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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Orgullo con champán

En octubre de 2001, apenas un mes después del atentado de las Torres Gemelas, entré en el despacho de Glenda Bailey, una británica neoyorquinizada lo suficientemente excéntrica y buena periodista como para tomar el mando de Harper´s Bazaar –este año celebró su quince cumpleaños al frente de la histórica cabecera–. Tras describirme las nubes negras que sobrevolaban el Hudson y que contemplaba con horror desde su amplio ventanal de la Hearst Tower –en la 57 con la 8ª–, le pregunté cuál era su estado de ánimo y el de la redacción, a lo que respondió que, tras el hundimiento anímico, se había impuesto llevar tacones, más altos aún de lo habitual, para elevar la autoestima pisando fuerte. Los tacones como un acto de resistencia. En aquel momento me impresionó el gesto, histriónico pero a la vez cargado de simbología. La fe en el estilo sobreponía del abatimiento. Lo hubiera podido suscribir Diana Vreeland, la mujer que le confirió a la publicación el carácter de Biblia del nuevo gusto a mitad del siglo XX: "El estilo te ayuda a bajar las escaleras, a levantarte por la mañana. Es una forma de vida. Sin él no eres nadie. Y no hablo de ropa" sentenció.
El sábado 2 de noviembre de 1867 apareció el primer ejemplar de Harper’s Bazar, entonces escrito con una sola ‘a’. Aquel fue un año de avances: el cirujano y aristócrata Joseph Lister realizó en Glasgow la primera intervención quirúrgica bajo condiciones de asepsia, Alfred Nobel inventó la nitroglicerina y Karl Marx publicó el primer tomo de “El capital”. La engrasada maquinaria de la Revolución Industrial había puesto toda marcha hacía el progreso, aún un horizonte nítido. En ese contexto, la revista se presentaba como “un almanaque de moda, placer e instrucción”. En sus páginas colaborarían Henry James, Jack London o Normal Mailer, Man Ray, Henri Cartier-Bresson o Robert Frank y sus americanos tristes.
 
Pocos hubieran apostado a que 150 más tarde no solo estaría más viva que nunca, sino que tendría 32 ediciones internacionales. En su larga etapa, Glenda
Bailey ha elegido con habilidad a políticas y actrices en sus portadas. Y aunque ya hubieran posado Lauren Bacall o Audrey Hepburn, abrió el canon, atreviéndose con Lena Dunham, Beyoncé y Lady Gaga. Y para este aniversario Madonna –una de sus más cercanas amigas junto con Dona Karan o Hillary Clinton–  ocupó la portada con una reivindicación que podía leerse en plural: “Dicen que soy polémica, pero lo más controvertido que he hecho ha sido mantenerme”.
 
Esta semana, en la madrileña Casa Velázquez –territorio francés donde residen artistas becados–,con  uno de los mejores atardeceres de la villa, se celebró el 150 aniversario desde la edición española. Una Naty Abascal con paso de gacela, porque para ella la vida es una inagotable pasarela, desplegó encantos y bordados de inspiración española que tanto se llevan en París. Con Paz Vega, que desde que se cortó el pelo y cumplió años recobró el amor de las editoras, o Verónica Echegui, el mejor ritmo de la noche, Macarena Gómez y las modelos Ariadne Aritles y Teresa Baca bailó la nueva directora de Bazaar, Yolanda Sacristán (ex Vogue). Las directoras no suelen invitar a otras directoras a sus fiestas, pero algunas escapamos a esa norma no escrita, otra veleidad más del sector. Recuerdo cuando Daniela Cattaneo, italiana pragmática que estuvo en Vogue, me espetó en un ascensor de la Castellana:" pero qué barbaridad estos almuerzos entre directoras, si somos competencia feroz. En Italia es impensable". Emocionada,Yolanda Sacristán anunció su regreso Hearst (antes Hachette)–a veces los periodistas acaban donde empezaron, fieles al eterno retorno nietzscheano–, y la noche se alargó hasta bien entrada la madrugada, Sacristán, junto a la editora Benedetta Poletti, destacó una palabra: “orgullo”. El de la prensa en papel, el de su misión en la moda, el del histórico legado. Justo cuando el clamor del World Pride 2017 ha oxigenado un Madrid con brisa. Hasta el Prado y el Thyssen celebran “El amor diverso” y “La mirada del otro. Escenarios para la diferencia”, adorando a Caravaggio, Bronzino, Goya o Bacon. Dicen que la ciudad recibe dos millones y medio de visitantes estos días, pero se diluyen mejor que el guirigay de guiris gays, heteros e incluso alienígenas que atestan la sufrida Barcelona. Orgullo y estilo, dos estados de ánimo que engordan con buenas dosis de terquedad y champán.
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3 de julio de 2017
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Filantropía, a quirófano

