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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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La masculinidad elástica

Durante un tiempo, los perfumes de hombre destilaban notas intensas y amaderadas, del cuero al cedro, tabaco o pachuli, una poderosa narración olfativa que subrayaba su presencia de forma matérica más que orgánica. Eran olores invasivos, colonizadores, podríamos decir penetrantes, se llamaban Brando, Jacq’s, Brummel… Pero aquello no iba bien. La vieja costumbre de rociarse con agua de colonia causaba estragos –incluso vahídos– en ascensores y oficinas, pues la fragancia varonil de la transición española era una auténtico ambientador de testosterona. Los propios hombres se hartaron de oler a machotes hegemónicos y hallaron una salida en el mundo cítrico, la ­lavanda y el vetiver. Un nuevo orden social redefinía los estilos de la masculinidad: ya no había una sola manera de ser hombre sino muchas.
Fue hace más de 20 años cuando una de las mejores narices del mundo, la de Francis Kurkdjian, revolvió entre aromas de barbería buscando la lavanda mentolada para crear Jean-Paul Gaultier Le Male, uno de los perfumes icónicos en la era ­moderna. “La mujer es más sofisticada, busca seducción y exclusividad en un perfume; el hombre es más simple, quiere oler bien, pero también a macho”, asegura otro grande, Alberto Morillas, que acaba de renovar Aqua di Giò Homme de Armani con un componente llamado calone, que aporta sensación de brisa marina. Una masculinidad más deportiva y menos pomposa ha entrado en la prosopopeya perfumera. Olores a limpio, como CK, aguas de iris ­como la de Prada, o los perfumes niche con neroli identifican un gusto contempo­ráneo.
Los jóvenes han puesto de moda un anacronismo de mi época: décalage, utilizado en el sentido de soltar lastre. De rebajar humos. Además de protagonizar una revolución aromática masculina –de la que otro dinamizador de esta industria, José María Pérez Diestro, afirma que se ha feminizado y enriquecido–, los hombres han optado por aflojar nudos. Y los diseñadores les han ofrecido aquello por lo que tanto habían suspirado: el pantalón de cintura elástica. Su éxito es descomunal, y no sólo en chándales, sino en patrones tradicionales. “El resultado es tan convincente que lo que una vez fue declassé seguramente pronto será de rigor”, aseguraba Luke Leitch en The Economist. Antes, los pantalones masculinos necesitaban una explicación para ser flexibles: pijamas, ropa de deporte, tallas grandes y poco más. Nunca se había relajado tanto el dress code, y no sólo en la nueva política y en las grandes compañías digitales. La aceptación social de las cinturas dúctiles y flojas es a la vez una liberación del viejo disfraz de hombre, impregnado de pachuli, con la nuez anudada y la correa bien prieta, conjurando aquel mandato que tanto daño nos ha hecho a todos: “Sé un hombre”.
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9 de mayo de 2018
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Golfos sin golf

