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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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París y una misa por Dior

París no está preparada para soportar treinta y siete grados. En la semana de la alta costura, donde antaño me recreaba con las más exquisitas fragancias que arrastraba la brisa –“perfumes niche” les llaman, firmados por narices que no necesitan publicidad–, ahora huele a sudor. En el jardín de Les Invalides, reservado para el desfile Dior, las modelos lucen abrigos desde la nuez hasta el tobillo y el contraste es pura contradicción. Invierno en verano. Parisinas y americanas agitan los abanicos tan torpes como frenéticas. En la pasarela, las modelos con largas faldas de lanas grises plisadas y ceñidas al talle –entre las suffragettes y las viajeras de primeros del siglo XX– dejan atrás el imán de la seducción. Sexualizar la moda no está de moda, afirman los creadores, en especial la primera jefa en la historia de la Maison, Maria Grazia Chiuri, que ha convertido el feminismo de camiseta en tendencia. En Toraya, un japonés extrañísimo de la rue Saint Florentin, mi vieja amiga Laurence Benaïm –la única biógrafa autorizada de Saint Laurent– me da su explicación: “creo que las maisons se han dejado influir por la cultura islámica y sus compradoras, por eso cortan la fantasía y crean patrones que cubren hasta el último centímetro de piel de las mujeres. Estas colecciones se venderán muy bien en el Golfo”. Y de postres, un gosip: “A Macron le llaman playmobil one”.
 
La Maison Dior festeja su 70 aniversario con la exposición de moda más sublime de la historia, empeño personal de Olivier Bialobos, cabeza de la comunicación de Arnaud. Las dos salas del Musée des Arts Décoratifs ejercen de túnel del tiempo, recreando un galería de arte, un atelier y un salón de baile con los trajes que en su día lucieron Grace de Mónaco y la princesa Diana, Charlize Theron o Jennifer Lawrence, que posa frente a su traje. Pero la celebrity más esperada es Madame Macron, así la llaman las estilistas francesas a quienes su estilo retro a lo Courrèges les recuerda a Julieta Serrrano en “Mujeres al borde de un ataque de nervios”. “Demasiado bronceada” añaden, malignas. El misterio de Dior radica en que en menos de diez años convirtió su apellido en marca internacional. Era discreto y refinado, antes que couturier vendía cuadros de Braque o Dalí –muchos de ellos, en la muestra–. Murió muy joven, no dejó tantos aforismos como Chanel, aunque, junto a ella dibujó una nueva silueta femenina culta, moderna y poderosa.  
 
Al día siguiente, martes, al terminar el desfile de Chanel, a los pies de una Tour Eiffel levantada solo para ese momento –siempre haciendo magia–, cruzo al Petit Palais, que esconde uno de los jardines más deliciosos de París. Los pájaros picotean mi desayuno. Uno se posa con estilo en la esquina del ordenador. La felicidad es un instante. Por la tarde, minutos antes del desfile de Mr Armani, custodiado por Sofia Loren, Isabelle Huppert y nuestra Rossy de Palma, hago cola en los baños desastrados de Chaillot, un garaje sórdido donde me encuentro a Alicia Chapa, de la revista Telva. Le pregunto qué demonios hacemos allí, por qué regresamos una y otra vez a ese carrusel de penalidades, donde una camada de personajillos se dan aires, y las celebrities visten con tal esmero que podría parecer el ultimo día de su vidas. “Somos unas viciosas”, me responde la sabia colega. “La moda te puede masticar y escupirte” ha declarado Lucinda Chambers, ex Vogue inglés, a la revista Vestoj. Ojalá solo nos masticara y escupiera la moda.  
 
Al atardecer,  Chanel presenta su nuevo perfume, Gabrielle, inversión millonaria. Está inspirado en la insolencia y rebeldía de la joven Chanel; a ninguna biografía se le ha sacado tanto partido. En el Palais de Tokyo, convertido en una habitación a oscuras, explota un delicioso ramo de tuberosa y ylang-ylang. Para poder ver en exclusiva el spot, protagonizado por Kristen Stewart, te confiscan el móvil. Privilegios sobreactuados. La noche termina con baile y música en directo de Pharrell Williams, las musas y sirenas de la casa bailando: Ines de la Fressange, Caroline de Maigret, Alessandra Mastonardi o Adriana Ugarte, junto a Lagerfeld; la vida rosada. Yo me lo pierdo, me voy con la cabeza llena de los pájaros del Petit Palais, a punto de desearle a esta página y a todos ustedes, amables lectores, un verano azul.  
 