Me llama el doctor Antonio Lacy alarmado por las demoledoras críticas a Amancio Ortega tras anunciar que, a través de su fundación, dona 320 millones de euros a la sanidad pública. El cirujano quiere organizar un debate abierto, discutir a fondo la debilidad de la ley de Mecenazgo con el propio Amancio, y desentrañar el significado de que algunos millonarios –unos cuantos no sueltan ni un céntimo– sean espléndidos y ayuden a mejorar el siempre insuficiente rendimiento de la educación o la salud. Lacy entró en el Clínic en el año 1973, y desde entonces ha asistido a una transformación descomunal del quirófano: hoy operan en 3D y con robots. “Somos un hospital de referencia a nivel mundial por nuestra innovación tecnológica, que ha sido posible gracias a donantes y a que la industria ha apostado por nosotros. Catalunya tiene la mejor sanidad del país, y en parte se debe a las aportaciones privadas; recordemos a Pere Mir y los 150 millones de euros que ofreció al sistema sanitario catalán”. Lacy afirma que el futuro de la medicina es la robótica, y que vale un potosí.
Cuando Esther Koplowitz dedicó 15 millones de euros para levantar su centro de investigación biomédica, fue investigada al momento, como si el fisco no se creyera que donaba ese dinero sin ninguna otra finalidad que su compromiso filantrópico. En más de una ocasión le oí decir que es lo mínimo que podía hacer: devolver una parte de lo que la vida te ha dado. Filantrocapitalismo denominan los críticos a la combinación del amor al género humano con el afán neoliberal de maximización de beneficios económicos, por lo que el bien social y la reducción de la desigualdad quedan desdibujados como objetivos. En EE.UU. o Gran Bretaña, a diferencia de nuestro país, los apellidos de la sociedad más pudiente figuran en las paredes de sus hospitales o bibliotecas sin pizca de desconfianza. Se recela de que las donaciones fortalezcan un orden social y un sistema económico en los que pobres y ricos se necesitan mutuamente, pero unos deciden y los otros se someten; el sempiterno debate: pobreza versus desigualdad y caridad versus derechos sociales. Es patente que Amancio Ortega, salvo en el establecimiento de un modelo de negocio que ha cambiado profundamente la industria de la moda, no es un revolucionario, e incluso es probable que su estrategia benéfica tenga puntos que puedan mejorarse. Pero una vez más, constato esta especie de alergia al rico, un gesto coral muy español, hipócrita y arrugado. En lugar de generosidad, muchos leen oportunismo, aunque si lo precisaran quizá serían los primeros en correr a beneficiarse de los mamógrafos y equipos de radioterapia de última generación que se instalarán en hospitales públicos de las diferentes comunidades autónomas españolas gracias a los millones de Ortega. En todo caso, y comparando la inversión de su fundación con los 37.000 millones que ha donado Bill Gates, podría entender que lo criticaran por tacaño.
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26 de junio de 2017
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Los nuevos samurais

Hubo un tiempo en que los jugadores del Barça, cuando viajaban en el autobús rumbo al partido de turno, se pasaban un libro titulado “El poder del ahora”. Nueva espiritualidad de corte laico para los virtuosos del balón mimados por el éxito precoz y posteriormente expulsados del campo cuando aún son chicos jóvenes. A mi me lo recomendó Lydia Delgado, que fue una anticipadísima propulsora del mindfulness –vivir el momento a conciencia– al igual que el bueno de Rijkaard, un hombre de quien muchos han alabado su sensibilidad y bonhomía. Carles Puyol, por ejemplo, me contaba hace poco que para él resultó toda una escuela de humanidad. A los futbolistas –exceptuando a Valdano, Pep Guardiola y alguno más– se les ha atribuido poca lectura y mucha depilación.  Aunque la relación entre literatura y futbol, es prolija y creativa: de Gaelano a Pasolini, Peter Handke, Bolaño, Pàmies o Hornby.  En verdad, se precisan grandes dotes de psicología para gestionar la presión, el triunfo, las lesiones y la retirada. Tras haber alcanzado la gloria, cualquier motivación se queda corta al tener que descalzarse las botas a no ser que te llames David Beckham, hayas atesorado un estilo cosmopolita y te gustes mucho.
 