La presidencia de la Comunidad de Madrid se ha hecho evanescente igual que una tortilla marinera con salsa verde. La sirven esponjosa en el Qüenco de Pepa, el restaurante del norte de Madrid. Allí tiene reserva fija Fernández Tapias, Fefé, una mesa redonda y muy animada donde se sientan con regularidad y bonhomía Alberto Ruiz- Gallardón, Enrique Cerezo o el actor Arturo Fernández, aleación madrileña donde las haya. La gente bien de Madrid se ríe con muchas ganas. Compiten en carcajadas: cuáles son más contagiosas, más excesivas, más antiguas incluso. Son risas capitalinas, aunque también huérfanas de paraíso. Me lo contaba el otro día un informático que nació en la calle Princesa: cuando llegaba el verano, todos los niños se iban al pueblo, y por mucho que sus padres le explicaran que ellos no procedían de ningún otro lugar que ese secarral, ese kilómetro cero de la hispanidad, él se compungía, forastero de sí mismo por no tener a dónde escapar.
Hoy, muchos madrileños –con o sin pueblo– se sienten también extraños en su propia ciudad. Qué bochornoso espectáculo el del poder el pasado 2 de Mayo, la fiesta que conmemora el levantamiento popular contra el invasor, el orgullo herido y los fusilados de Goya. A Madrid le ha ido mejor con los alcaldes que con los presidentes de la Comunidad, ese artefacto sospechoso desde que el PP empezó a ensuciar la tapicería del sillón principal de Sol. Tanto es así, que el Madrid costumbrista, el ochentero, el financiero, el del visón Benarroch, el de los curas rojos vallecanos, el de los chalets Bauhaus de El Viso y el de los hipsters de Malasaña se siente estafado hasta las trancas. Sólo Joaquín Leguina acudió a la celebración de los fastos regionales, el único expresidente no investigado ni procesado en la actualidad. Y habló pintoresco, sin paracaídas: que si “no podemos meter la institución en un agujero”, que si el problema obedece al fallo en la “selección de personal”… Profesional eufemismo el de Leguina, y a la vez, qué encantadoramente añejo. ¿Así que a la Comunidad de Madrid, un constructor artificioso y centralista que ha acabado por erigirse en autonomía alfa, le ha fallado sólo su departamento de recursos humanos? Aguirre proyectó un Madrid con golf, inspiradísima, después de ver una película, porque había que soñar a lo grande aunque a pocos kilómetros de los terrenos del Tercer Depósito del Canal de las vergüenzas fueran desangrándose los poblaos de la droga como Valdemingómez o la Cañada Real o el macroprostíbulo de Europa: la colonia Marconi.
Cifuentes fue la última chula, pero tuvo buenísima escuela. La pérdida de la decencia del poder madrileño ha sido puesta en evidencia, una vez más, por la calle, que ha salido en tromba a pedir un poquito de por favor. Ya saben, a los madrileños siempre les han gustado más los órdagos del mus que los del golf.
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7 de mayo de 2018
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La amabilidad como antídoto

La búsqueda de la felicidad, durante la pasada década, se convirtió en el mayor de los ideales. Se escribieron infinidad de libros sobre el tema, se organizaron congresos y se la reivindicó como un logro personal y legítimo mientras el Estado de bienestar decrecía y dejaba al descubierto a la clase media. Un baño de realidad acalló los cantos de cisne. Las broncas fueron aumentando el volumen en la aldea global, y la economía de casino que heredamos reventó las ruletas en la banca. Aún y así nos entreteníamos en elogios de la felicidad, entendida como un trance pasajero, incluso como una voluntad, una conquista. Siempre regreso a madame Du Châtelet –intelectual del siglo XVIII, más conocida, desafortunadamente, por ser amante de Voltaire– y su brillante Discurso sobre la felicidad: no tener prejuicios, sustituir nuestras pasiones por inclinaciones, conservar celosamente las ilusiones, razonar sobre el paso del tiempo, no avergonzarse de haberse equivocado...

Hasta que advertimos que la felicidad se trataba de un ideal demasiado elevado y abstracto cuya búsqueda producía frustración. Acaso por ello una onda expansiva suma adeptos, a pesar del cinismo, que sigue gozando de tanto prestigio. Me refiero a la amabilidad. Es un nuevo nicho de mercado editorial, pero la bondad entre extraños adquiere vigor aunque se trate de pequeños actos invisibles. Así mismo cristaliza en el consumo, con una forma de atender menos ausente. No me refiero sólo a la botellita de agua o a la invitación a graduar la temperatura a tu gusto que te ofrecen los Cabify, sino a los gestos de complicidad, cuidado y solidaridad anónima. Eva Wiseman recordaba hace unos días en The Guardian que “aunque la felicidad y la bondad están indudablemente relacionadas, la diferencia es que la felicidad es pasiva”.

