atrapada en la tela de araña de un encantador señorito andaluz mucho más joven que ella. Así de brava y moderna era doña Emilia. Las madames Macron han ido ganando terreno: alcanzan una edad en la que ya nada les sofoca. Como Isabel Allende, una de las protagonistas de esta edición, que regresa a Madrid con “Más allá del invierno” (Plaza & Janés). Hace un par de años, cuando publicó “El amante japonés” coincidiendo con su separación de Willie Gordon –27 años juntos–, declaraba que estaba abiertísima al amor y que las veces que había tenido amantes “había sido rebuenísimo”. Allende trae siempre cola. Las filas de lectores ante las casetas provocan feísimas comparaciones. Los famosos suelen arrasar, aunque les hayan escrito el libro, mientras que algunos autores mayúsculos y minoritarios deben refugiarse en el teléfono.
 
En 1977 la prensa madrileña afirmaba “hay más editoriales que partidos de derechas”. Ir a ver escritores se había convertido en un pasatiempo noble y adquiría un beneficio simbólico y reparador, más allá del fetichismo. Algunos se resistían, como el Delibes misántropo a quien le fastidiaba desplazarse cada mayo desde su querido Valladolid. Se cuenta que, en una ocasión, un admirador le pidió una dedicatoria para él y su perro. Delibes, molesto, le contestó que los perros no disfrutan de la lectura, a lo que el orgulloso amo le replicó que el suyo sí, y que, de hecho, él mismo le leía pasajes de sus obras. "Pues fírmeselo usted mismo”, resolvió. Uno de los autores más esperados en esta edición es Juanjo Millás con “Mi verdadera historia”, un libro de pasaje y anclaje, el retrato de un adolescente osado y frágil que no se suelta desde la primera página. Millás, cada vez más ajeno a las fiestas de escritores, tiene la agenda saturada. Le pregunto si se siente a gusto en la caseta: “Cuando estoy dentro, tanto si firmo como si no, me acuerdo de cuando de pequeño me mandaba mi madre a la tienda de ultramarinos a por un cuarto de galletas hojaldradas y 200 gramos de chóped. Me parecía a mí que el dependiente, por el simple hecho de encontrarse al otro lado del mostrador y de manejar con aquella seguridad la cortadora del bacalao, había llegado, signifique lo que signifique llegar. Creo que todo lo que he hecho en la vida tenía que ver con el deseo de alcanzar el otro lado del mostrador. Podría haberlo alcanzado cortando el bacalao, pero, mira por donde, vendo libros”.
 
Entre las firmas más esperadas se cuentan el reciente Premio Alfaguara Ray Loriga, Enrique Vila-Matas, David Trueba, Javier Marías, Rosa Montero, Joël Dicker, otro de los ilustres visitantes foráneos, o Fernando Aramburu, cuya “Patria” (Tusquets) se lo come todo. Pocas mujeres tienen programadas sesiones intensivas, entre ellas: Cristina Morató y su vida de Lola Flores o Julia Navarro, que siempre arrasa. Cayetana Guillén Cuervo debuta con “Los abandonos” (La esfera), libro apuntalado en la saudade de Pessoa, intimista y sincero, que aborda el duelo, la pérdida y la construcción de nuestro propio abandono. “¿En qué momento se me escapó la vida?” se pregunta Guillén Cuervo al certificar que todos tenemos las mismas cartas y que los atajos no existen. O que el calor es el mismo para todos. 
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27 de mayo de 2017
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Bang Bang

