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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Atascados

La ciudad pierde su piel en las vías de circunvalación, anillos perimetrales que se transforman en un mar de máquinas. Parece un desierto humano. Los puentes que unen ambos lados de la autovía no están hechos para niños. Son puentes adultos, duros de pelar, bordeados por sus escaleras suspendidas en el aire y sus pasarelas grises; allí no se escucha el rumor del agua sino el de las bocinas y los tubos de escape. Ni se huele a sal o a podredumbre marina. Goma quemada, aceite, gasolina. Son puentes que, lejos de embellecer el paisaje, lo cosen con desgana. Un amigo me confesó que pierde el equilibrio cuando los atraviesa, o mejor dicho, que le invade una aprensión cinematográfica ya que se acuerda de aquellos que se suicidan lanzándose contra el asfalto, incapaces gustar a nadie , y mucho menos a ellos mismos, por lo que deciden acabar con su vida en el lugar más feo de la ciudad.
Hileras de coches paralizados estrenan la mañana con un nudo en el estómago. Muchos conductores aún quieren agradar; algunos fantasean con la fama y con el éxito. En el atasco es ­posible jugar a la libre asociación de ideas, olvidar por un momento el miedo. Porque hay un vivir asustado y un vivir a destiempo. Vamos de los libros a la realidad, del caos urbano al sofá, del aburrimiento a la esperanza. En un cuento de Cortázar, La autopista del sur, el tremendo atasco en la autopista de Fontainebleau a París puede leerse como metáfora de la sociedad de masas: anónima, consumista, en la que los individuos únicamente se distinguen a través de las marcas de sus coches. El embotellamiento resulta un espejo que nos devuelve la imagen de la vida sobre cuatro ruedas. “Si vivo al menos /un año y medio más / conduciré /el nuevo Amarok de Volkswagen” escribe Vicente Verdú, que reaccionó ante la realidad de su cáncer con un poema diario. En su libro La muerte, el amor y la menta (Bartleby), desliza la memoria de años suburbanos y bosques de arces, cuando toda la familia está aún viva. Y se cobija en el deseo de estrenar un automóvil azul metá­lico.
Las llamadas vías de evitamiento o las salidas a las A, E o R, acogen el parque móvil nacional. El año pasado se matricularon alrededor de dos mil Porsche en España, dispuestos a presumir de lujo y cilindrada. Pero el nuestro, junto a Italia, es el país con los coches usados más baratos, a causa de la fuerte demanda de automóviles de ocasión mileuristas. La precariedad inhibe al látigo de la belleza, también al impulso estético, siempre sospechoso de pretensión. Como si pretender fuera un crimen. Tanto es así que algunos sociólogos aseguran que algunos males provocados por la pobreza derivan de la misma sensación de sentirnos pobres. A la autoestima nacional le falla el embrague. Más allá de desaceleraciones económicas y de colapsos políticos, la sociedad busca vías rápidas para salir de un eterno embotellamiento.
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12 de febrero de 2018
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Larga vida al tiempo muerto

Esperar es una aflicción universal que nos iguala. Todos somos el mismo cuerpo cuando echamos tardes enteras en una sala de urgencias para que nos digan que no moriremos en esta ocasión; y todos nos convertimos en sospechosos cuando hacemos las eternas colas del control de pasaportes. También somos el mismo turista angustiado y vencido que busca taxi en Eivissa cualquier día de agosto, o el que pierde la paciencia cuando su vuelo se retrasa sine die en cualquier aeropuerto del mundo. Rocosas, pero también vivificadoras, son las esperas del amor y sus incertidumbres. “Al ver que no sonaba el teléfono, supe de inmediato que eras tú”, dejó escrito Dorothy Parker con su afilado humor.