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8 de julio de 2017
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Turista interior bruto

Eres una turista en la ciudad de los prodigios. Pasas desapercibida entre ellos, con sus pechos desnudos y sus gorras tutti fruti, expresión en desuso que tantas alegrías nos procuró. Te dejas llevar por la corriente, andas en la misma dirección que los caminantes uniformados con shorts y chanclas, intentas simular que recién descubres sus fachadas. Recuerdas la primera vez que estuviste en París o Nueva York y la avidez con que las recorriste, pero ya nunca más volviste a sentir lo mismo; ocurre con el amor. Avanzas por el paseo del Mar a sabiendas de que no te pertenece; allí sobras, expulsada por un olor a comida rápida mezclado con la arena. Es un aroma que no corresponde al lugar. De lejos, el agua parece limpia, piensas en bañarte como una turista más, pero algo te lo impide. Causa un pudor extraño el bañarse en la ciudad prodigiosa. Los chiringuitos se reproducen, trillizos, cuatrillizos, idénticos y rivales. Las tablas de surf se han convertido en un elemento de decoración playera: desatan las fantasías de la gente, que se imagina sobre ellas con el pelo y la piel ­secos por la sal. La marca de la libertad: todos soñamos con ser más salvajes y no hay manera. Un campeonato de voleibol sacude los cristales del hotel Arts, donde una colonia de americanos impone el lujo despreocupado. Visten en código do­minguero. “Sea noodles”, llaman a la fideuá. Me asombra cuántos adultos que pueden pagarse un hotel caro van tatuados como marinos de otra época. Siempre he desconfiado de los caprichos que se convierten en actos irreversibles, aunque ahora los quiten con láser. Algunos, tras tatuarse una calavera, se sienten reno­vados, otra forma de entender el lifting.
Ser turista te sitúa en una categoría adocenada y permisiva, aunque a la vez denigrante: no importa la apariencia. Clonados, idénticos, igual que las esquinas de las ciudades franquiciadas, su actitud transmite una manera provisional de estar en el mundo que los sitúa más allá del bien y del mal. Los turistas ven a los oriundos como personas ajenas y empequeñecidas en sus vidas anónimas. No quieren empatizar. El sentido del ridículo ha sido expulsado de su cartografía emocional. No viajan, turistean. Entre sus voluntades destaca la de llevarse de la ciudad un sentimiento y un puñado de fotos. Por ello cumplen a rajatabla un itinerario, un peregrinaje que incluye las patas de las cigalas, las cervezas en la playa y el disfraz de flamenco.
Los treinta millones de visitantes que pasan al año por Barcelona suponen cerca de tres mil millones de euros anuales. Riqueza, sí, pero ¿a qué precio? Todos conocemos ejemplos de ciudades postal, o mejor dicho, parques temáticos desprovistos de su sabor original, igual que un chicle gastado que al final acaban escupiendo hasta sus propios habitantes.
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5 de julio de 2017
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Filosofía con látigo

Conozco a estudiantes españoles que han querido hacer su Erasmus en Liubliana o un posgrado en un pueblo suizo, sólo porque en su universidad da clase Slavoj Zizek, un filósofo estrella, viral, que se ha erigido en mentor –ahora los líderes han sido enterrados por el mentoring– de una generación crecida de más a menos, que ha disfrutado de una infancia de clase media pero se ha tenido que contentar con una juventud de nuevo pobre; y aún y así prefieren ser free lance, manteniendo el control de sus horas en lugar de convertirse en modernos esclavos sin horario de salida. Atesoran la máxima de Goethe: “Pensar es más interesante que saber”, por lo que a veces su arrogancia intelectual desata humos, aunque resulte inspirador estar al tanto de sus filosofías. Frente a los jóvenes que viven en posición horizontal, agarrados al mando de la consola, ellos, verticales y en posición de salida, no rehúyen la pelea cuerpo a cuerpo, auténticos vocacionales de la acción ciudadana (la vo­cación la compone una visión y una misión, y así son ellos, visionarios y mi­sioneros). El 15-M hizo a muchos activistas con k, llamándoles a filas por su nombre, castigo del oficialismo bipartidista y la corrupción; y salieron en tromba desde el profesorado o el trabajo social, desde los casals o los barrios.
Muchos de estos jóvenes aguardaron horas el pasado jueves en Madrid para escuchar su oráculo de Delfos, al filósofo Zizek. La cola en el Círculo de Bellas Artes adelantaba a las del día siguiente, viernes, con el estreno de las rebajas. El pensador esloveno, vehemente y locuaz hasta lo torrencial, se prodigó en conferencias y entrevistas, alternando teoría y humor, incluso delirio –hasta llegar a quedarse solo en su defensa de Trump–, para hablar de populismo y comunismo, de capitalismo y cultura. No dejó pasar su desazón ante la falsa tolerancia y el sentimentalismo, y alertó de la función controladora de las redes. Zizek despreció también la acumulación de información en estos tiempos nuestros, que según proclama, no nos hace mejores ni más inteligentes. “Sintetizar y simplificar los datos es mejor que tener todos los datos. Somos ordenadores estúpidos; lo sabemos todo pero no discernimos. (...) Acumulamos datos, pero no tomamos decisiones”, declaraba a El Mundo.
Pero las buenas decisiones necesitan tiempo y se alargan: la política y la justicia son dos buenos modelos de una ­esforzada acción a la que podría denominarse slow-speed machinery. Sus planteamientos y resoluciones –y no digamos su implementación– se expanden de manera que el pasado acaba siempre siendo un prólogo. Da igual, el showman Zizek sacó una vez más el látigo, como en una cariñosa riña de niños, y fustigó a aquellos estudiantes que devoran sus vídeos en YouTube, a los guerrilleros urbanos con piercings, a los políticos de Podemos para decirles: pasad a la acción en lugar de darle vueltas a las cosas, no hay tiempo para seguir mirándose al espejo.
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3 de julio de 2017
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Orgullo con champán

