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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Aplatanados

El calor aplatana. Cuán plástico es este verbo que nos emparenta con las bananas. ¿Qué tendrá que ver la indolencia, la falta de energía y actividad, con los plátanos? “Dícese de una persona, cosa o concepto que se ha adaptado a la cultura o modo de vida dominicano”, leo en un diccionario de esa isla. La RAE corrobora la definición: esa entrega a la indolencia sobreviene “en especial por influjo del ambiente o clima tropicales”. Adaptarse a la calma chicha, al andar despacioso, a guarecerse en la sombra de los plataneros. Aplatanarse significa la derrota de la verticalidad y de la acción; rebaja ambiciones, aleja del glamur y el liderazgo. Buscamos pistones que nos renueven la chispa. Yo añoro el zumo de chinola, también conocida como maracuyá o fruta de la pasión. Es refrescante, sabroso igual que el aguacate verde tenis que se deshace en el paladar mezclado con yuquitas fritas, y espabila.
El surrealismo caribeño invade nuestra pequeña realidad occidental, y los estragos de la canícula se disparan a través de la pantalla. Los anuncios de televisión han jubilado a la autoayuda. Uno de Burger King afirma que “todos tenemos un punto exagerado de vez en cuando”. Una abogada de Sálvame, tras debatir con Gabriel Rufián e invocar al Foro de Ermua, le pide al presentador: “Ayúdame a bajar, que estos stilettos son fatales para los callos”. En un concurso se informa de que los veganos no toman miel porque sería como si comieran parte de las abejas. Un aire decadente sobrevuela las noticias. Y mientras Trump sigue negando el cambio climático y haciendo suyo el lenguaje de los psiquiatras –igual que su director de comunicación–, los climatólogos predicen que hacia el año 2050 el ­estrés por calor afectará a 350 millones de personas más que hoy. En la actualidad, ese mal vivir se ha du­plicado en el mundo a causa de los 1,5 grados centígrados de calentamiento global. Un calor obstinado que corroe. En el mes de julio se disparan los suicidios. También las separaciones de pareja, aunque las altas temperaturas sólo sean el condimento final. Los amantes necesitan aire acon­dicionado para seguir abrazándose en la cama. Los niños buscan el agua, de cualquier tipo, ya sea una piscina o una manguera. Y los meteosensibles anticipan los cambios de tempera­tura con sus dolores de rodilla o sus jaquecas.
Enderezamos el ánimo porque acaba julio y llegamos a nuestra tierra (mental) prometida: ese derecho a las vacaciones que la gente sensata no cuestiona. Y es así como transformamos la indolencia en libertad. La vida a medio gas libera urgencias y lava condenas. Nos ha costado casi un año volver hasta aquí, y ahora el calor invasor congela las horas, los días no acaban de pasar, y la nostalgia de la brisa nos hace sentir volubles. Pero encontraremos la corriente, pondremos cabeza y cuerpo en remojo y nos aplatanaremos a la carta.
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31 de julio de 2017
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La brecha feliz

Cuánto se ha movido el mundo en menos de quince años para que seamos tan diferentes. Me re ero a nosotras respecto a las mujeres jóvenes. Sí, las que nacimos entre los sesenta y los setenta, las que quisimos ser Pippi Långstrumpf en el garaje a falta de granero, la primera hornada de la EGB que vio cómo sustituían el cruci jo del aula y la foto de Franco con la misma normalidad que en casa se cansaban de un cuadro, y que ahora aplaudimos a estas <em>millennials</em> de melenas lacias que parecen tener la llave del futuro.