El Spice Boy regresó esta semana “a casa”, con las marcas del tiempo ennoblecidas en su impecable Tweed. Del chico de pelo pincho, el crack hortera que inauguró sin pudor la metrosexualidad, no queda ni rastro. Becks es presentado como un icono de estilo, y ejerce de  embajador de Biotherm –la nomenclatura diplomática fascina al show business–. Pionero de muchas modas, ahora la de adornarse con ese aire de nuevo samurai que pasean hoy los hombres de bandera, los que se exhiben a sí mismos con una gallardía impetuosa, visitó Madrid seta semana con el moño que viene arrasando en Hollywood desde hace algunos años: Leonardo di Caprio, Chris Hemsworth, Joaquin Phoenix... Una tendencia recibe el nombre de mun, acrónimo de los términos anglosajones man (hombre) y bun (moño) y que apareció a principios de 2014 de la mano de Jared Leto, quien dejó crecer su cabello por exigencias del guión y empezó a recogerlo de forma que evocaba el peinado de los antiguos guerreros japoneses. Todos recordamos que  la mujer de Beckham, cuando vivían en la capital, aseguró no haber leído un libro en su vida sin ningún tipo de pudor. Hoy, en cambio, disfruta del “poder del ahora” y se ha convertido en una afamada diseñadora de moda.
 
Beckham lució trajeado, la camisa abrochada hasta la nuez y nudo Windsor cubriendo apenas los tatuaje de su cuellos –uno de los más de cuarenta que se ha inscrito–. Ha hecho de su cuerpo un catálogo de grafías, dibujos, números y fechas, símbolos e incluso proverbios que los tatuadores de las estrellas pueden ofrecer, y aseguró: “La historia de mi vida está escrita en mi piel. No esperes leerla en mi rostro” .Beckham también fue pionero en posar dentro y fuera del campo. Pensemos sino en la temporada de bodas balompédicas recién inaugurada –con Antoine Griezmann y Erika Choperena, Marc Bartra y Melissa Jiménez, Álvaro Morata y Alice Campello o Mario Suárez y Malena Costa dando el “sí, quiero”–, que coronarán el próximo día 30 Leo Messi y Antonella Roccuzzo con un enlace para el que han pedido acreditación ciento cincuenta medios de comunicación, y verifiquemos con Beckham aquella máxima que afirma que el arte del diplomático –¿o era del comerciante?– consiste en llevar algo desde el sitio donde abunda al lugar donde se paga caro.
 
“He echado de menos Madrid desde el día que me fui así que siempre es genial estar aquí” afirmó el nuevo consejero dermatológico de los señores: “tenemos la piel más grasa que las mujeres, por eso es importante que nos la cuidemos”. Embajador de UNICEF y presidente su propia fundación, se mostró como un hombre cordial que en su presentación madrileña se refirió a él y a su mujer como “padres trabajadores y grandes profesionales”. Sigue presidiendo la lista de los futbolistas más atractivos de la historia, aunque algunas mujeres no estén de acuerdo: “el número uno es Zidane, el hombre más guapo del mundo” afirman las periodistas de la redacción madrileña de Fashion&Arts, y añaden a Diego Forlán, a Madini y Totti o a Xabi Alonso. Yo, que fui súper fan de Cruyff, desgarbado, flaco y con esa insolencia revoltosa, me pregunto sobre los modelos de masculinidad que pasan del balón a la ropa interior sin pestañear. ¿Sólo por dinero?
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26 de junio de 2017
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Burbujas de ilusión