En octubre de 2001, apenas un mes después del atentado de las Torres Gemelas, entré en el despacho de Glenda Bailey, una británica neoyorquinizada lo suficientemente excéntrica y buena periodista como para tomar el mando de Harper´s Bazaar –este año celebró su quince cumpleaños al frente de la histórica cabecera–. Tras describirme las nubes negras que sobrevolaban el Hudson y que contemplaba con horror desde su amplio ventanal de la Hearst Tower –en la 57 con la 8ª–, le pregunté cuál era su estado de ánimo y el de la redacción, a lo que respondió que, tras el hundimiento anímico, se había impuesto llevar tacones, más altos aún de lo habitual, para elevar la autoestima pisando fuerte. Los tacones como un acto de resistencia. En aquel momento me impresionó el gesto, histriónico pero a la vez cargado de simbología. La fe en el estilo sobreponía del abatimiento. Lo hubiera podido suscribir Diana Vreeland, la mujer que le confirió a la publicación el carácter de Biblia del nuevo gusto a mitad del siglo XX: "El estilo te ayuda a bajar las escaleras, a levantarte por la mañana. Es una forma de vida. Sin él no eres nadie. Y no hablo de ropa" sentenció.
El sábado 2 de noviembre de 1867 apareció el primer ejemplar de Harper’s Bazar, entonces escrito con una sola ‘a’. Aquel fue un año de avances: el cirujano y aristócrata Joseph Lister realizó en Glasgow la primera intervención quirúrgica bajo condiciones de asepsia, Alfred Nobel inventó la nitroglicerina y Karl Marx publicó el primer tomo de “El capital”. La engrasada maquinaria de la Revolución Industrial había puesto toda marcha hacía el progreso, aún un horizonte nítido. En ese contexto, la revista se presentaba como “un almanaque de moda, placer e instrucción”. En sus páginas colaborarían Henry James, Jack London o Normal Mailer, Man Ray, Henri Cartier-Bresson o Robert Frank y sus americanos tristes.
 
Pocos hubieran apostado a que 150 más tarde no solo estaría más viva que nunca, sino que tendría 32 ediciones internacionales. En su larga etapa, Glenda
Bailey ha elegido con habilidad a políticas y actrices en sus portadas. Y aunque ya hubieran posado Lauren Bacall o Audrey Hepburn, abrió el canon, atreviéndose con Lena Dunham, Beyoncé y Lady Gaga. Y para este aniversario Madonna –una de sus más cercanas amigas junto con Dona Karan o Hillary Clinton–  ocupó la portada con una reivindicación que podía leerse en plural: “Dicen que soy polémica, pero lo más controvertido que he hecho ha sido mantenerme”.
 