Los enconamientos políticos y la agresividad en las redes tienen su reverso: frente al cabreo permanente de la tertulia pública, crecen las habilidades sociales y emocionales. Nunca se había hablado tanto de empatía, también como valor económico. Hay demanda de historias en positivo, por mucho que el viejo periodismo sostuviera que las buenas noticias no eran noticias. Las mareas ciudadanas abanderan la defensa de lo público, las mujeres se llaman “hermanas” en pleno auge de la igualdad real, un momento histórico que hay aprovechar más allá de la pancarta. Y los jubilados protestan sólida y unitariamente, al tiempo que los sindicatos parecen diluirse en el pasado. La iniciativa ciudadana ha ocupado la primera línea de acción con energía, convencimiento, tolerancia cero ante el abuso de cualquier tipo. Y es que en ningún otro momento de la historia la gente se había abrazado tanto, rompiendo siglos de impostada distancia.

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2 de mayo de 2018
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Cada ocho horas

En nuestro país soleado y optimista, solidario y amable, europeo y pudoroso, cada ocho horas se viola a una mujer. Tres al día. Contando sólo con las que lo denuncian. Porque valientes son quienes, aún malheridas, abren un proceso en el que serán poco menos que humilladas. Puede ser cualquiera: flaca o curvada, joven o madura, pobre o rica, puede estar embarazada, tener una discapacidad, ser mendiga, extranjera, torpe, borracha, anciana, cadáver. Nadie lo ve. Ningún sofisticado control de seguridad, ninguna precaución que no sea la de las propias víctimas potenciales, de media parte de la población española: un 50,94%.
Desde niñas nos criaron con amor, aunque sin escondernos el miedo con cara de hombre malo. Fuimos asumiendo la fragilidad de nuestro cuerpo y la facilidad con la que podíamos ser engañadas. Yo sentía algo parecido al alivio y la victoria cada vez que cumplía años, un poco más liberada de ese terror. En los cumpleaños de mis hijas también lo celebro. Porque afortunadamente descienden los accidentes de tráfico y laborales, la criminalidad vive sus horas más bajas, pero los delincuentes sexuales siguen normalizando la cultura de la violación en la era de la inteligencia artificial, avalados por un antiguo silencio social.
Pero eso ha terminado. La sociedad, siempre más dinámica que las leyes, ha agotado su tolerancia y se ha plantado ante esa idea tan miserable de que una violación significa tener mala suerte. No es la primera vez que la justicia se burla de una víctima, que considera, como el juez Ricardo González –que pidió la absolución de La Manada–, que de los “gestos, expresiones y sonidos que emite la joven” en los vídeos y fotos se desprende su “excitación sexual”. El viejo argumento, vil hasta lo inhumano, de que las mujeres también pueden gozar cuando se las viola ha calado hasta en su señoría. De la descripción de los hechos probados emana un hedor patriarcal que paraliza: “La denunciante se encontró repentinamente en el lugar recóndito y angosto (…) rodeada por cinco varones, de edades muy superiores y fuerte complexión; al percibir esta atmósfera se sintió impresionada”. La elección del eufemismo responde a un punto de vista, a una posición moral deleznable.
Cuatro de ellos tienen antecedentes penales, dos son agentes de seguridad. La mirada subjetiva de estos magis­trados juzgando un delito de género, contemplando desde todos los ángulos el vídeo en el que prácticamente basan la “naturaleza” de la agresión, ha levantado a la calle. Porque sí es la primera vez en que las mujeres, y muchos hombres, protestan en público y en privado de forma masiva. Piden medidas urgentes. La revisión de la ley. Y esa corriente de sonoridad, de apoyo a una chica que ha tenido que soportar una agresión múltiple, física y jurídica, pone en evidencia una ­penosa prosa jurídica, tan retrógrada ­como perversa.
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30 de abril de 2018
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¿De qué te sirven los libros?