Nosotras, que reivindicábamos educadamente el trato de “señoras” cuando nos llamaban “señoritas” y ahora maldecimos el enseñoramiento. Las que nos creímos tan modernas y sentíamos una atracción mágica por lo prohibido. Y ellas: valientes, instruidas, determinadas, pegadas a su teléfono; algunas llevan tatuadas mariposas en la espalda. Yo, que solo llevo perforados los oídos, me interrogo sobre la “personalización” de su cuerpo sin entender el gusto que les proporciona tunear su piel. Se abrazan entre ellas como si fuera la última vez que fueran a verse, poliamorosas; repiten “tío” a rabiar, su muletilla de júbilo. Creen en asambleas y cooperativas, no temen discutir –a diferencia de nosotras, que tantos con ictos verbales hemos querido evitar–, revenden lo que sus padres han olvidado que guardan en el trastero, y están dispuestas a plantarle cara al amor romántico, aunque esa audaz cruzada sonroje a académicos muy viriles para quienes el amor o es romántico o no es.
Hace unos días le escuché decir a una muchacha que aún no había cumplido los 20: “No, no voy a perdonar a mi exnovio porque me faltó al respeto. Perdonarlo equivale a fomentar el patriarcado”. ¿Qué estado mental provoca tanta vehemencia? Testarudas, han liquidado de un plumazo idealizaciones, y a pesar de que la precariedad se ha instalado sobre sus hombros, han aprendido a hacer auténticas piruetas para pedalear en el hedonismo. Nosotras creíamos saber cómo sería nuestro futuro. Convivíamos con su fotograma. Hasta que el primer desamor nos alertó de la trampa: la vida no era de una sola pieza. Y, como decían nuestras madres y Virginia Woolf, la independencia equivalía a tener una habitación y un dinero propios. Por ello nos casamos con nuestra profesión, tuvimos hijos, criamos ojeras y perdimos ilusiones.
Y ahora veo a Irene Montero, que ha impresionado a toda España desde que presentara la moción de censura a Rajoy, la primera defendida por una mujer en 40 años. Un cuerpo pequeño y una cabeza privilegiada. Posee una especie de antenas invisibles y no tuerce el gesto si le llevas la contraria, es polemista y vocacional. No está tatuada. Pero como muchas mujeres de su tribu, mantiene encendida la llama de la utopía, y por ello en su mirada prenden encanto y esperanza. Los sociólogos hablan de una brecha, de un cambio de mentalidad y por tanto de paradigma… Jóvenes que no se parecen a nosotros cuando lo fuimos. Bienvenida la diferencia.
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29 de julio de 2017
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Campeones sin curvas

Aún se oye el lamento. El grito de la caverna, acalorado porque le han tocado las tripas. Agitados están en su penar los admiradores galantes de la belleza femenina “escultural”, como se decía antes. Mucha tinta ha derramado la presunta polémica: los ciclistas de la Vuelta a España ya no recibirán los besos de “una señorita respetable y en general guapa”, que así definen los representantes de la protesta a las azafatas del podio que hacían textualmente de florero. ¿Adónde vamos a parar? Feminismo infantil. El hazmerreír del mundo entero. No poder hacer las cosas con naturalidad. Todo esto he leído en internet, reacciones a la medida que reprueba la tradición de contratar a dos chicas para darle color a la foto. La organización de la prueba ciclista española ha confirmado que ya no habrá más besos, a menudo a dúo en cada etapa. ¡Qué fantasía de premio: dos chavalas de falda corta y melena lacia entregadas a un besuqueo respingón, instruidas para aportar apoyo emocional y plasticidad a la escena! Y dispuestas a enardecer al público entregando sus mohínes coquetos a las cámaras y al fatigado ganador, que siempre parece mirar al horizonte.
Lo escribía hace unos días Quim Monzó: ¿por qué no les entrega la copa la autoridad o el Rey? “¿Qué sentido tiene que salgan a recibir al ciclista ganador un par de chicas que poco tienen que ver con la competición?”. Se trata de un protocolo trasnochado, en las antípodas de los lenguajes de la igualdad, pero aún persiste la tradición de decorar el deporte con mujeres sexis. El deporte, sí, con su base de respeto, disciplina y fair play. De publicar esas contraportadas con chicas espectaculares de tetas hinchadas y culos redondos, prescritas al común lector de prensa deportiva igual que la dosis del adicto. En verdad se trata de un hecho naturalizado que muchachas con faldita tableada y top ceñido luzcan en las competiciones, ya sea de recogepelotas, animadoras, anuncios de publicidad andantes o aguantasombrillas.