Esperar nos contraría, nos aburre y nos exaspera, en especial cuando se espera a que no pase nada. Quien aguarda algo o a alguien en demasía se vuelve indefenso o se irrita porque ha perdido el control del tiempo, extraviando las llaves de su propio presente, e incluso, iracundo, mastica la venganza: “¡Algún día me esperarás tú!”. Los hay que celebran su gregarismo, cómodos entre la multitud, sin pena por perder una hora en subir a una atracción que dura dos minutos, o un día entero para comprar las entradas que le franquearán el paso al cielo de sus ídolos. Están los que se comen las uñas, los impacientes que miran el reloj una y otra vez, los que se deshacen por dentro y desesperan a pesar de ocupar su mente con excusas. Existe una prolija colección de tiempos de espera: el colonizado por la enfermedad, el de la gestación, el de la pubertad, transiciones de altísimo valor; pero luego está el tiempo barato, como las horas perdidas con la burocracia o las humilladas por el poder arrogante, además de los minutos malgastados por esas operadoras que te eternizan. “Horas muertas”, “tiempo muerto”, decimos, pero a la vez se trata de un espacio vital en el que todo es posible. En su ensayo El tiempo regalado (Libros del Asteroide), la corresponsal cultural en Estados Unidos y escritora Andrea Köhler subraya lo gratificante de la lentitud y le da la vuelta al escaso prestigio de los intermedios: “Ese lapso en el que las cosas son aún inciertas”. Hay amantes de la espera, como Peter Handke, que a la luz del cansancio entiende más profundamente el mundo, y quienes, igual que Goethe, vincularon el anhelo con el dolor.
Tengo un amigo que vive entre Norteamérica y España; dice que no se acaba de adaptar allí, aunque reconoce que en verdad tampoco estaba bien aquí. En cambio, alcanza su mayor bienestar durante los viajes entre ambas orillas, ese tiempo que se conjuga en subjuntivo y permite abrazar la plácida sensación de la vida en movimiento cuando vas hacia algo mejor, o eso crees.
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7 de febrero de 2018
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Armarios abiertos

La privacidad reventó las compuertas cuando la llamada crisis de la novela coincidió con la adicción a las redes. Los mundos imaginados empezaban a temblar frente al relato del yo. Autores como Emmanuel Carrère, Karl Ove Knausgård o, ahora, Manuel Vilas con su espectacular Ordesa (Alfaguara) han logrado que la realidad sin aditivos sea más poderosa que cualquier ficción, que te atrape con su guante, mitad de crin, mitad de seda, y te haga soltar pieles muertas en una exfoliación intelectual. Mientras los críticos literarios debatían si el género novelesco se había quedado obsoleto o no, en la nube virtual, hombres, mujeres y transexuales empezaron a publicar sus autonovelas por entregas en Facebook o Wattpad. La mensajería instantánea también se consideró un canal adecuado para expresar la emocionalidad contenida, un confesionario 24/7. Y, por tanto, las pantallas se convirtieron en espacios virtuales de intimidad. A ratos eran joyero, otras vertedero. Hasta que empezaron a ­airearse verdades inimaginables que afectaron hasta el presidente del Gobierno, intentando subir los ánimos de su excontable con un “Luis, sé fuerte”. Los riesgos de perder la privacidad parecían asumidos incluso por aquellos que, como Puigdemont y Comín, utilizan aplicaciones más difíciles de descifrar que las habituales. Y muchos personajes públicos vieron de qué forma sus intimidades y sus miserias eran ventiladas en público y jaleadas. Debe de ser igual o peor que te entren a robar en casa, te abran los cajones y vean tus medicamentos, la caja de preservativos, un cogollo de hierba… Hace ya seis años, Andrew Keen, “el Anticristo de Silicon Valley”, se preguntaba si la revolución digital, debido a su indiferencia por el derecho a la privacidad individual, no nos llevaría a nuevas épocas de oscuridad, convirtiéndola en un anacronismo y, de paso, enterrando definitivamente el secreto.
Con el caso de los mensajes de Puigdemont se ha abierto de nuevo el debate entre las fronteras de lo privado y lo público. Y se ha condenado moralmente la duplicidad de discursos: que el expresident dijera una cosa y pensara otra. Como si no fuera algo común en la estrategia política: la verdad resulta demasiado atrevida e inaguantable. Hace medio siglo, Hannah Arendt nos recordaba que la distinción entre lo público y lo privado era un elemento fundamental del pensamiento griego antiguo. Señalaba entonces que la capacidad humana de organización política era radicalmente distinta, opuesta a la asociación natural de hogar y familia. Lo profesional frente a lo emocional: agua y aceite.