Me lo preguntó sin esperar respuesta, como si ya la supiera, porque el enfado nos hace omnipotentes y resabiados: “¿De qué te ha servido leer tantos libros?”. Me reí con una carcajada de actriz de teatro exalcohólica, una risa soberbia y llena de respuestas, pero sin ninguna al vuelo –rauda, inapelable– que no fuera: “Sin ellos no sabría vivir”. No hubiera surtido ningún efecto. Al contrario, hubiera prolongado la riña familiar, certificando mi imagen de ensimismada, porque leer aísla, aunque luego te devuelva a la vida con más argumentos. Mi respuesta fue socorrida, de manual: “Los libros me han ayudado a escuchar mejor”, a lo que enseguida pueden contestarte: cuánta gente posee una gran sabiduría ancestral y en cambio no ha leído una sola línea. Pero pienso en lo que se pierden quienes no leen: esa plácida intimidad, la infinita gama de matices, los lugares del alma por los que nunca antes han transitado y cuyo acceso sólo cuesta unos 20 euros.
Leer por placer. Porque sí. Para evitar la condena de las propias limitaciones. Porque te hace viajar por diferentes mundos no ya paralelos, sino ajenos o más exactos que el real; porque te ayuda a entender con mayor finura al otro, aproximar lo diferente, incluso lo desconocido. Leer es abrir la olla del caldo y ver flotar un trozo de pasado o de futuro. Es mirar de cerca, con lupa. Leer es tan grande que no tiene buenos sinónimos. En la recopilación de las últimas conferencias de James Salter, El arte de la ficción (Salamandra), el inmenso narrador confesaba que al abrir un libro siente una especie de advertencia: “Una electricidad que te recorre, igual que con el sexo”. Cuenta Salter que no suele sentirse a gusto con la gente que no lee, desprovista de la amplitud de miras que se va for­jando gracias al contacto con la página impresa donde nada humano resulta ajeno. La relación con los libros no depende de nadie más que de ti: esa autonomía que te proporciona la lectura responde a un elevado grado de libertad, un territorio inviolable, sólo tú sabes qué ocurre en tu mente.
Ayer muchos catalanes compraron libros, hablaron con sus escritores preferidos y consiguieron que, al menos un día al año, la literatura ocupe la apertura de los telediarios. Por un buenísimo libro, hoy, al escritor no mediático –que ha tardado dos, tres años en escribirlo– le pueden dar 2.000 euros. Y si vende los 1.500 ejemplares de una tirada media bien puede asegurar que la felicidad existe. ¿Quién da tanto a cambio de tan poco? Las mejores horas del día o de la noche, la soledad obligada, la inseguridad del adjetivo, el peligro de la metáfora, la exactitud de las palabras, la corrección constante, el ansia de escribir con la misma sencillez de quien bebe un vaso de agua.
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25 de abril de 2018
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Ponerle hilo a la aguja

Vivimos en la era del cómo, sedientos de pedagogía y demostración, incrédulos ante mecanismos de todo tipo. Nos hemos habituado a las reparaciones –también morales–, a vivir en el desperfecto porque siempre hay algo que no funciona, un instrumento que desafina, sea la caldera o el depósito del agua, la mancha en la corbata o el wifi. La mentalidad del bricolaje ha aterrizado en una sociedad cada vez más lavada de conocimiento y necesitada de instrucciones. Y el término tutor, utilizado antaño en el sentido de “el que cuida y protege a un menor u otra persona desvalida”, ha sido barrido por tutorial, esos vídeos que instruyen en cómo hacer cosas. Desde quitar una mancha de vino de la alfombra persa o crackear el paquete de Microsoft Office hasta dejar de morderse las uñas cuando él o ella no llama.
Si uno busca en YouTube tutorial en genérico, se hallan 251 millones de resultados. Clips para aprender un idioma con más de tres millones de visualizaciones, sobre la forma en la que hay que chutar el balón para que haga un determinado efecto con casi cinco millones y la forma de cocinar un plato de alta cocina con siete millones. Hasta hace apenas tres semanas, también se hallaban demostraciones con arma de fuego, que afortunadamente Google ha decidido retirar tras el clamor provocado por el último tiroteo masivo en EE.UU. La afición a seguir el paso a paso nunca se había materializado con tanta profusión. ¿Acaso no se trata de un pasatiempo infantil? Millones de usuarios confiesan que les relaja, que entran en un embotamiento liviano. Ver hacer y deshacer mientras uno no hace nada acrecienta el placer de lo útil. Entre el público infantil y juvenil, los tutoriales arrasan. Los profesores suelen ser de su misma edad. No sólo buscan consejos para hacer slime casero, maquillarse, aprender un truco de magia o dar el primer beso, sino que se enganchan a los llamados DIY, a menudo insólitos al estilo de la Teletienda, especializados en crear demandas inexistentes. O todo lo contrario, clamores cotidianos, como el que te enseña a colocar los auriculares en los oídos de forma que no se caigan a cada instante.
La base sobre la que se asienta la colonización de la cultura del tutorial se explica por un lado en la desaparición del conocimiento heredado, una sabiduría en minúsculas, tradicional, que incluía ritos de pasaje como aprender a anudar la corbata con el padre o a freír un huevo con la madre. Y, por otro, la evolución, que tan bien han explicado Rifkin o Sennet, de un modelo de trabajo caracterizado por la mecánica de tareas manuales repetitivas –con la consiguiente adquisición de destreza– a otro de mentefactura, donde prima la reflexión y la gestión. También aflora el resultado de la soledad virtual. La voz del tutorial, a través de una pantalla, acompaña a los pequeños a enhebrar una aguja mientras los adultos andamos muy ocupados.
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23 de abril de 2018
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Con sentimiento y consentimiento