De todas las crisis que hoy nos embisten, una nos golpea por encima de todas. Me refiero a la de la ilusión. Sí, esa palabra tan cursi que parece reservada a los ingenuos o benditos pero cuyo poder hace posible que el ser humano encienda un amor, cultive un jardín o descubra un medicamento. No sólo aporta brillo a la mirada, provoca el ansia necesaria para degustar la vida en lugar de comer mierda, el nervio que otorga un sentido a los días. La ilusión es el condimento imprescindible para que levantarse de la cama e ir al trabajo no sea un patético dibujo animado. Es la voluntad de asombro que tan bien le sienta a nuestro rostro. A los amigos les preguntas “¿cómo estás?”, y te responden “tirando”; los unos se refieren a la precariedad, a la cadena de “noes”, los otros al calor que nos ha arrebatado la ilusión de verano, y la mayoría acusa el esplín contemporáneo, un cierto aire de melancolía y derrota. El desencanto se ha apoltronado en miles de vidas cotidianas, rebajando los niveles de dicha.
Mientras para nuestros vecinos europeos la palabra ilusión está cargada por el diablo –una quimera, una interpretación sensorial errónea, una esperanza infundada–, en español y en catalán siempre se ha cargado de complacencia, la que viste a una persona ilusionada, plena de deseo, satisfacción y realización. A menudo se la ejemplifica como una zanahoria al final de camino, aunque esta sociedad tan revuelta no deja de meterse en callejones sin salida.
A comienzos de los ochenta, el filósofo Julián Marías publicó su Breve tratado de la ilusión, que Alianza sigue reeditando. El discípulo de Ortega y Zubiri la entendía como una espera anhelante y emocionada de algo positivo por venir y que no solamente anticipa lo que está por llegar, sino que conecta presente y futuro, conduciéndonos del uno al otro. Las ilusiones son dinámicas, por contraposición al estatismo abúlico de la desidia. Se trata de deseos con argumentos, que los hacen alcanzables y nos mantienen construyendo día a día nuestro yo. En la España de hoy se ha desterrado la ilusión. Chocante ha sido el contraste con la celebración del 40.º aniversario de las primeras elecciones democráticas, donde muchos han evocado la febril ­ilusión de 1977 en un país que lo tenía ­todo por hacer, ante un clarísimo horizonte triangular: pluralismo-modernidad-Europa.
De ella no queda casi ni la nostalgia. Con cuánta sabiduría describía este sentimiento Juan Rulfo, que no publicó otra novela después de Pedro Páramo, aunque empezara muchas: “¿La ilusión? Eso cuesta caro. A mí me costó vivir más de lo debido”, una clara afirmación de que nunca hay que perder la ilusión por uno mismo.
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21 de junio de 2017
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París sin brillo

La terminal de llegadas del aeropuerto parisino de Orly está sucia y huele a tabaco. Custodian sus puertas hileras de hombres que ríen chistosos para venderte un transfer en coche privado o moto al centro. Uno se presenta, es Hervé, y me ofrece un casco de motorista. Le pregunto cuánto cuesta la carrera hasta el Louvre: “Lo que tú quieras, chérie”. Muestra un reluciente diente de oro. Pienso en Pedro Navaja; también en el resquemor que producen estos tipos confianzudos, por denominarlos de alguna manera. Caos y mugre. Afortunadamente he llamado a un taxista portugués, que no es iracundo como los parisinos ni bizarro como los marselleses y derrama en el coche un reguero de saudade. “París se ha convertido en una ciudad sin ley”, me cuenta João. “No hay controles visibles de seguridad en Orly, sales del avión y campas a tus anchas”. Así es. En Opéra y en Montmartre se multiplican los clochards globales: desplazados sirios, sudaneses, somalíes o eritreos. Al lado de mi hotel, una pareja pide limosna sobre cartones, con quien parece ser su hijo. Una mujer le da una baguette. Las miserias propias se juzgan con mucha más benevolencia.
Sobrevuela las calles un sentimiento de impasse, una sensación de desgobernanza. El sol ensucia. Los parisinos andan agitados, parecen haber tenido que cerrar los ojos para decir: “Todo a Macron”. Ahora les sudan las manos. Su chovinismo se lame las heridas, lo nunca visto: los franceses echando pestes de sí mismos. Macron, superdotado, joven, con una amplia cultura filosófica, banquero y superliberal, pianista y poeta, lector de René Char y defensor de que el país funcione igual que una start-up. Romántico y financiero. Cauto y atrevido. Ha levantado un viento a lo Obama. Fue alumno y colaborador del filósofo Paul Ricoeur, y dijo del gran maestro: “Tenía la idea de que somos enanos sobre los hombros de gigantes”. Se refería al trabajo de compendiar a grandes pensadores. Pero aquella, afirmó, fue su escuela de pensamiento y de vida.
Francia acaba de entregarle las llaves de la República. Junto a su mujer, Brigitte Trogneux, siempre sonríe. Las fauces de Marine Le Pen ya no se sienten afiladas, por mucho que el antieuropeísmo lata como un mal dolor de cabeza. La formación de su Gobierno ha marcado ya el ritmo de su marcha. Gestos equilibrados: ministros de cuatro partidos, paritario, con apuestas creativas –una torera o un genio matemático–, más cuatro solventes exministros. Su personalidad tan colorida ha enganchado a una ciudadanía que ha tenido que rebajar humos y cambiarle el paso al país. El siempre ingenioso Sacha Guitry decía: “Ser parisino no significa haber nacido en París, sino renacer allí”. Por ello, un París sin brillo no parece París. Emmanuel Macron, a un paso de convertirse en santón, aún no ha agarrado el trapo para sacar lustre a la grandeur. Deberá frotar mucho, ahora que no es enano, sino gigante.
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19 de junio de 2017
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Pasión o decoración