Por ello, a día de hoy, cuando la política trae tintes de reality, no debería causar tanto pudor que un cámara, atento en el ejercicio de su trabajo y amparado por la libertad de informar, enfoque a la pantalla de un teléfono en busca de un yo desnudo convertido en noticia.
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5 de febrero de 2018
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¿A qué huele tu ciudad?

Madrid no tiene olor”. Lo afirma uno de los mejores perfumistas del mundo, Alberto Morillas, sevillano emigrado a Suiza cuando era niño, a quien empezaron a interesarle los olores sintéticos cuando, de estudiante, leyó una entrevista con Jean-Paul Guerlain y descubrió que el perfume era una creación dispuesta a ennoblecer y purificar, a defender y reafirmar, a elegir un halo aromático a modo de huella fragante. El perfume es un mundo. Acerca y distancia. Representa una gran esfera de significados simbólicos, despegados de la materialidad, que, según teorizaba Montaigne, afinan el espíritu e inducen a la contemplación. Su valencia originaria constituye un escudo, un abrazo invisible alrededor del yo, de ahí que aplicarse una gotas de agua de colonia constituya un gesto universal imperecedero, detrás del cual ha evolucionado una industria ambiciosa desde siglo y medio.
Vanguardista y disruptivo gracias a creaciones como CK One, la mejor destilación del espíritu unisex –ahora le llaman fluidez sexual– en un frasco, y de Armani Absolu, Morillas posee una taxonomía olfativa de cada ciudad. Asegura que Nueva York huele a comida basura, a chucrut y a hot dog, pero también a caramelo y gofre, y sobre todo a mar. Asocia Cádiz con el pescaíto frito, el coco, arena y agua. París, dice, desprende olor a marisquería: ostras y coquillas aventadas por el viento de Normandía, que trae una bofetada atlántica. “Londres huele a cerveza y al Támesis. Sevilla posee notas minerales, la calidez de la cal, cera, y excrementos de caballo”.
¿Y Barcelona?, le pregunto. Y el alquimista hace un silencio: “Tiene un aroma más sofisticado, mecido por el viento que circula entre el mar y la montaña”.
Todas las ciudades despliegan un mapa oloroso que hace crecer su alma –ahora le llaman energía–, y en algunas han surgido ya recorridos aromáticos. Smellwalks los ha titulado la artista Kate McLean, empeñada en cartografiarlas con su nariz. Porque el olfato es el sentido más estrechamente vinculado al contexto en el cual se percibe, y a la experiencia. Por eso permanecen intactos los olores de la infancia. Especias, cuero, pino, leña, incienso, azufre, grasa quemada, cloaca… buenos y malos olores conviven en las ciudades, emanados por sus glándulas internas. Y su resultado sirve de diagnóstico, igual que aliento humano. Morillas achaca ese ­no olor de Madrid a una falta de identidad, que a la vez es su señuelo, mientras argumenta que la sofisticación de Barcelona se humaniza con la salinidad del Mediterráneo. Pero los olores son transitivos. Contemplo las imágenes de los vecinos del Fòrum con mascarillas para protegerse del hedor residual, y pienso que no hay forma más humillante de desvestirte de tu identidad que robarte el olor de tu calle, incluso de tu ciudad.
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31 de enero de 2018
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El nuevo petróleo

¿Quién no se ha sentido ridículo confirmando su propia identidad y teniendo que interpretar unas letras retorcidas y distorsionadas que deben de hacer las delicias de algún psicópata?