En las relaciones siempre hay un lado luminoso y un lado oscuro”, le digo a la chica, apenas 19 años, dentro de un taxi. Ella me responde: “Siempre es oscuro”. No decimos nada más. Trae un lamento antiguo y derrama su tristeza en ese auto, un espacio público que por unos momentos convertimos en diván freudiano; la cabeza apoyada en la ventanilla, afuera la noche azul petróleo salpicada por colas de neones. Los taxis son escenarios proclives a las confesiones. El conductor puede estar tan próximo o tan lejano como queramos. Incluso puede ser invisible. “Siempre es oscuro”, dice. Parece un verso de Auden. Es Pizarnik, Ajmátova, Plath, Sexton, Vilariño, Joplin, Winehouse. Es Sissí Emperatriz. No hay consuelo. Es la tragedia del amor romántico, cargado de una venenosa expectación. Porque en la mayoría de relaciones de amor adolescentes pesa más lo oscuro que lo luminoso: lo que no se tiene. Lo escribió el gran poeta cordobés Vicente Núñez: amor es con sentimiento y consentimiento.
Mucho se ha hablado de la importancia del no en las relaciones sexuales, hasta el extremo de tener que soportar locuciones redundantes en un mundo de adultos: “no es no”, repiten una y otra vez las víctimas de abusos en todas las latitudes. Las palabras modifican la vida, y el no es una pieza clave. El no es redentor. Sin él se entiende que hay consentimiento. Que un hombre viole a una mujer –o a otro hombre– desoyendo la negación de su víctima no entraña en modo alguno aceptación. Qué bien lo explica la obra de teatro que se titula precisamente así, Consentimiento, escrita por Nina Raine y dirigida por Magüi Mira en el teatro Valle-Inclán de Madrid, que escarba en aquellas relaciones en las que el silencio no siempre quiere decir sí.
En el currículum existencial de los llamados millennials, el amor ha conseguido escasos másters. Además de bautizarse en la precariedad, víctimas impotentes ante la crisis, recibieron una primera educación sexual a través del alud de porno online, y algunos llegaron a creer que el sexo era aquello. Hoy la normalización del machismo entre los jóvenes se dispara. Y muchos de ellos ponen en duda el constructo del amor romántico, hijos de padres con segundas, terceras o cuartas parejas.
Hace unos meses, Jean Twenge, titular de Psicología en la Universidad de San Diego en California, publicó una investigación en la que demostraba que, pese a tratarse (supuestamente) de la generación que concibe la vida en pareja de forma más liberal y disfruta de una sexualidad más desinhibida, fluida, y sin compromiso, los millennials tienen hoy, de media, menos relaciones que nosotros, sus padres. Ocho frente a once, en la misma franja de edad. Y es elocuente su cautela. Su no.
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18 de abril de 2018
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Hacer sábado