En una ocasión me recibió un veterano director de prensa deportiva; en la antesala olía a carajillo. Charlamos amistosamente y, al despedirnos, le sugerí que encargara para su contraportada una columna escrita por una mujer, junto a la foto de la tía buena del día, que se titulara “Mis queridos machitos”. “Para compensar”, añadí. Hubo risas, pero luego me dijeron que se sintió ofendidísimo: “¿Qué se cree esta, que viene a darme clases?”. Y sí que lo sentí, como los amantes del deporte que durante años hemos soportado esa tremenda anomalía. ¿Por qué el cuerpo de las mujeres tiene que estar tan asociado a las pelotas?
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26 de julio de 2017
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La última ambición

Un caluroso día de agosto de 1950, en el hotel Roma de la piazza Carlo Felice de Turín, Cesare Pavese tomó diez dosis de un potente somnífero y murió. Se suicidó cuando ninguno de sus amigos estaba en la ciudad. Lejos de cualquier lazo de afecto, huérfana la tentación de arrimarse a un hombro. En su diario dejó escrito: “En nuestros tiempos el suicidio es un modo de desaparecer, se comete tímidamente, silenciosamente. No es ya un hacer, es un padecer”, y añade: “La dificultad de cometer suicidio está en esto: es un acto de ambición que se puede cometer sólo cuando se haya superado toda ambición”.
Pienso en la violenta muerte de Miguel Blesa, en su último gesto de ambición. Viajó con su arma y una muda. Tuvo el detalle de darle el teléfono de su mujer al guarda. Un tiro, un padecer. El que fue todo un icono del dinero frondoso, dueño de un bosque de millones; un símbolo de esos atajos especuladores. El exbanquero amigo de Aznar escribió su final como víctima de sí mismo, igual que aquel financiero que se arrojó tras el crac del 29 desde la planta veinticinco del hotel Savoy-Plaza, donde se alojaba Churchill, entonces canciller de Hacienda británico. O del hijo de Madoff, que incapaz de soportar los 150 años de condena al padre, se ahorcó mientras su pequeño de dos años dormía en el cuarto de al lado. En el caso de Miguel Blesa hubo también cloacas de altura: tarjetas negras, prácticas desaprensivas, robos desalmados, lujos obscenos. Y acaso la ambición voraz fuera sustituida por la conciencia de vivir entre barrotes, un revés para un tipo que descorchaba los más caros vinos del mundo, como tantos presos exvip de España.
Cuando se suicida un personaje público, de nuevo aflora en los medios un asunto mucho más silenciado que el de la violencia machista. Entre el tabú y el respeto, y el temor a la emulación, autoinflingirse la muerte produce un agujero existencial: ignoramos sus porqués, sus patrones, y preferimos mirar a otro lado. Aun así, es la más heladora de las fantasías con las que juega el adolescente o el parado, mientras para los enfermos terminales consiste en su acto final de libertad.
En el 2015, último año con datos oficiales del INE, se contaron 3.602 suicidios, que frente a los 1.160 fallecidos en accidentes de tráfico nos dan cuenta de la gravedad del asunto, ya que la pérdida de ambición por vivir constituye la primera causa de muerte no natural en nuestro país. Diez al día. Decimos: “¡Qué fuerte!”. Se habla de depresión, drogas, desesperación. Sin embargo, apenas existe voluntad pública para frenar el problema. Catalunya es la única comunidad donde se ha activado un plan estratégico de prevención del suicidio. En su primer año, recogió 1.500 alertas y se activó el protocolo en un 73% de los casos.