El siglo pasado, no hace más de treinta años, la decoración era en nuestro país un asunto de señoras –y de unos pocos varones– que tenían una sensibilidad especial para “poner la casa”, que así se le ha llamado toda la vida al interiorismo. La España del tresillo de polipiel  había empezado a experimentar con las piezas de diseño, el futón o la cocina americana, que fardaba de barra ídem. Los suecos aún no habían llegado a nuestros hogares –Ikea aterrizó aquí en 1996– y pocos privilegiados tenían muebles afrancesados. Hay una anécdota de flamencos que viene al caso, ya la recogí hará unos diez años en este mismo periódico: a un virtuoso de la traición oral de los que ha dado el Sur -amigo del Beni de Cádiz, monstruo del surrealismo andaluz- llamado Vicente Pantoja, El Picoco, le encomendaron organizar una fiesta flamenca en un hôtel particulier de París. Ácratas de espíritu, los flamencos son impuntuales y cantan cuando lo sienten, no cuando toca. La anfitriona, por cortesía, le mostró la casa mientras los gitanos calentaban garganta y palmas. “Mire qué butacas Luis XIV”, le decía, y más adelante, “¿ha visto esta mesa Luis XV?”. A lo que Picoco, al rato, respondió: “Señora, ¡qué ‘pedassos’ de carpinteros son estos Luíses!”. El caso es que España se sacudió su absoluto desconocimiento de las familias de las maderas o los siglos que cubre la denominada Alta Época, y antes de hacerse gourmet se puso “de diseño”.
 
Mañana se cierra al público CasaDecor, que este año celebra sus bodas de plata. Fue el maestro de maestros, el catalán-madrileño Pascua Ortega, quien pusiera su semilla en aquel año mágico, el 92, junto a un grupo de interioristas de relumbrón, los preferidos de los ricos, como el pionero Duarte Pinto Coelho –por cuya casa, reabierta ahora y concurrida por los más pijos, pasaron Maria Callas, Truman Capote o Deborah Kerr–, Jaime Parladé, Paco Muñoz o el propio Pascua. La fórmula parece fácil: elegir un edificio emblemático y a menudo deteriorado de la capital, convertirlo en un escaparate de tendencias y estilos, y, por supuesto, triplicar su valor. “CasaDecor ha profesionalizado la necesidad decorativa, quebrando aquella imagen antigua de que era cosa de señoras ricas, los interioristas son imprescindibles para conseguir una casa no solo bella sino funcional”, me resume su directora de comunicación Covadonga Pendones. El palmarés de esta edición es suculento: Erico Navazo, Beatriz Silveira, Miriam Alía, Miguel Muñoz, Asun Antó, Javier Castilla y Héctor Ruiz Velázquez. Había muchos catalanes, pero Casa Decor no enraizó en Barcelona porque es un fenómeno mesetario. 
 
Los interioristas en Madrid mueven mucho: organizan las mejores fiestas y sus casas son alquiladas para cenas privadas –como, esta semana, en la de Lorenzo Castillo, por la marca Jimmy Choo, que trajo a su diseñadora, Sandra Choi–. Pascua también organizó un cóctel de verano en su estudio con coleccionistas venezolanos o mexicanos que no tienen miedo en presentarse como tales. Sucedía en su casa, en pleno corazón del Barrio de las letras, donde en el Siglo de Oro moraron Cervantes o Lope de Vega, tomado hoy por los dioses del diseño taylored fit, como Belén Domecq o Tomás Alía. En casa de Pascua, un gentleman de los que ya no quedan, Elena Cué me contaba su arte para compatibilizar los artículos en <em>ABC</em> con el tiro al pichón y la escritora María Dueñas, siempre con camisa blanca de seda, me aseguraba que se impone encierros monacales porque sino el tiempo se escapa entre las costuras.  
 