Ariana Grande era, hasta ayer, una portavoz del mundo rosa metalizado de la preadolescencia. En su registro, el de una joven estrella del pop que triunfó en las series azucaradas para niños, los ­tacones se llevan con calcetines cortos, las colas de caballo son muy altas y se estilan traseros como Cadillacs –así lo canta en Bang bang, desinhibida y sexua­lizada: “Bang bang en la habitación (sé que lo quieres) / Bang bang encima de ti (te dejaré tenerlo)”. Sus letras hablan de chicas malas que consiguen que “tu mente explote”, de amores peligrosos a lo Bonnie & Clyde y de feminismo chic. Venden una transgresión tácitamente aceptada en el mercado teen –en España los llamados millennials suman cinco millones de consumidores–, tan audaz como mimado por las marcas. En los ­videoclips de Ariana, en Break free por ejemplo, aparecen monstruos con armas que fulminan a quien les da la gana con rayos verdes. No se trata de indios y vaqueros, pero sigue reproduciéndose el esquema maniqueísta de buenos y malos, mezclando inocencia con se­ducción.
Ayer el mundo rosa metalizado de Grande saltó por los aires en Manchester, ante miles de chavales que apenas se han desperezado de la niñez y que aún no conocen el significado de la palabra atentado. Ver reflejado el terror en la mirada de un niño te horada por dentro. Hay devastación en ello. Como pisar un jardín recién cultivado. En la radio buscaban precedentes comparables y recordaron aquella escuela de Beslán donde murieron 186 niños en el año 2004, o un colegio judío en París atacado hace un lustro. Pero, en Manchester, los terroristas no sólo detonaron una sangrienta bomba entre los más vulnerables, jóvenes que ignoran la yihad salafista y su califato de terror, ajenos también a la creciente islamofobia, chicos que quizás sí sepan que cerca de trescientas estudiantes fueron secuestradas en una escuela nigeriana y que más de cien siguen en manos de sus verdugos tres años después sin que la inteligencia internacional haya sido capaz de encontrarlas. La bomba, que explotó en una atmósfera peinada de risas y efectos especiales, cayó sobre el estilo de vida occidental, sobre los padres que llevan a sus cachorros a conciertos, sobre las madres que siguen sus mismos pasos de baile, sobre las letras tontorronas y picantes, sobre la vida ligera e instagrameada. También cayó sobre los valores que asientan la democracia.
Y además de cobrarse dolorosas víctimas, agranda más la brecha entre los partidarios de la integración multi­cultural y los que quieren volver a le­vantar muros. El terrorismo siempre ha ­sido sinónimo de un mundo cerrado con candado. Su llave es la libertad.
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24 de mayo de 2017
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Rosas rojas

Los colores suscitan emociones, influyen no sólo en el ánimo, sino en la composición del marco mental que nos hacemos acerca de lugares o personas, y según Goethe –que soñaba con ser pintor– poseen un efecto sensible-moral: no se viste a los bebés de negro ni las novias se casan de rojo, al tiempo que las tiendas de lujo reniegan del verde menta, un color más eficaz en el supermercado. La carga histórica y semántica se incrusta a la tonalidad: Judas vestía una túnica amarilla, yellow también significa cobarde y, en Francia, a la risa falsa se la denomina risa amarilla. La advertencia se sigue señalando en dicho color: hace años distinguía a los judíos o las madres solteras a fin de segregarlos, mientras que hoy es el color de los chalecos fluorescentes en la carretera. Por el contrario, el color tradicional de la pureza, el blanco, ha ampliado su campo de identificación y ahora representa tanto modernidad como perfección, lujo y calidad.
“Definir el color no es un ejercicio fácil”, asegura el historiador francés Michel Pastoureau, experto en colores y símbolos, que explica cómo los significados no sólo han ido variando a través de épocas y sociedades, sino que delimitan fronteras culturales. El luto, por ejemplo, se viste de negro en todo Occidente, mientras en Sudáfrica se identifica con el rojo, en Egipto con el amarillo, con el marrón en India o en China con el blanco. Neurólogos y ­antropólogos han estudiado las emociones que suscitan los colores y que se encuadran en dos grupos: “cálido/frío”, “activo/pasivo” o “pesado/li­gero”, que son reactivas, innatas e independientes de factores como la nacionalidad o el nivel de formación y, por otro lado, la respuesta emocional del “gusta/no gusta” que pertenece a las llamadas preferencias –debido a su carácter reflexivo– que dependen del contexto y la experiencia previa del observador con los estímulos cromá­ticos.
En su recién publicado Los colores de nuestros recuerdos (Periférica), Pastoureau rememora un episodio de su juventud que tiene mucho que ver: enero de 1961, dos compañeras de instituto –de 11 y 14 años– son expulsadas durante una semana por vestir pantalones, prohibidos entonces a las féminas salvo en días de mucho frío. Lo hacía, y no se trataba de vaqueros, vetados por considerarse indecentes. ¿Qué podían tener sus pantalones para merecer tal castigo? Su color. “¡Nada de rojo en un centro escolar de la República Francesa!”, escribe. Han pasado cincuenta y seis años, pero los colores siguen dividiendo. En España, el sentido de la palabra rojo aún produce a la derechona síntomas parecidos a los de la hernia de hiato.
El rojo se asocia con fuego y pasión, acción, fuerza y poder, pero también con peligro, sangre y guerra. Por ello, el espinoso escarlata de la rosa socialista, tras las primarias del PSOE, nos devuelve aquella pregunta de aquel pintor frustrado que fue Goethe: “¿Un vestido rojo sigue siendo rojo cuando nadie lo mira?”.
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22 de mayo de 2017
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El Boomeran(g)
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