Respetamos y a la vez tememos al suicida porque su darse muerte representa la derrota frente a la vida. A pesar de todo impera el silencio, roto de vez en cuando por un nombre en negritas.
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24 de julio de 2017
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Posados de Estado

Ahí estaban los cuatro, al pie del Air Force One, sabiéndose observados por el mundo entero, regocijados, agarrándose las dos manos para agitar el cariño, con besos y adioses igual que dos parejas que han pasado un intenso fin de semana juntas y se dicen que tienen que quedar pronto para volver a pasarlo en grande. Porque los Macron y los Trump dieron un recital de socialización al caviar que nos dejó embobados. Con qué agallas se crecía el amo y señor de Francia al lado del presidente más despreciado de la historia de Estados Unidos. Y eso que tras un intenso apretón de manos de cerca de medio minuto pareció perder pie desequilibrado por el rubicundo vigor norteamericano. Más tarde se permitiría restar solemnidad y lirismo a la ocasión y enchufarle a su homólogo un hortera Happy en versión castrense, coreografía incluida.
El pasado 14 de julio, dos países que siempre han hinchado el pecho de orgullo estamparon su rúbrica en una excelente campaña de imagen con una sintonía que resultaba sospechosa a causa de la distancia intelectual, ética y política que media entre ambos líderes. El suyo ha sido un ejercicio de diplomacia –también una demostración de poder– en el que las consortes han vestido la escena. Brigitte Trogneux, que ha firmado su estilo con futurismo retro y, sea capricho o superstición, siempre lleva cremalleras, fue la anfitriona de dos mujeres: Melania y su personaje. La geisha eslovena y la pobre y sufrida esposa que ha merecido la compasión de la audiencia. Por rechazar un día la mano de Trump y por pasear su porte igual que una esfinge que no siente ni padece, ha obtenido una corriente de simpatía y agrado. Sí, ella es la misma que declaró a Vanity Fair: “Hubo mucha química entre nosotros, pero su fama no me impresionó. Es posible que él lo notara”.
Melania Trump no ha salido de su zona de confort. A diferencia de sus antecesoras que dejaron huella, como Michelle Obama, Eleanor Roosevelt, Betty Ford o Hillary Clinton, quienes recorrieron el país de estado en estado dando conferencias y cultivando huertos, ella aterriza en la Casa Blanca con casi medio año de retraso. En cambio, como ha señalado la periodista Kate Andersen Brower, especialista en primeras damas norteamericanas, “vemos a la señora Trump mucho más cuando está en el extranjero, lo cual es realmente inusual”. Dos Melanias, una más bien pasiva y huidiza, florero, y otra queriendo emular a Jackie. Dentro y fuera. Puede que se trate de una estrategia de comunicación: también sufre a Trump, a pesar de la química, pero le encanta lucir a América lejos de sus fronteras. O tal vez se trate de un papel escrito por un audaz guionista de Hollywood: al menos, que ella caiga bien.
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19 de julio de 2017
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Latidos virtuales

El mundo de afuera ha atravesado la pantalla y se ha metido dentro de nuestros teléfonos. Por eso los miramos una media de ciento cincuenta veces al día, agitados por un nervio que nos impide desconectarlos y hace muy difícil separarnos de ellos, igual que los amantes compulsivos. Cuando se extravía, nos sentimos torpes y desterrados de la realidad, incapaces de seguir su ritmo. Lo buscamos con histeria en el bolso hasta que palpamos su carcasa a oscuras y la calma regresa a nuestro espíritu. Porque el móvil ejerce de prótesis vital: en él atesoramos nuestro universo particular, desconectamos la alarma de casa y calculamos nuestro azúcar en sangre. Su presencia ha dejado de ser invasiva para acabar demostrando que la virtualidad es la auténtica naturaleza de nuestra sociedad. Y no me refiero sólo a la información, sino a la gestión de lo cotidiano: el teléfono inteligente te explica el itinerario que debes de seguir para llegar a una dirección desconocida –y sin preguntarle, te avisa por mensaje del tráfico que habrá a las seis de la tarde para cruzar la ciudad–, te hace la fastidiosa lista de la compra e incluso controla la temperatura (y el gasto) de la calefacción.