Esta semana, en la madrileña Casa Velázquez –territorio francés donde residen artistas becados–,con  uno de los mejores atardeceres de la villa, se celebró el 150 aniversario desde la edición española. Una Naty Abascal con paso de gacela, porque para ella la vida es una inagotable pasarela, desplegó encantos y bordados de inspiración española que tanto se llevan en París. Con Paz Vega, que desde que se cortó el pelo y cumplió años recobró el amor de las editoras, o Verónica Echegui, el mejor ritmo de la noche, Macarena Gómez y las modelos Ariadne Aritles y Teresa Baca bailó la nueva directora de Bazaar, Yolanda Sacristán (ex Vogue). Las directoras no suelen invitar a otras directoras a sus fiestas, pero algunas escapamos a esa norma no escrita, otra veleidad más del sector. Recuerdo cuando Daniela Cattaneo, italiana pragmática que estuvo en Vogue, me espetó en un ascensor de la Castellana:" pero qué barbaridad estos almuerzos entre directoras, si somos competencia feroz. En Italia es impensable". Emocionada,Yolanda Sacristán anunció su regreso Hearst (antes Hachette)–a veces los periodistas acaban donde empezaron, fieles al eterno retorno nietzscheano–, y la noche se alargó hasta bien entrada la madrugada, Sacristán, junto a la editora Benedetta Poletti, destacó una palabra: “orgullo”. El de la prensa en papel, el de su misión en la moda, el del histórico legado. Justo cuando el clamor del World Pride 2017 ha oxigenado un Madrid con brisa. Hasta el Prado y el Thyssen celebran “El amor diverso” y “La mirada del otro. Escenarios para la diferencia”, adorando a Caravaggio, Bronzino, Goya o Bacon. Dicen que la ciudad recibe dos millones y medio de visitantes estos días, pero se diluyen mejor que el guirigay de guiris gays, heteros e incluso alienígenas que atestan la sufrida Barcelona. Orgullo y estilo, dos estados de ánimo que engordan con buenas dosis de terquedad y champán.
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3 de julio de 2017
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Filantropía, a quirófano

Me llama el doctor Antonio Lacy alarmado por las demoledoras críticas a Amancio Ortega tras anunciar que, a través de su fundación, dona 320 millones de euros a la sanidad pública. El cirujano quiere organizar un debate abierto, discutir a fondo la debilidad de la ley de Mecenazgo con el propio Amancio, y desentrañar el significado de que algunos millonarios –unos cuantos no sueltan ni un céntimo– sean espléndidos y ayuden a mejorar el siempre insuficiente rendimiento de la educación o la salud. Lacy entró en el Clínic en el año 1973, y desde entonces ha asistido a una transformación descomunal del quirófano: hoy operan en 3D y con robots. “Somos un hospital de referencia a nivel mundial por nuestra innovación tecnológica, que ha sido posible gracias a donantes y a que la industria ha apostado por nosotros. Catalunya tiene la mejor sanidad del país, y en parte se debe a las aportaciones privadas; recordemos a Pere Mir y los 150 millones de euros que ofreció al sistema sanitario catalán”. Lacy afirma que el futuro de la medicina es la robótica, y que vale un potosí.
Cuando Esther Koplowitz dedicó 15 millones de euros para levantar su centro de investigación biomédica, fue investigada al momento, como si el fisco no se creyera que donaba ese dinero sin ninguna otra finalidad que su compromiso filantrópico. En más de una ocasión le oí decir que es lo mínimo que podía hacer: devolver una parte de lo que la vida te ha dado. Filantrocapitalismo denominan los críticos a la combinación del amor al género humano con el afán neoliberal de maximización de beneficios económicos, por lo que el bien social y la reducción de la desigualdad quedan desdibujados como objetivos. En EE.UU. o Gran Bretaña, a diferencia de nuestro país, los apellidos de la sociedad más pudiente figuran en las paredes de sus hospitales o bibliotecas sin pizca de desconfianza. Se recela de que las donaciones fortalezcan un orden social y un sistema económico en los que pobres y ricos se necesitan mutuamente, pero unos deciden y los otros se someten; el sempiterno debate: pobreza versus desigualdad y caridad versus derechos sociales. Es patente que Amancio Ortega, salvo en el establecimiento de un modelo de negocio que ha cambiado profundamente la industria de la moda, no es un revolucionario, e incluso es probable que su estrategia benéfica tenga puntos que puedan mejorarse. Pero una vez más, constato esta especie de alergia al rico, un gesto coral muy español, hipócrita y arrugado. En lugar de generosidad, muchos leen oportunismo, aunque si lo precisaran quizá serían los primeros en correr a beneficiarse de los mamógrafos y equipos de radioterapia de última generación que se instalarán en hospitales públicos de las diferentes comunidades autónomas españolas gracias a los millones de Ortega. En todo caso, y comparando la inversión de su fundación con los 37.000 millones que ha donado Bill Gates, podría entender que lo criticaran por tacaño.
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26 de junio de 2017
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Los nuevos samurais