España fue siempre país de chanchullos, también llamados cabildadas o alcaldadas, pues demasiado prolija es la tradición del provecho ilícito a través del poder. La vara de mando llegó a parecerse al maletín de Mary Poppins: metías la mano dentro y sacabas un piso en Marbella, un bolso de Vuitton, una tarjeta black, o un banquete de bodorrio salvaje. Pero, con la llegada de la crisis –que coincidió con los primeros furores de las redes sociales–, se empezaron a buscar otros horizontes, y se forjó un nuevo estilo: influencia en lugar de dinero negro, primero porque escapa a las pesquisas auditoras, y, segundo, porque, igual que todo lo valioso, produce beneficio a medio y largo plazo. Del saco salieron hasta títulos académicos, como el máster de Cristina Cifuentes –según ella misma reconoce, sin ir a clase ni hacer exámenes– o el posgrado en Harvard de Pablo Casado –en realidad cuatro días de cursillos en Aravaca– para adornar los currículums de quienes se sienten en falta.
Recuerdo una vez que, a fin de documentar una entrevista, le pedimos a Elena Ochoa, ahora lady Foster, su currículum. Contaba casi con 50 páginas bien detalladas y documentadas, y en la redacción nos quedamos asombrados. Aún y así, nunca tuvimos la tentación de mentir ni en esa atragantada línea donde podías dudar entre el inglés básico o el medio porque la sola idea de que nos entrevistaran en ese idioma nos paralizaba. La vergüenza propia –y la ajena– siempre marcó un límite: ¿alguien puede dormir tranquilo asegurando que es matemático, pedagogo o ingeniero industrial sin haberse licenciado? No fue el caso de Ada Colau, a quien le quedan tan sólo un par de asignaturas para terminar Filosofía, y nunca lo ha escondido. Al contrario, colgó en su web sus buenísimas notas de la carrera, excepto las dos materias no presentadas. Y dudo de que nadie dejara de creer en ella por no tener el título enmarcado.
Vivimos tiempos de desenmascaramiento. Caen las torres más altas, los guardianes de los guardianes muestran sus manos manchadas. Ni la judicatura, ni la universidad, ni las oenegés ni la mismísima Academia Sueca del Nobel –asaltada por escándalos sexuales y filtraciones– son fiables. Un sistema amoral construido con atajos y puentes, con ascensores de alta velocidad y puertas giratorias, emerge, incapaz ya de contener su podredumbre.
Pero ¿qué estábamos haciendo, generación tras generación, mientras sanguijuelas de todo tipo saqueaban arcas y sacaban pecho con méritos falsamente vanidosos? Trabajar, tener hijos, sobrevivir, hacernos mayores, sobrevivir, enfermar y sanar, sobrevivir. Por no ceder la silla, ni regenerarse, ni hacer sábado, se han acumulado to­neladas de basura bajo la alfombra. Y ahora que la mugre se desborda igual que un río, aún se espera que la sociedad sacrificada, e incluso puteada, recoja los excrementos de los incontinentes chanchulleros.
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16 de abril de 2018
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Explosión-implosión

Brad tuvo una juventud rubia, de mecha californiana y mirada matadora, con un sesgo de cachorro herido y a la vez de habitante de las Grandes Llanuras. Con Jennifer Aniston encarnaron a los novios de la América del nuevo milenio. Chispeantes e inmaduros, juntando sus cabezas doradas que inspirarían tanto a la estética del amor líquido como a los peluqueros de norte y sur. Representaban el éxito y la vida ligera que relucía en sus paseos por Malibú. Y le ponían humor al asunto, ella con sus muecas apayasadas, él con sus guiños y sus cortes de manga. 
 