¿Y qué ocurre con el mundo de afuera? ¿Qué nos perdemos mientras mi­ramos las pantallas? ¿Con cuántas personas que tenemos al lado dejamos de interactuar –hablarles, quererles…– mientras enviamos watsaps? Siempre he pensado que el éxito de los teléfonos inteligentes radica en la burbuja de intimidad que proporcionan. Ejercen de cortapisas a la soledad, evitándonos aquel sentimiento tan incómodo que nos colonizaba al llegar a un espacio público donde no conocíamos a nadie y la lectura era refugio insuficiente para sentirnos a salvo. Hoy, en cualquier circunstancia engorrosa –lo advierto cuando las personas no quieren relacionarse– uno se sumerge en su “verdadero mundo”, portador de señas de identidad, bagajes y, sobre todo, recuentos, que los investigadores utilizan cada vez más en sus cálculos.
En la Universidad de Stanford, acaban de estudiar la actividad física en más de cien países gracias a los pasos contados por nuestros móviles. Los ­españoles damos 5.936 pasos al día, de media, y la cifra nos coloca en el quinto lugar del ranking. No prima la narración de los pasos, sino el número. Mientras tanto, lo físico, lo palpable, va camino de convertirse en una reliquia de aquella vida antigua en que nos col­gábamos cámaras pesadas, mandábamos cartas, íbamos al videoclub o al banco. La comunicación humana, con sus aristas pero también sus epifanías, va siendo acotada por la inteligencia artificial que domina la forma de relacionarnos. Siempre que tengo que ­pagarle un café a una máquina, me arrugo de fastidio. Allí donde dejabas unos buenos días, y absorbías fugazmente la presencia del otro, hallas un silencio digital, que te hace sentir más cerca del mundo virtual que del que estás pisando.
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17 de julio de 2017
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Malas madres

En los últimos tiempos abundan las voces de mujeres deseosas de desmitificar la maternidad, y no dudo de sus buenas intenciones, pero cuán difícil resulta deslucir esa corona. Desde los llamados clubs de las malas madres hasta las películas y series protagonizadas por ídem, o los blogs de mujeres que ponen en común sus desencuentros con el rol maternal, se pretende desafiar la mirada social con la que aún se escruta a una madre: allí comparten sus experiencias, se ríen de sí mismas y se atascan en algunos tópicos, que van de la fragilidad emocional posparto al tedio del parque.
Sí, esa escena universal: mujeres y niños encerrados en un redil como parte de un mandato heredado, y a la vez una dulce condena tan sólo redimida por la sonrisa de los niños. De un amor que salva y regenera. ¿O no lo dicen casi todas? “Lo más importante de mi vida son mis hijos”. Aun así, en el discurso público apenas aparecen las madres. He advertido cómo muchos se sorprenden cuando, en algunos foros, se me pide que me presente y primero de todo digo que soy madre. Cómo callar esa condición que abarca tanto tiempo mental y real, y que estructura la vida de muchas mujeres.
“Las madres no escriben, están escritas”. Es una frase que encuentro en un viejo libro de Alba Editorial, Maternidad y creación, compilado por la fotógrafa Moy­ra Davey, que reúne diversos textos de Doris Lessing, Elizabeth Smart, Margaret Atwood o Toni Morrison, entre otras, sobre la experiencia de la maternidad y sus contradicciones. Se trata de una cita de Susan Rubin Suleiman, y se refiere a la teoría freudiana según la cual la artista habla desde la posición de niña más que de madre.