Hubo un tiempo en que los jugadores del Barça, cuando viajaban en el autobús rumbo al partido de turno, se pasaban un libro titulado “El poder del ahora”. Nueva espiritualidad de corte laico para los virtuosos del balón mimados por el éxito precoz y posteriormente expulsados del campo cuando aún son chicos jóvenes. A mi me lo recomendó Lydia Delgado, que fue una anticipadísima propulsora del mindfulness –vivir el momento a conciencia– al igual que el bueno de Rijkaard, un hombre de quien muchos han alabado su sensibilidad y bonhomía. Carles Puyol, por ejemplo, me contaba hace poco que para él resultó toda una escuela de humanidad. A los futbolistas –exceptuando a Valdano, Pep Guardiola y alguno más– se les ha atribuido poca lectura y mucha depilación.  Aunque la relación entre literatura y futbol, es prolija y creativa: de Gaelano a Pasolini, Peter Handke, Bolaño, Pàmies o Hornby.  En verdad, se precisan grandes dotes de psicología para gestionar la presión, el triunfo, las lesiones y la retirada. Tras haber alcanzado la gloria, cualquier motivación se queda corta al tener que descalzarse las botas a no ser que te llames David Beckham, hayas atesorado un estilo cosmopolita y te gustes mucho.
 
El Spice Boy regresó esta semana “a casa”, con las marcas del tiempo ennoblecidas en su impecable Tweed. Del chico de pelo pincho, el crack hortera que inauguró sin pudor la metrosexualidad, no queda ni rastro. Becks es presentado como un icono de estilo, y ejerce de  embajador de Biotherm –la nomenclatura diplomática fascina al show business–. Pionero de muchas modas, ahora la de adornarse con ese aire de nuevo samurai que pasean hoy los hombres de bandera, los que se exhiben a sí mismos con una gallardía impetuosa, visitó Madrid seta semana con el moño que viene arrasando en Hollywood desde hace algunos años: Leonardo di Caprio, Chris Hemsworth, Joaquin Phoenix... Una tendencia recibe el nombre de mun, acrónimo de los términos anglosajones man (hombre) y bun (moño) y que apareció a principios de 2014 de la mano de Jared Leto, quien dejó crecer su cabello por exigencias del guión y empezó a recogerlo de forma que evocaba el peinado de los antiguos guerreros japoneses. Todos recordamos que  la mujer de Beckham, cuando vivían en la capital, aseguró no haber leído un libro en su vida sin ningún tipo de pudor. Hoy, en cambio, disfruta del “poder del ahora” y se ha convertido en una afamada diseñadora de moda.
 
Beckham lució trajeado, la camisa abrochada hasta la nuez y nudo Windsor cubriendo apenas los tatuaje de su cuellos –uno de los más de cuarenta que se ha inscrito–. Ha hecho de su cuerpo un catálogo de grafías, dibujos, números y fechas, símbolos e incluso proverbios que los tatuadores de las estrellas pueden ofrecer, y aseguró: “La historia de mi vida está escrita en mi piel. No esperes leerla en mi rostro” .Beckham también fue pionero en posar dentro y fuera del campo. Pensemos sino en la temporada de bodas balompédicas recién inaugurada –con Antoine Griezmann y Erika Choperena, Marc Bartra y Melissa Jiménez, Álvaro Morata y Alice Campello o Mario Suárez y Malena Costa dando el “sí, quiero”–, que coronarán el próximo día 30 Leo Messi y Antonella Roccuzzo con un enlace para el que han pedido acreditación ciento cincuenta medios de comunicación, y verifiquemos con Beckham aquella máxima que afirma que el arte del diplomático –¿o era del comerciante?– consiste en llevar algo desde el sitio donde abunda al lugar donde se paga caro.
 
“He echado de menos Madrid desde el día que me fui así que siempre es genial estar aquí” afirmó el nuevo consejero dermatológico de los señores: “tenemos la piel más grasa que las mujeres, por eso es importante que nos la cuidemos”. Embajador de UNICEF y presidente su propia fundación, se mostró como un hombre cordial que en su presentación madrileña se refirió a él y a su mujer como “padres trabajadores y grandes profesionales”. Sigue presidiendo la lista de los futbolistas más atractivos de la historia, aunque algunas mujeres no estén de acuerdo: “el número uno es Zidane, el hombre más guapo del mundo” afirman las periodistas de la redacción madrileña de Fashion&Arts, y añaden a Diego Forlán, a Madini y Totti o a Xabi Alonso. Yo, que fui súper fan de Cruyff, desgarbado, flaco y con esa insolencia revoltosa, me pregunto sobre los modelos de masculinidad que pasan del balón a la ropa interior sin pestañear. ¿Sólo por dinero?
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26 de junio de 2017
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Burbujas de ilusión