No sólo nos piden nuestros datos personales, que se desploman indefectiblemente al terminar de cumplimentar el formulario online porque se ha agotado el tiempo o la contraseña no es segura, también nos preguntan el nombre de pila de nuestra abuela a fin de demostrar que somos nosotros y no unos suplantadores. E incluso nos bloquean la entrada a nuestro buzón de correo como si nos prohibieran entrar en nuestra propia casa, porque sospechan que cualquier desaprensivo, o tu mismísimo marido, vete tu a saber, han querido fisgar en tu bandeja de entrada, hoy un delito parecido a hurgar en los cajones de la ropa interior ajena.
Sin embargo, la porosidad de la red es escandalosa. El tráfico de datos –y hasta el robo, como hemos visto esta semana con la supuesta oferta de una cuenta prémium de Spotify, que era en realidad un timo– pretende hacerse con el alma de todo aquel que clique. Lo ha declarado el presidente ejecutivo de Telefónica, José María Álvarez-Pallete: “Los datos son el petróleo del siglo XXI”. Además de suponer la materia prima del negocio, necesitan ser refinados para cotizar, igual que el crudo. Alphabet, la multinacional que engloba Google, Amazon, Apple, Facebook y Microsoft, las cinco compañías más valiosas, no hace más que multiplicar beneficios: juntas sumaron 20.130 millones de euros durante el primer cuatrimestre del 2017.
A pesar de su inmaterialidad, ya no hay plan de negocio que no incluya el estudio de datos. En este Gran Hermano panóptico, un ojo informático escruta cada uno de nuestros clics persiguiendo nuestro perfil de consumidor. Y le sigue una insidiosa persecución virtual mientras asistimos impertérritos a las propuestas que nos lanzan los algoritmos y que oscilan entre las ofertas de balneario o los milagrosos alargamientos de pene. Pero, ¿por qué seguimos considerando un acto privado el de navegar por internet, e incluso el de escribir correos donde damos rienda suelta a nuestra naturaleza confesional, al estilo de las viejas cartas? Narcisistas redomados, nos permitimos exhibirnos sin cautela aunque simultáneamente glorifiquemos nuestra privacidad.
Las empresas cruzan millones de datos para establecer tendencias y predicciones, patrones de comportamiento e indicadores de consumo. Datos, inteligencia artificial y tecnología conforman el futuro digital, que de humano sólo tiene los dedos. La banca, la información o la moda triplican sus presupuestos online: ahí está el nuevo mundo, el que se desviste de materialidad y ya no abre enciclopedias ni escribe diarios. Los secretos ya no existen: nuestro punto débil se ha convertido en la gran fortaleza del big data.
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29 de enero de 2018
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Luna nueva

De pequeña quería ser farmacéutica, envolver los medicamentos con aquellos gestos rápidos, sin apenas mirar, y saber de todos los males. Hasta que cayó en mis manos un libro del Círculo de Lectores: Tiempo de nacer, tiempo de morir, del Dr. Christiaan Barnard, un dramón que narraba una pasión amorosa y al tiempo una historia médica. Barnard, autor del primer trasplante de corazón, era bronceado,  lántropo y escribía libros. Yo quería ser él, en mujer. Hasta que tropecé con las matemáticas y me convertí en estudiante de letras. Es curioso, porque nunca fantaseé con ser plumilla como los de Luna Nueva, en la que los reporteros de sucesos trataban a su única colega femenina, la deliciosa Rosalind Russell, entre la condescendencia y la burla. No quise ser periodista, me hice. Estudiaba Filología, y empecé a trabajar en un periódico. Se hacía casi a mano; aún existían las linotipias, que mis amigas confundían con las lipotimias. Y sin épica, como si el destino me saliera al paso con una máquina de escribir, el periodismo se instaló en mi vida y en mi estómago como una helicobacter pylori, hasta convertirse en un marido vigoroso.