Aquellas que se dedican a la creación deben asumir renuncias: algunas de las autoras se pospusieron una novela para cuando sus hijos fueran mayores o aplazaron exposiciones que ya nunca se harían, mientras su espacio mental se llenaba de frustración y culpa, y creían que sus hijos lloraban siempre más fuerte que los de los otros. La escritora Annie Ernaux, entonces recién casada y cargada de tareas, se advierte a sí misma: “Nada de fregar, y menos quitar el polvo, el último vestigio, tal vez, de mi lectura de El segundo sexo, la historia de una batalla inútil y desesperanzadora contra el polvo”.
La figura de la madre posee una alargadísima y negra sombra: a veces apasionante y otras insoportable, tiene aristas y para muchas es redentora, y más hoy cuando tener un hijo es una elección personal y no una obligación. En Cuentos escogidos (Seix Barral), de Joy Williams –soberbios y tristes–, me sobrecogen esas madres solteras, jóvenes y alcohólicas que pierden el mundo de vista. El juicio a la mala madre empieza por cada una de nosotras.
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12 de julio de 2017
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París y una misa por Dior

París no está preparada para soportar treinta y siete grados. En la semana de la alta costura, donde antaño me recreaba con las más exquisitas fragancias que arrastraba la brisa –“perfumes niche” les llaman, firmados por narices que no necesitan publicidad–, ahora huele a sudor. En el jardín de Les Invalides, reservado para el desfile Dior, las modelos lucen abrigos desde la nuez hasta el tobillo y el contraste es pura contradicción. Invierno en verano. Parisinas y americanas agitan los abanicos tan torpes como frenéticas. En la pasarela, las modelos con largas faldas de lanas grises plisadas y ceñidas al talle –entre las suffragettes y las viajeras de primeros del siglo XX– dejan atrás el imán de la seducción. Sexualizar la moda no está de moda, afirman los creadores, en especial la primera jefa en la historia de la Maison, Maria Grazia Chiuri, que ha convertido el feminismo de camiseta en tendencia. En Toraya, un japonés extrañísimo de la rue Saint Florentin, mi vieja amiga Laurence Benaïm –la única biógrafa autorizada de Saint Laurent– me da su explicación: “creo que las maisons se han dejado influir por la cultura islámica y sus compradoras, por eso cortan la fantasía y crean patrones que cubren hasta el último centímetro de piel de las mujeres. Estas colecciones se venderán muy bien en el Golfo”. Y de postres, un gosip: “A Macron le llaman playmobil one”.
 
La Maison Dior festeja su 70 aniversario con la exposición de moda más sublime de la historia, empeño personal de Olivier Bialobos, cabeza de la comunicación de Arnaud. Las dos salas del Musée des Arts Décoratifs ejercen de túnel del tiempo, recreando un galería de arte, un atelier y un salón de baile con los trajes que en su día lucieron Grace de Mónaco y la princesa Diana, Charlize Theron o Jennifer Lawrence, que posa frente a su traje. Pero la celebrity más esperada es Madame Macron, así la llaman las estilistas francesas a quienes su estilo retro a lo Courrèges les recuerda a Julieta Serrrano en “Mujeres al borde de un ataque de nervios”. “Demasiado bronceada” añaden, malignas. El misterio de Dior radica en que en menos de diez años convirtió su apellido en marca internacional. Era discreto y refinado, antes que couturier vendía cuadros de Braque o Dalí –muchos de ellos, en la muestra–. Murió muy joven, no dejó tantos aforismos como Chanel, aunque, junto a ella dibujó una nueva silueta femenina culta, moderna y poderosa.  