De todas las crisis que hoy nos embisten, una nos golpea por encima de todas. Me refiero a la de la ilusión. Sí, esa palabra tan cursi que parece reservada a los ingenuos o benditos pero cuyo poder hace posible que el ser humano encienda un amor, cultive un jardín o descubra un medicamento. No sólo aporta brillo a la mirada, provoca el ansia necesaria para degustar la vida en lugar de comer mierda, el nervio que otorga un sentido a los días. La ilusión es el condimento imprescindible para que levantarse de la cama e ir al trabajo no sea un patético dibujo animado. Es la voluntad de asombro que tan bien le sienta a nuestro rostro. A los amigos les preguntas “¿cómo estás?”, y te responden “tirando”; los unos se refieren a la precariedad, a la cadena de “noes”, los otros al calor que nos ha arrebatado la ilusión de verano, y la mayoría acusa el esplín contemporáneo, un cierto aire de melancolía y derrota. El desencanto se ha apoltronado en miles de vidas cotidianas, rebajando los niveles de dicha.
Mientras para nuestros vecinos europeos la palabra ilusión está cargada por el diablo –una quimera, una interpretación sensorial errónea, una esperanza infundada–, en español y en catalán siempre se ha cargado de complacencia, la que viste a una persona ilusionada, plena de deseo, satisfacción y realización. A menudo se la ejemplifica como una zanahoria al final de camino, aunque esta sociedad tan revuelta no deja de meterse en callejones sin salida.
A comienzos de los ochenta, el filósofo Julián Marías publicó su Breve tratado de la ilusión, que Alianza sigue reeditando. El discípulo de Ortega y Zubiri la entendía como una espera anhelante y emocionada de algo positivo por venir y que no solamente anticipa lo que está por llegar, sino que conecta presente y futuro, conduciéndonos del uno al otro. Las ilusiones son dinámicas, por contraposición al estatismo abúlico de la desidia. Se trata de deseos con argumentos, que los hacen alcanzables y nos mantienen construyendo día a día nuestro yo. En la España de hoy se ha desterrado la ilusión. Chocante ha sido el contraste con la celebración del 40.º aniversario de las primeras elecciones democráticas, donde muchos han evocado la febril ­ilusión de 1977 en un país que lo tenía ­todo por hacer, ante un clarísimo horizonte triangular: pluralismo-modernidad-Europa.
De ella no queda casi ni la nostalgia. Con cuánta sabiduría describía este sentimiento Juan Rulfo, que no publicó otra novela después de Pedro Páramo, aunque empezara muchas: “¿La ilusión? Eso cuesta caro. A mí me costó vivir más de lo debido”, una clara afirmación de que nunca hay que perder la ilusión por uno mismo.
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21 de junio de 2017
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París sin brillo