En las primeras redacciones que pisé siempre había mujeres, excelentes profesionales que nunca pasaron de jefa de sección. Estaba de moda repetir aquello de “hay que feminizar la prensa”, pero la cuota de informaciones protagonizadas por ellas era ínfima, y solo cabía en las páginas de sucesos o de espectáculos. Me considero afortunada: he asistido a una transición de los medios, no solo la digital. Por entonces, la violencia de género era tratada como “crimen pasional”, cosas del querer, del amor y los celos. La representación de lo femenino, y ahí están las hemerotecas, resultaba marginal y ociosa, ridícula y estereotipada. Y también he presenciado una congelación del liderazgo femenino. ¿Por qué las mujeres no son directoras de periódico? En este número recordamos la historia de Katharine Graham, a propósito del estreno de Los archivos del Pentágono, y como a afirma Montserrat Domínguez, directora del Huffington Post: “Ser mujer y aceptar un puesto directivo en entornos tan masculinizados es sólo para valientes. Entiendo que muchas mujeres lo rechacen porque, además de asumir las responsabilidades del cargo, hay que contar con el plus de desdén, machismo y condescendencia”.
Existe una cultura paternalista, cargada de superioridad, además del café, copa y puro, que sigue dominando los medios. Hace poco, Gloria Lomana, que fue una de las primeras directoras de informativos en televisión, contaba que en su despacho no se permitía tener las fotos de sus hijos. No podía ceder en ningún detalle que la debilitara acordonada por un tronío varonil. Las Katharine Graham, Barbara Walters, Oriana Fallaci, Joan Didion, Jill Abramson, Carmen de Burgos, Rosa Montero, Victoria Prego o Soledad Gallego-Díaz han ocupado la primera la de la prensa. Algunas renunciaron a la tarea de dirigir. Otras salieron corriendo. Pero sin su versión del mundo, sin su compromiso con la verdad, el periodismo que se hace hoy sería muchísimo peor.
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25 de enero de 2018
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El Ministerio de la Soledad

La soledad extiende su manto, cada vez más raído, más helado, en la vieja Europa. Aquel triunfo del progreso social, la libertad de vivir solo y no tener que rendir cuentas a nadie, de no sentirse limitado, ni atado, ni cohabitado, se ha convertido en alarma. Jóvenes atrincherados en su cuarto que sólo escuchan lo que brota de sus auriculares, que se han criado con una tableta como compañía exclusiva. Ya no sólo se alquila amor o sexo por horas, también amistad. Ahí están los chavales nipones que rentan a auténticos desconocidos para simular que son colegas, colgar la foto en Facebook y demostrar notarialmente que sus vidas tienen contenido, más allá de su mismidad, sus mascotas y sus playlists.
En el otro extremo de la pirámide demográfica, se desborda el desamparo y la clausura. Según estadísticas oficiales, en el Reino Unido 9 millones de personas –dos millones de ellas mayores de 75 años– padecen de soledad. Una cadena de días en blanco, sin otra voz o mirada que la suya en el espejo. Aguantan su dignidad como una antorcha en el desierto. Sobreviven misteriosamente. Se quedaron sin nadie, pensamos, incapaces de creer que haya hijos que puedan abandonar a sus padres, desentenderse de ellos como de un mueble viejo.
Estos días, Theresa May ha anunciado la creación del ya llamado popularmente Ministerio de la Soledad; y celebro que las secretarías de Estado empiecen a bautizarse con nombres existenciales. Cabría pensar en ministerios del tiempo, del sueño o de la ansiedad, aunque sin llegar a las filigranas de Bután, donde su rey rechazó usar el PIB como índice de desarrollo e instauró el índice de felicidad bruta. La primera ministra británica ha sido pionera en implementar un programa –construido sobre las bases del proyecto de la asesinada diputada Jo Cox– para frenar esta epidemia global que no entiende de clases ni caracteres, y que cristaliza en exclusión y enfermedad. En nuestro país, cuatro millones se sienten impares a menudo, de los cuales más de tres millones viven solos. Es una presencia callada en las ciudades y los pueblos. No se trata de esa soledad que es muy hermosa, como escribió Bécquer, cuando se tiene a alguien a quien decírselo, sino de un opaco enclaustramiento que deriva en deshumanización.
En plena tendencia robótica, empecinada en anular la interacción humana en asuntos de proximidad, se inaugura en Seattle la tienda de Amazon donde basta una aplicación y un código QR para llevarse cualquier cosa sin necesidad de saludar, preguntar, e incluso de dudar ante otra presencia humana. La virtualidad se apropia del espacio físico, manteniendo su fórmula aséptica: la que garantiza el control y la economía de tus actos con un clic y en medio de una soledad oceánica.