 
Al día siguiente, martes, al terminar el desfile de Chanel, a los pies de una Tour Eiffel levantada solo para ese momento –siempre haciendo magia–, cruzo al Petit Palais, que esconde uno de los jardines más deliciosos de París. Los pájaros picotean mi desayuno. Uno se posa con estilo en la esquina del ordenador. La felicidad es un instante. Por la tarde, minutos antes del desfile de Mr Armani, custodiado por Sofia Loren, Isabelle Huppert y nuestra Rossy de Palma, hago cola en los baños desastrados de Chaillot, un garaje sórdido donde me encuentro a Alicia Chapa, de la revista Telva. Le pregunto qué demonios hacemos allí, por qué regresamos una y otra vez a ese carrusel de penalidades, donde una camada de personajillos se dan aires, y las celebrities visten con tal esmero que podría parecer el ultimo día de su vidas. “Somos unas viciosas”, me responde la sabia colega. “La moda te puede masticar y escupirte” ha declarado Lucinda Chambers, ex Vogue inglés, a la revista Vestoj. Ojalá solo nos masticara y escupiera la moda.  
 
Al atardecer,  Chanel presenta su nuevo perfume, Gabrielle, inversión millonaria. Está inspirado en la insolencia y rebeldía de la joven Chanel; a ninguna biografía se le ha sacado tanto partido. En el Palais de Tokyo, convertido en una habitación a oscuras, explota un delicioso ramo de tuberosa y ylang-ylang. Para poder ver en exclusiva el spot, protagonizado por Kristen Stewart, te confiscan el móvil. Privilegios sobreactuados. La noche termina con baile y música en directo de Pharrell Williams, las musas y sirenas de la casa bailando: Ines de la Fressange, Caroline de Maigret, Alessandra Mastonardi o Adriana Ugarte, junto a Lagerfeld; la vida rosada. Yo me lo pierdo, me voy con la cabeza llena de los pájaros del Petit Palais, a punto de desearle a esta página y a todos ustedes, amables lectores, un verano azul.  
 
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8 de julio de 2017
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Turista interior bruto

Eres una turista en la ciudad de los prodigios. Pasas desapercibida entre ellos, con sus pechos desnudos y sus gorras tutti fruti, expresión en desuso que tantas alegrías nos procuró. Te dejas llevar por la corriente, andas en la misma dirección que los caminantes uniformados con shorts y chanclas, intentas simular que recién descubres sus fachadas. Recuerdas la primera vez que estuviste en París o Nueva York y la avidez con que las recorriste, pero ya nunca más volviste a sentir lo mismo; ocurre con el amor. Avanzas por el paseo del Mar a sabiendas de que no te pertenece; allí sobras, expulsada por un olor a comida rápida mezclado con la arena. Es un aroma que no corresponde al lugar. De lejos, el agua parece limpia, piensas en bañarte como una turista más, pero algo te lo impide. Causa un pudor extraño el bañarse en la ciudad prodigiosa. Los chiringuitos se reproducen, trillizos, cuatrillizos, idénticos y rivales. Las tablas de surf se han convertido en un elemento de decoración playera: desatan las fantasías de la gente, que se imagina sobre ellas con el pelo y la piel ­secos por la sal. La marca de la libertad: todos soñamos con ser más salvajes y no hay manera. Un campeonato de voleibol sacude los cristales del hotel Arts, donde una colonia de americanos impone el lujo despreocupado. Visten en código do­minguero. “Sea noodles”, llaman a la fideuá. Me asombra cuántos adultos que pueden pagarse un hotel caro van tatuados como marinos de otra época. Siempre he desconfiado de los caprichos que se convierten en actos irreversibles, aunque ahora los quiten con láser. Algunos, tras tatuarse una calavera, se sienten reno­vados, otra forma de entender el lifting.