La terminal de llegadas del aeropuerto parisino de Orly está sucia y huele a tabaco. Custodian sus puertas hileras de hombres que ríen chistosos para venderte un transfer en coche privado o moto al centro. Uno se presenta, es Hervé, y me ofrece un casco de motorista. Le pregunto cuánto cuesta la carrera hasta el Louvre: “Lo que tú quieras, chérie”. Muestra un reluciente diente de oro. Pienso en Pedro Navaja; también en el resquemor que producen estos tipos confianzudos, por denominarlos de alguna manera. Caos y mugre. Afortunadamente he llamado a un taxista portugués, que no es iracundo como los parisinos ni bizarro como los marselleses y derrama en el coche un reguero de saudade. “París se ha convertido en una ciudad sin ley”, me cuenta João. “No hay controles visibles de seguridad en Orly, sales del avión y campas a tus anchas”. Así es. En Opéra y en Montmartre se multiplican los clochards globales: desplazados sirios, sudaneses, somalíes o eritreos. Al lado de mi hotel, una pareja pide limosna sobre cartones, con quien parece ser su hijo. Una mujer le da una baguette. Las miserias propias se juzgan con mucha más benevolencia.
Sobrevuela las calles un sentimiento de impasse, una sensación de desgobernanza. El sol ensucia. Los parisinos andan agitados, parecen haber tenido que cerrar los ojos para decir: “Todo a Macron”. Ahora les sudan las manos. Su chovinismo se lame las heridas, lo nunca visto: los franceses echando pestes de sí mismos. Macron, superdotado, joven, con una amplia cultura filosófica, banquero y superliberal, pianista y poeta, lector de René Char y defensor de que el país funcione igual que una start-up. Romántico y financiero. Cauto y atrevido. Ha levantado un viento a lo Obama. Fue alumno y colaborador del filósofo Paul Ricoeur, y dijo del gran maestro: “Tenía la idea de que somos enanos sobre los hombros de gigantes”. Se refería al trabajo de compendiar a grandes pensadores. Pero aquella, afirmó, fue su escuela de pensamiento y de vida.
Francia acaba de entregarle las llaves de la República. Junto a su mujer, Brigitte Trogneux, siempre sonríe. Las fauces de Marine Le Pen ya no se sienten afiladas, por mucho que el antieuropeísmo lata como un mal dolor de cabeza. La formación de su Gobierno ha marcado ya el ritmo de su marcha. Gestos equilibrados: ministros de cuatro partidos, paritario, con apuestas creativas –una torera o un genio matemático–, más cuatro solventes exministros. Su personalidad tan colorida ha enganchado a una ciudadanía que ha tenido que rebajar humos y cambiarle el paso al país. El siempre ingenioso Sacha Guitry decía: “Ser parisino no significa haber nacido en París, sino renacer allí”. Por ello, un París sin brillo no parece París. Emmanuel Macron, a un paso de convertirse en santón, aún no ha agarrado el trapo para sacar lustre a la grandeur. Deberá frotar mucho, ahora que no es enano, sino gigante.
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19 de junio de 2017
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Pasión o decoración

El siglo pasado, no hace más de treinta años, la decoración era en nuestro país un asunto de señoras –y de unos pocos varones– que tenían una sensibilidad especial para “poner la casa”, que así se le ha llamado toda la vida al interiorismo. La España del tresillo de polipiel  había empezado a experimentar con las piezas de diseño, el futón o la cocina americana, que fardaba de barra ídem. Los suecos aún no habían llegado a nuestros hogares –Ikea aterrizó aquí en 1996– y pocos privilegiados tenían muebles afrancesados. Hay una anécdota de flamencos que viene al caso, ya la recogí hará unos diez años en este mismo periódico: a un virtuoso de la traición oral de los que ha dado el Sur -amigo del Beni de Cádiz, monstruo del surrealismo andaluz- llamado Vicente Pantoja, El Picoco, le encomendaron organizar una fiesta flamenca en un hôtel particulier de París. Ácratas de espíritu, los flamencos son impuntuales y cantan cuando lo sienten, no cuando toca. La anfitriona, por cortesía, le mostró la casa mientras los gitanos calentaban garganta y palmas. “Mire qué butacas Luis XIV”, le decía, y más adelante, “¿ha visto esta mesa Luis XV?”. A lo que Picoco, al rato, respondió: “Señora, ¡qué ‘pedassos’ de carpinteros son estos Luíses!”. El caso es que España se sacudió su absoluto desconocimiento de las familias de las maderas o los siglos que cubre la denominada Alta Época, y antes de hacerse gourmet se puso “de diseño”.
 
Mañana se cierra al público CasaDecor, que este año celebra sus bodas de plata. Fue el maestro de maestros, el catalán-madrileño Pascua Ortega, quien pusiera su semilla en aquel año mágico, el 92, junto a un grupo de interioristas de relumbrón, los preferidos de los ricos, como el pionero Duarte Pinto Coelho –por cuya casa, reabierta ahora y concurrida por los más pijos, pasaron Maria Callas, Truman Capote o Deborah Kerr–, Jaime Parladé, Paco Muñoz o el propio Pascua. La fórmula parece fácil: elegir un edificio emblemático y a menudo deteriorado de la capital, convertirlo en un escaparate de tendencias y estilos, y, por supuesto, triplicar su valor. “CasaDecor ha profesionalizado la necesidad decorativa, quebrando aquella imagen antigua de que era cosa de señoras ricas, los interioristas son imprescindibles para conseguir una casa no solo bella sino funcional”, me resume su directora de comunicación Covadonga Pendones. El palmarés de esta edición es suculento: Erico Navazo, Beatriz Silveira, Miriam Alía, Miguel Muñoz, Asun Antó, Javier Castilla y Héctor Ruiz Velázquez. Había muchos catalanes, pero Casa Decor no enraizó en Barcelona porque es un fenómeno mesetario. 
 