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24 de enero de 2018
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La normalización del odio

Sí, en la España del 2018 no sólo se incita a odiar a quien piensa diferente, sino que se le odia. Con la rabia clavada entre los dientes, porque en esas cavidades donde apenas entra el palillo, se ensaliva el mal. Tanto es así que los feroces haters emanan un aliento fétido, esa halitosis propia de los estómagos vacíos que sólo serán saciados con veneno. En la España del 2018, con la grave crisis entre España y Catalunya de telón de fondo, se insulta a la ligera con palabras vejatorias de honda dimensión, como fascista o traidor.
A mí me han llamado xenófoba catalana y supremacista, una triste anécdota. Porque muchos de mis colegas han recibido gravísimos ataques verbales, burlas y mofas, e incluso les han escupido por la calle porque representan y ponen cara a la opción diferente a la suya. Las amenazas de muerte a Albert Rivera desgraciadamente no son novedad. La noticia es que se detenga al individuo que las ha proferido. Que se tome en serio este albañal. Una ­corriente infecta que no sólo acalla el diálogo, sino que corrompe ese bien común por el cual generaciones eternas siguen luchando llamado libertad de expresión. Además de barrer de un plumazo valores como el respeto y la urbanidad. La fractura empieza a supurar, y se convierte en enemigo mortal a quien está enfrente.
En las tertulias de radio o televisión hay bronca; no sólo se polariza, se choca frontalmente: eres de un bando o del otro, malo o bueno. Pocos escuchan, ya están entrenando mentalmente la manera de desacreditar al que habla porque sostiene lo contrario que ellos.
En el plató de Espejo público, el día de la constitución de la Mesa del Parlament, me sentí por primera vez humorista. Cada vez que abría la boca, sin ninguna otra proclama que la de ce­lebrar que se reanudara la vida par­lamentaria en Catalunya, algunos contertulios se choteaban. En parte, me sentí afortunada de divertirlos, aunque en verdad aquello resultaba una representación más de la actual re­lación entre España y Catalunya: un ­enconamiento irracional que pretende herir, noquear. Un narcisismo ­extremo que sobrevalora una identidad por encima de la otra: ahí está la sed feroz del opinador que insta a insultar al veterano periodista o la amarga bilis de quien le desea una violación en grupo a una política. Campan a sus anchas, sin sentido de la elegancia ni vergüenza ajena, porque no han encontrado resistencia.
El insulto se ha convertido en herramienta de relación social válida y ­aceptada. Una forma de violencia ­amplificada por las redes, igual que las ­fieras hambrientas en el circo romano. Pero no basta la profilaxis que todos prac­ticamos ante el asunto. Si siguen quedando impunes el insulto y la ­amenaza, no sólo resultará una prueba de la dejadez propia de una sociedad convulsa que ha roto el principio de
la convivencia. Significará su propia ­dimisión.
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22 de enero de 2018
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Removida generacional

“¡Yo te amo, oh capital infame!”, escribía Baudelaire. Y narraba la experiencia de mirar sin ver visto, de corromperse dulce y placenteramente, y de sentirse parte de una multitud. “Baudelaire amaba la soledad pero la quería en la multitud” dijo Walter Benjamin sobre el  poeta de la ciudad. Su espacio físico nos da contexto y estructura, mientras que los edificios nos orientan, pero también nos transcienden. Se mantienen incólumes, mudando la piel, a pesar de que cambien las  personas y sus usos. El poso de su historia dota de un valor añadido, un eco vivencial de aquello que fue, generación tras generación. Recuerdo que las primeras veces que pisé el Cock, me intrigaba que antes hubiera sido un burdel; o que en el altillo del Principito –antes Cine Bogart y originalmente el teatro Salón Madrid - Alfonso XIII disponía de un mirador entre cortinajes para ver el espectáculo con su amante. El morbo convertido en antigüedad se sorbe con delicia.