Coincidiendo con CasaDecor, la modelo Martina Klein se paseó por Madrid para presentar su incursión decorativa, Lo de Manuela, en la tienda decochic del momento: Mestizo. Le pregunto por el dicho de que cuando acaba la pasión, empieza la decoración: “Puede ser así, entramos en una edad más decorativa, y está muy bien empezar a colocar la cosas en su sitio, también en el alma”. La Klein nunca había sido de elegir cortinas, pero hija de arquitectos, vivió siempre rodeada de revistas de interiorismo. “Se me cae la baba con los espacios bonitos, más que con un vestido que te mueres”. Martina y Manuela –la de la firma de decoración de sabanas de lino y objetos viajados y elegantes– se parecen mucho, aunque a Manuela no se le ve el pelo, porque es Martina quien da la cara, que de eso sabe mucho, además de poner casas.  
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17 de junio de 2017
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Sordera mental

Conocer es, en buena medida, escuchar. Cuando a alguien le reprochan que no sabe hacerlo, le están acusando de muchas cosas más: de carecer de empatía, de sensibilidad, de generosidad, como si estuviera aquejado de una especie de sordera mental. “No tiene tacto”, se dice también de quien sintoniza mal con los demás y no es capaz de leer entre líneas. Es una expresión muy visual y a la vez sutil. Carecer de tacto sería en realidad una condena: no poder distinguir entre lo rugoso y lo suave, ni sentir los pies amoldándose a una superficie de cantos rodados. Es bien distinto no saber escuchar que no escuchar: de los hijos se dice lo segundo, mientras que a los jefes o las parejas suele recriminárseles lo primero, aduciendo su falta de interés –y habilidad– para llegar al fondo de las palabras. Hay médicos que escuchan con las manos, y flamencos que lo hacen gol­peando la lengua contra el paladar.
Fui afortunada de tener un maestro que me insistía en que no sólo se es­cucha con los oídos, sino con todo el cuerpo. Cuando lo hacemos con atención apenas nos acordamos de nuestros músculos o del dolor de cabeza. Por su actitud corporal, los buenos escuchadores denotan estado de alerta: los silencios son, a menudo, más importantes que las palabras, qué se dice y qué se calla, qué se repite, qué palabras cuesta más pronunciar y cuáles se evitan. El buen escuchador siempre tiene tiempo, aunque le falte como a todos. Mira a los ojos, y a ratos observa si mueves un pie o juegas con las manos, que también son formas de comunicarse.
Me pregunto cómo alcanzarán esos matices los robots. Siri incluso se sabe chistes, aunque sean malos. Afirman los expertos que en los campos de la medicina, la seguridad o la educación contaremos con robots a los que apenas les hace falta escuchar. El filósofo británico Nick Bostrom, de la Universidad de Oxford, ha comparado nuestro destino con el de los caballos, reemplazados el siglo pasado por tractores y automóviles. Sin duda produce desasosiego. La semana pasada, en la conferencia organizada por la ONU en Ginebra sobre los beneficios de la inteligencia artificial para la humanidad, un robot femenino, Sophia, se convirtió en el primer androide en conceder una entrevista. “Nunca sustituiremos a los humanos, pero podemos ser vuestros amigos y ayudaros”, dijo muy políticamente correcta. Siri y So­phia están entrenadas para prestar atención a todo tipo de peticiones y atenderlas. No tienen alma, al igual que el resto de las máquinas, pero gracias a la tecnología identifican cada vez más matices, como si empezaran a respirar el aire de las ideas, que es, según dejó dicho Edith Wharton, el que hay que tomar cuando se está escuchando.
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14 de junio de 2017
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La miseria de los superalimentos