Ser turista te sitúa en una categoría adocenada y permisiva, aunque a la vez denigrante: no importa la apariencia. Clonados, idénticos, igual que las esquinas de las ciudades franquiciadas, su actitud transmite una manera provisional de estar en el mundo que los sitúa más allá del bien y del mal. Los turistas ven a los oriundos como personas ajenas y empequeñecidas en sus vidas anónimas. No quieren empatizar. El sentido del ridículo ha sido expulsado de su cartografía emocional. No viajan, turistean. Entre sus voluntades destaca la de llevarse de la ciudad un sentimiento y un puñado de fotos. Por ello cumplen a rajatabla un itinerario, un peregrinaje que incluye las patas de las cigalas, las cervezas en la playa y el disfraz de flamenco.
Los treinta millones de visitantes que pasan al año por Barcelona suponen cerca de tres mil millones de euros anuales. Riqueza, sí, pero ¿a qué precio? Todos conocemos ejemplos de ciudades postal, o mejor dicho, parques temáticos desprovistos de su sabor original, igual que un chicle gastado que al final acaban escupiendo hasta sus propios habitantes.
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5 de julio de 2017
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Filosofía con látigo

Conozco a estudiantes españoles que han querido hacer su Erasmus en Liubliana o un posgrado en un pueblo suizo, sólo porque en su universidad da clase Slavoj Zizek, un filósofo estrella, viral, que se ha erigido en mentor –ahora los líderes han sido enterrados por el mentoring– de una generación crecida de más a menos, que ha disfrutado de una infancia de clase media pero se ha tenido que contentar con una juventud de nuevo pobre; y aún y así prefieren ser free lance, manteniendo el control de sus horas en lugar de convertirse en modernos esclavos sin horario de salida. Atesoran la máxima de Goethe: “Pensar es más interesante que saber”, por lo que a veces su arrogancia intelectual desata humos, aunque resulte inspirador estar al tanto de sus filosofías. Frente a los jóvenes que viven en posición horizontal, agarrados al mando de la consola, ellos, verticales y en posición de salida, no rehúyen la pelea cuerpo a cuerpo, auténticos vocacionales de la acción ciudadana (la vo­cación la compone una visión y una misión, y así son ellos, visionarios y mi­sioneros). El 15-M hizo a muchos activistas con k, llamándoles a filas por su nombre, castigo del oficialismo bipartidista y la corrupción; y salieron en tromba desde el profesorado o el trabajo social, desde los casals o los barrios.
Muchos de estos jóvenes aguardaron horas el pasado jueves en Madrid para escuchar su oráculo de Delfos, al filósofo Zizek. La cola en el Círculo de Bellas Artes adelantaba a las del día siguiente, viernes, con el estreno de las rebajas. El pensador esloveno, vehemente y locuaz hasta lo torrencial, se prodigó en conferencias y entrevistas, alternando teoría y humor, incluso delirio –hasta llegar a quedarse solo en su defensa de Trump–, para hablar de populismo y comunismo, de capitalismo y cultura. No dejó pasar su desazón ante la falsa tolerancia y el sentimentalismo, y alertó de la función controladora de las redes. Zizek despreció también la acumulación de información en estos tiempos nuestros, que según proclama, no nos hace mejores ni más inteligentes. “Sintetizar y simplificar los datos es mejor que tener todos los datos. Somos ordenadores estúpidos; lo sabemos todo pero no discernimos. (...) Acumulamos datos, pero no tomamos decisiones”, declaraba a El Mundo.
Pero las buenas decisiones necesitan tiempo y se alargan: la política y la justicia son dos buenos modelos de una ­esforzada acción a la que podría denominarse slow-speed machinery. Sus planteamientos y resoluciones –y no digamos su implementación– se expanden de manera que el pasado acaba siempre siendo un prólogo. Da igual, el showman Zizek sacó una vez más el látigo, como en una cariñosa riña de niños, y fustigó a aquellos estudiantes que devoran sus vídeos en YouTube, a los guerrilleros urbanos con piercings, a los políticos de Podemos para decirles: pasad a la acción en lugar de darle vueltas a las cosas, no hay tiempo para seguir mirándose al espejo.
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3 de julio de 2017
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El Boomeran(g)
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