 
Esta semana, en Madrid, la cita fue en el antiguo Cine Alba, reciclado después en sala X. De las que más aguantó, acaso porque en los últimos años se convirtiera en una especie de after de la re-movida, aprovechando las sesiones matutinas. Ubicada en una antigua casa-palacio de La Latina, que, en su origen –entre 1913 y 1933–, albergó el diario El Imparcial, ahora se llama Sala Equis. Los dueños del restaurante llamado con el mismo nombre que el viejo rotativo han remodelado el espacio, que deja entrever en sus paredes y techos decorados el aliento artístico e intelectual de aquel Madrid, sin olvidar su côté canalla: en la entrada han instalado una barra con grifería cervecera, y en un rapto de nostalgia han mantenido los carteles artesanales que el propietario de la sala elaboraba para cada proyección. Y así perviven El fontanero, su mujer y otras cosas de meter o Fue a por trabajo y le comieron lo de abajo, como vestigios de aquella pornografía naif y chocarrera. Hoy, en cambio se pueden tomar cañas bajo su lucernario, ante una pantalla sobre la que se proyectan sin sonido films experimentales de Warhol y su factoría. Y, arriba, en lo que fue el palco, pueden beber gin tonics sentados en un patio de 55 butacas y disfrutando de clásicos del estilo Hiroshima mon amour o Dos en la carretera. El talento emergente y los artistas más solicitados no se lo perdieron: Alfonso Bassave, Natalia de Molina, Ana Rujas, Jan Cornet, Nadia de Santiago o Laura Put, los diseñadores de moda Juanjo Oliva y Jeff Bargues, Ernesto Artillo, celebrities juniors e influencers. Y las paredes miraban, aunque la gente creyera que ocurría al revés. Las mismas que, pese a su valor cultural, estuvieron a punto de ser demolidas. Lo impidieron los propietarios y su hoja de servicios: allí se había cocido la mejor sección cultural de la prensa, Los Lunes de El Imparcial, plagada de primeras espadas: Unamuno, Baroja, Azorín, Maeztu, Valle-Inclán, Pardo Bazán…
 
Permanece la rúbrica de aquel pensamiento de Pavese: “las generaciones no envejecen. Todo joven de cualquier época y civilización tiene las mismas posibilidades de siempre”. Lo demuestra la exposición “La Generación del 87, orígenes y destinos 1987/2017”, que compara las instantáneas que aparecieron en la mítica publicación La Luna de Madrid con nuevas versiones de ‘Los 87 del 87’, un reportaje de retratos que realizó la revista. En aquel tiempo, todos queríamos aprender a ser modernos con La Luna: leer los lagos en el cráneo de Panero o recrearnos las estancias estéticas de Guillermo Pérez Villalta. Le preguntó a Borja Casani, fundador y primer director de la revista si todos eran artistas: “Éramos los amigos del colegio, aún no habíamos empezado a ser artistas. Todo partió de la humillación con la que vivimos la adolescencia en un país aburrido; uno sentía envidia por el mundo. Llegó a mis manos un ejemplar del periódico Village Voice, y aquella fue la primera idea: hacer una revista de lo que estaba ocurriendo, que contrastaba con los periódicos en los inicios de la Transición. La cultura, para ellos, era la recuperación de la generación del 27, y se omitía lo que estaba ocurriendo, no tanto vanguardia, como las nuevas formas de vivir, de salir del agujero”.
 
Tal número de talentos emergentes, entre artistas, escritores, cineastas, músicos: Rossy De Palma y Martirio, Frederic Amat, Vicente Molina Foix e Ignacio Martínez de Pisón, Agustín Ibarrola, Coque Malla o Eugenia Martínez de Irujo fueron retratados por fotógrafos como Miguel Oriola, Xavier Guardans o José M. Ferrater. El resultado es “un retrato coral de esa generación, de su energía colectiva, sostenido en el tiempo”, como me explica su comisario, Félix Cábez, antes de insistir en “la belleza radiante que persiste en los protagonistas, acrecentada por el tiempo, por una experiencia que puede apreciarse en sus miradas, en sus pieles, y que les muestra orgullosos de lo vivido, pero cargados de futuro”. En sus retratos de ayer y de hoy habita el orgullo y la resistencia. Cuando llamé a Casani, se encontraba lejos de la inauguración en Conde Duque: “estoy sentado en una plaza de Cáceres, tomándome una caña; adoquines y sol”. La excepcionalidad de lo sencillo. 