Hace unos años, los bolivianos más pudientes se resistían a comer las semillas de quinoa por tratarse de un alimento propio de indios, como si les hiciera de menos, como si la pobreza se adhiriera al paladar. La despreciaban por crecer igual que las malas hierbas, en la tierra reseca o helada, al tiempo que los campesinos andinos la comían de la mañana a la noche: desde el pesque del desayuno, a la sopa de la noche, el refrescante pito de quinoa o la kispiña, el pan de los campesinos cocido al vapor. La quinoa era su maná. Tanto ha cambiado el mundo en una década que hoy es difícil que la consuma un habitante de Oruro, la mayor productora del planeta –factura la mitad del 46% mundial que cultiva Bolivia–. Su consumo interior apenas sobrepasa el kilo al año por habitante. Y no sólo porque el 90% se exporta, sino por el prohibitivo precio que ha alcanzado. Cada vez que en un restaurante pijo de Nueva York o en un establecimiento barcelonés boho-chic uno pide una ensalada de quinoa, dejan de comerla diez, o veinte, o treinta familias andinas.
La carrera imparable de este pseudocereal data de la primera visita oficial de los reyes de España a Bolivia en 1987, cuando la incluyeron en el menú oficial. Gestos empáticos pero a la vez impostados, que originan un efecto bumerán. Se puso de moda. Su frescura, sus granos volátiles, sus bajas calorías. No teníamos suficiente con los alimentos a secas, por lo que nuestra sociedad hiperbólica inauguró la moda de los “superalimentos”, tan pancha en su multiculturalidad gourmet, olvidando que aquello era un primer paso para trastocar su sostenibilidad.
Según The Oxford English Dictionary, que ya ha introducido el término superalimento, este es aquel “rico en nutrientes y considerado especialmente beneficioso para la salud y el bienestar”. Proceden del Himalaya, de lo más profundo de la cuenca del Amazonas o los bancos del Ganges, y la prosa milagrera asegura que previenen el cáncer, controlan el colesterol, aumentan la energía (y la libido), combaten las arrugas y hasta te ayudan a encontrar novio. Se llaman bayas de Goji, hierba de maca, kale, camu-camu, moringa o el açaí, fruto de una palmera silvestre brasileña que incluso las grandes multinacionales de refrescos incluyen en sus latas. Leo en el The New York Times que el incremento de su precio podría llegar a desestabilizar la economía de Brasil, además de provocar un gran impacto medioambiental. Esa es la otra cara de los superalimentos, que como una nueva ola nos llenan de energía y de curiosidad, pero en su reverso promueven la desigualdad que las oleadas de oferta y demanda provocan. “Dios encomienda a la indigestión la tarea de hacer moral en los estómagos”, escribió Victor Hugo: entonces aún no se hablaba de las semillas de lino, el alga espirulina, el açaí o la humilde quinoa, que crecía en un rincón olvidado del planeta, contra toda adversidad.
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12 de junio de 2017
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Política del deshielo

La muerte no deja ningún resto de colchón. Fractura la línea del tiempo y nos invade con su frío polar. “El hielo calma el dolor de los golpes, pero si uno congela demasiado tiempo una herida, el resultado puede ser perjudicial”, escribe Alicia Kopf en su magnífico Germà de gel ( L´Altra Editorial). El duelo es un estado mental que hay que atravesar necesariamente para cauterizar la rabia de la pérdida. Recuerdo a esos dos hombres demasiado jóvenes para morir que se aislaron siempre del hielo y recubrieron su vida de un calor que regeneraba aquello que tocaban.
Conocí a Carles Capdevila en Nueva York, donde vivía con la también periodista Eva Piquer: teníamos veinte años y éramos proclives a los descubrimientos constantes. Se convirtió en un periodista testarudo, valiente y divertido, y cosió sus programas y sus columnas con retales de vida cotidiana, la que tan a menudo se ignora en el discurso público. En las redacciones de Madrid su fallecimiento, 51 años, ha impactado y dolido, acompañadas de sus palabras de despedida a su equipo cuando le anunciaron un cáncer: “Todos los directores tenemos finales bruscos. Si no te echa un cáncer, lo hace un amo, o un banco, o una combinación de estas cosas”.
David Delfín, 46, el cráneo cosido con grapas, murió hace una semana. Con él se va una época: quién hubiera predicho un destino tan corto a aquel chaval de Málaga que cortaba patrones a las faldas de su madre y que revolucionó la pasarela madrileña con su homenaje a Magritte, que se interpretó como un alegato al burka porque ya se le empezó a exigir a cualquier expresión artística que fuese “ejemplarizante”. Davidelfin se aferró a aquella máxima de Shakespeare: “nunca hay pecado en seguir la propia vocación”. El duelo ahueca el pecho.
Regenerar pieles muertas, o, mejor dicho, enfrentar el divorcio entre política y ciudadanía. Así subtitula su libro Juego de escaños (Península) la periodista María Rey, que invitó a que se lo presentaran las dos Ana Pastor, la política y la periodista, resumiendo la convivencia diaria entre ambos colectivos, que aborda con costumbrismo y crítica. A Rey no le falló nadie: Meritxell Batet, Antonio Hernando, Margarita Robles, Torres Mora, Rafael Hernando, Pablo Casado, Miguel Gutiérrez de Ciudadanos (Errejón había confirmado pero no llegó) y su marido Manuel Campo-Vidal, ejerciendo de consorte. Las dos Pastor abordaron una cuestión central: ¿qué se está haciendo mal?. “La política es la vida, todo pasa por ella” sentenció la autora. En la sala Ernest Lluch, donde se celebró el acto, me encontré con la periodista Montse Oliva, con quien coincidí, codo a codo, en las mesas de becarias de los periódicos leridanos. “María es un ejemplo a seguir: ha abierto paso a las que hemos llegado después. Siempre ha sido un referente, no solo por su profesionalidad, también por su carácter acogedor. Su cabina era como el gran bazar: podías salir con el teléfono de un contacto, un remedio para el resfriado del niño o una galleta” me cuenta Montse. El libro hace la autopsia del “no nos representan” con esperanza: a punto de celebrarse el cuarenta aniversario de las primeras elecciones post dictadura asola España cierta sensación de fracaso, pero Rey ilustra cómo la democracia representativa es la mejor fórmula de convivencia. Las dos Anas quedan a comer, después del acto; me cuentan que a menudo reciben mensajes equivocados: a la política le llegaron condolencias cuando la periodista fue despedida de TVE.
Sagaces, sutiles, detallistas, así debían de ser los cronistas parlamentarios según Wenceslao Fernández Flores, cuyas “Acotaciones de un oyente” para ABC destacan entre las mejores páginas del periodismo político. Fue admirador y discípulo de Azorín, de quien alababa su prosa: “de tan cuidada delicadez que el contraste con la garrulería de las sesiones la hacía parecer a veces como una pequeña y bien trabajada joya sobre una tela burda”. La presidenta del Congreso, recordó la vez en que Luís Carandell, otro gran relator parlamentario, abrió un telediario con un soneto de Lope de Vega y algunos garrulos exclamaron: “¿quién es el tal López?”. El pasillo del Congreso, según Rey, es un mercadillo de titulares donde “unos y otros compramos y vedemos información”. Un arte que algunos afrontan con maestría y otros con torpeza, mientras la política y la prensa aguardan algún tipo de deshielo.
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12 de junio de 2017
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Todos a pescar