Los interioristas en Madrid mueven mucho: organizan las mejores fiestas y sus casas son alquiladas para cenas privadas –como, esta semana, en la de Lorenzo Castillo, por la marca Jimmy Choo, que trajo a su diseñadora, Sandra Choi–. Pascua también organizó un cóctel de verano en su estudio con coleccionistas venezolanos o mexicanos que no tienen miedo en presentarse como tales. Sucedía en su casa, en pleno corazón del Barrio de las letras, donde en el Siglo de Oro moraron Cervantes o Lope de Vega, tomado hoy por los dioses del diseño taylored fit, como Belén Domecq o Tomás Alía. En casa de Pascua, un gentleman de los que ya no quedan, Elena Cué me contaba su arte para compatibilizar los artículos en <em>ABC</em> con el tiro al pichón y la escritora María Dueñas, siempre con camisa blanca de seda, me aseguraba que se impone encierros monacales porque sino el tiempo se escapa entre las costuras.  
 
Coincidiendo con CasaDecor, la modelo Martina Klein se paseó por Madrid para presentar su incursión decorativa, Lo de Manuela, en la tienda decochic del momento: Mestizo. Le pregunto por el dicho de que cuando acaba la pasión, empieza la decoración: “Puede ser así, entramos en una edad más decorativa, y está muy bien empezar a colocar la cosas en su sitio, también en el alma”. La Klein nunca había sido de elegir cortinas, pero hija de arquitectos, vivió siempre rodeada de revistas de interiorismo. “Se me cae la baba con los espacios bonitos, más que con un vestido que te mueres”. Martina y Manuela –la de la firma de decoración de sabanas de lino y objetos viajados y elegantes– se parecen mucho, aunque a Manuela no se le ve el pelo, porque es Martina quien da la cara, que de eso sabe mucho, además de poner casas.  
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17 de junio de 2017
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Sordera mental

Conocer es, en buena medida, escuchar. Cuando a alguien le reprochan que no sabe hacerlo, le están acusando de muchas cosas más: de carecer de empatía, de sensibilidad, de generosidad, como si estuviera aquejado de una especie de sordera mental. “No tiene tacto”, se dice también de quien sintoniza mal con los demás y no es capaz de leer entre líneas. Es una expresión muy visual y a la vez sutil. Carecer de tacto sería en realidad una condena: no poder distinguir entre lo rugoso y lo suave, ni sentir los pies amoldándose a una superficie de cantos rodados. Es bien distinto no saber escuchar que no escuchar: de los hijos se dice lo segundo, mientras que a los jefes o las parejas suele recriminárseles lo primero, aduciendo su falta de interés –y habilidad– para llegar al fondo de las palabras. Hay médicos que escuchan con las manos, y flamencos que lo hacen gol­peando la lengua contra el paladar.
Fui afortunada de tener un maestro que me insistía en que no sólo se es­cucha con los oídos, sino con todo el cuerpo. Cuando lo hacemos con atención apenas nos acordamos de nuestros músculos o del dolor de cabeza. Por su actitud corporal, los buenos escuchadores denotan estado de alerta: los silencios son, a menudo, más importantes que las palabras, qué se dice y qué se calla, qué se repite, qué palabras cuesta más pronunciar y cuáles se evitan. El buen escuchador siempre tiene tiempo, aunque le falte como a todos. Mira a los ojos, y a ratos observa si mueves un pie o juegas con las manos, que también son formas de comunicarse.
Me pregunto cómo alcanzarán esos matices los robots. Siri incluso se sabe chistes, aunque sean malos. Afirman los expertos que en los campos de la medicina, la seguridad o la educación contaremos con robots a los que apenas les hace falta escuchar. El filósofo británico Nick Bostrom, de la Universidad de Oxford, ha comparado nuestro destino con el de los caballos, reemplazados el siglo pasado por tractores y automóviles. Sin duda produce desasosiego. La semana pasada, en la conferencia organizada por la ONU en Ginebra sobre los beneficios de la inteligencia artificial para la humanidad, un robot femenino, Sophia, se convirtió en el primer androide en conceder una entrevista. “Nunca sustituiremos a los humanos, pero podemos ser vuestros amigos y ayudaros”, dijo muy políticamente correcta. Siri y So­phia están entrenadas para prestar atención a todo tipo de peticiones y atenderlas. No tienen alma, al igual que el resto de las máquinas, pero gracias a la tecnología identifican cada vez más matices, como si empezaran a respirar el aire de las ideas, que es, según dejó dicho Edith Wharton, el que hay que tomar cuando se está escuchando.
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14 de junio de 2017
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El Boomeran(g)
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