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20 de enero de 2018
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Mundos sensibles

Mis tías abuelas maternas tocaban el piano y el arpa. En su casa de la Pobla de Cérvoles organizaban veladas musicales en las que chicos y chicas se repartían diversos instrumentos, excepto mi bisabuela Cecilia, que cantaba. A medida que se fueron casando y teniendo hijos, abandonaron la afición, menos mi abuelo, que a diario pasaba horas sentado al piano y soñaba con tener nietos pianistas. En una casa donde suena música sin parar, de La Cumparsita a las sonatas de Bach, los niños juegan mejor. Aun así, siempre me preguntaba acerca del virtuosismo musical de los Camprubí, de cómo en el culo del mundo se habían refugiado entre acordes y diapasones, a pesar de la guerra, de las nieblas espesas del invierno o de las malas cosechas.
Mi abuelo Ramón incluso formó un cuarteto, Select Jazz, en los años cincuenta. La música se convirtió en su cobijo, y a todos sus nietos nos contagió el nervio, aunque fuimos dimitiendo del Conservatorio antes de la mayoría de edad. Me pregunto por qué regresa este recuerdo cuando quiero escribir de la feminización del mundo, y pienso que acaso se deba a esa interpretación conmovedora de Clara Sanchis, que habita la piel de Virginia Woolf. Hay que ir al teatro a recibir ese chute de asombro y testarudez, de convencimiento e ironía, de finura y elegancia intelectual. Cuando sus emociones suben o bajan, la actriz se sienta al piano y piensa a través de sus teclas en los valores fundamentales del individuo: “Y se produce la mayor liberación de todas, que es la libertad de pensar en las cosas tal como son”, cuenta Virginia/Clara.
Woolf aseguraba que la indiferencia del mundo, tan difícil de soportar para escritores como Keats o Flaubert, se tornaba, en el caso de la mujer, en hostilidad. “Es extraño: la historia de la oposición masculina a la emancipación de las mujeres quizás sea más reveladora que la propia historia de la emancipación”, afirmaba, y sin duda, la mayor liberación de todas acabó produciéndose, al menos para la subjetividad femenina que recuperó la libertad de pensar en las cosas como son. ¿Qué pensaría Woolf acerca de la igualdad hoy? En este año que acaba, 2017, hemos asistido a la mayor campaña jamás vista de denuncias de mujeres célebres acerca de cómo fueron utilizadas sexualmente. Cada día emerge una nueva voz para sumarse al coro universal que ha tenido que alzar la barbilla para repetir: “Yo también”.
Hoy, los editores buscan libros sobre el feminismo y la igualdad se incluye indefectiblemente en el menú del día de la política internacional. Que en EEUU el exmédico de la selección nacional de gimnasia artística con ese que abusó de siete deportistas –aunque hasta 125 le hayan denunciado– y que, en otras latitudes, los juicios populares contra víctimas de violación provoquen olas de indignación social, no es baladí. ¿Por qué ahora? Acaso porque el género ha empezado a fragmentarse y los jóvenes, azotados por la precarización, no tienen nada que perder, incluido el miedo. Sería demasiado triunfalista hablar de la difuminación de obstáculos entre lo masculino y lo femenino. Pero yo regreso a esas veladas musicales que me relataban mis tías abuelas Carmela y Rosita, mujeres fuertes y decididas que gracias a la música adquirieron ese sexto sentido sin el que hubiera cojeado su fortaleza. Apelamos al coraje, a la seguridad y al talento para derribar techos de cristal, pero no deberíamos dimitir de los mundos sensibles: nunca fallan.
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18 de enero de 2018
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El Boomeran(g)
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