Christian Dior, que fue galerista de arte antes que couturier, aseguraba que ninguna mujer sabe vestirse antes de los treinta años. No sólo importa la vigencia de la frase: hoy las jóvenes se han uniformizado, utilizan las mismas marcas y repiten idénticos eslóganes impresos en sus camisetas con mensaje. Las contestatarias de la moda, que siempre proponían miradas interesantes, se han homologado sustituyendo lo retro por lo viral, calzando horrendas chanclas de piscina, cambiando los estampados de Pucci por los de emojis y tatuando su cuerpo como si fuera un kílim. Pero ¿qué ocurre con los hombres de menos de treinta?
El caso es que ellos vienen acortando desde hace un tiempo el largo de sus pantalones. Si bien los nobles lucían modelos por debajo de la rodilla con calzas, tras la Revolución Francesa los burgueses impusieron el traje estructurado y el pantalón hasta el tobillo, que los dandis aligeraron quitándole hombreras y entallándolo. Los beatniks siguieron su estela, después los rockers –arremangados–, los mods y ahora los hipsters que lucen los pantalones a la manera de Kerouac o Burroughs, aunque muchos no sepan quiénes fueron.
En la pasarela, Hedi Slimane puso de moda el tobillo al aire, no obstante su mayor exponente fue Thom Browne, que basa sus creaciones en trajes sastre que parecen encogidos de brazos y piernas. La versión urbana del look pescador no se ha hecho esperar: pantalón con vuelta y zapato de cordones y sin calcetín. ¿Por qué? ¿Es que el tobillo del hombre resulta tan sensual como en su día se considerara el de las mujeres, cuando empezaron a subir a los tranvías y mostraban esa inocente parte del cuerpo que hacía las delicias de los más exigentes erotómanos? ¿O responde a un fetichismo gay? Ya lo advirtió Barthes: la seducción está precisamente en “la piel que centellea entre dos piezas”, en el intersticio de lo visible y lo invisible. Los gentlemen siempre asentaron el pantalón en la carrillera del zapato, mientras que la eleganza italiana, más audaz, permitía que se vislumbrase el calcetín. En nuestra niñez, llevar cortos los pantalones era propio de patanes, también de niños larguiruchos que crecían demasiado rápido. Aun así, de Charles Chaplin a Elvis Presley o Michael Jackson, los tobilleros representaban un modo de pisar y de pensar.
De la misma forma que la mujer fue acortando las faldas progresivamente, un gesto simbólico y liberador, acaso esta tendencia comprada por jóvenes y no tan jóvenes se deba a un movimiento de emancipación del yugo masculino, que también existe: la máscara engolada tras la que se siguen escondiendo muchos varones. A menudo, todo acaba reducido a una cuestión de centímetros, sobre todo mentales.
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7 de junio de 2017
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El Boomeran(g)
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