Después de la serendipia de “Thelma&Louise”, Brad fue elevado a mito erótico, soberbio y canalla, por el público femenino –siempre corto de catálogo–, y luego se propuso demostrar que también podía ser buen actor. Se alistó en las filas de la mirada introspectiva, más serio y barbudo, despeinado y chulo, simbiosis de Brando y James Dean, y, como ellos, artista sin red. Y llegó el rodaje ese thriller tontuno, “El Sr. y la Sra. Smith”. Jolie estaba sola, Pitt casado. Se fascinaron y se fundieron. Se tatuaron. Su carrera –no solo profesional, también la vital– está marcada por dos números de poderosa mística. El 7 –según Pitágoras el número perfecto– y el 12, asociado a la completud y la armonía. Él ha rodado “Seven”, “Simbad. La leyenda de los siete mares” y “Siete años en el Tibet”, así como “Doce monos”, “Ocean's Twelve” y “12 años de esclavitud”, y su relación con Angelina  –la más larga de cuantas ha tenido– duró no once, como afirman las crónicas oficiales, sino doce años. Los Brangelina se convirtieron en una gran empresa de Hollywood y en estandartes de la nueva familia interracial y transgénero. Hasta que se les rompió el amor. Y, mientras Brad seguía levantando Nueva Orleans cada vez más desaliñado, con melena y gafas de pasta, Angelina daba discursos en la ONU. El cuento terminó abrupto. Alcohol y porros, malos prontos, rehabilitaciones, silencios, caos familiar y niños mimados. Brad, con el macuto a cuestas, se apoyó en otro paradigma de la masculinidad, George Clooney –que intentó rejuntarlo con Jen– y en la arquitectura (disciplina de la que, entre rodajes y descansos, obtuvo una licenciatura). Desde hace unas semanas se le relaciona con la arquitecta activista Neri Oxman. A los cincuenta anunció Chanel número 5, y le declaró a su amigo Guy Ritchie sentirse “puñeteramente sólido”.  Cinco años después, parece haber recogido los pedazos de su espejo roto. En silencio.
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“Yo era bastante anti política de joven. Empecé a colaborar en causas relacionadas con los derechos humanos y a reunirme con refugiados y víctimas de conflictos principalmente porque quería aprender. También porque tenía la romántica idea de que para ser una activista humanitaria no hace falta más que calzarse unas botas. Pero llega el momento en que te das cuenta de que eso no es suficiente: tienes que llegar al fondo del problema. Y eso te lleva, la mayoría de las veces, a la política y las leyes”. Habla Angelina Jolie, y se lo cuenta a John Kerry, ex secretario de estado norteamericano, al que impuso como interlocutor para una entrevista con la revista Elle USA. La segunda condición: que no hubiese fotógrafos y asistentes, estilistas ni redactores durante su conversación, centrada en la lucha contra la violencia sobre las mujeres, el medio ambiente y las crisis migratorias. Con Kerry se garantizaba escapar de la frivolidad. Y de su vida sentimental. Porque la leyenda acerca del control de la información respecto a ella no tiene precedentes. Contratos propios de una diosa antes de conceder una entrevista. Filtros de orfebrería. La editora Bonnie Fuller dijo hace diez años que “ella es miedo inteligente”, y señaló su “habilidad increíble, quizás más que cualquier otra estrella, para saber cómo dar forma a una imagen pública”.
 
El caso es que Jolie ha completado un cambio de piel, pasando en diez años de estrenar cinco películas en una temporada a firmar documentales para Netflix sobre el terror de los Jemeres Rojos en Camboya. Se ha convertido en Embajadora de ACNUR, profesora invitada en la London School of Economics y coautora, con Jens Stoltenberg, secretario general de la OTAN, de manifiestos como el publicado en The Guardian. Hoy es más fácil encontrarla en cumbres y viajes oficiales que rodando o sobre la alfombra roja. Hay pocos casos como el suyo. Exótica y torva, bisexual y explosiva, cambió el vestido de sirena por la pashmina. Pasea un aura mística, casi de Santa Angelina. Después de Brad, ha acusado su proceso de beatificación. Sus acompañantes son sus 6 hijos; el negro, su color oficial. En su mirada brilla la melancolía de la experiencia, y sus labios, cada vez más borrados, solo se abren para dar su voz a los invisibles. Parece que se rompe, pero pocas celebridades han podido escapar de su máscara y utilizar su fama para que el agua llegue a un campo de refugiados.
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14 de abril de 2018
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Cambio de zancada

Pertenezco a esa clase de editoras de revistas que piden a los fotógrafos que las modelos sonrían, que no perpetúen ese mohín mustio, frío y moderno, ni paseen el encanto de la autosuficiencia por el plató. No siempre me hacen caso. Responde al canon de la belleza poco complaciente. A la pose que no quiere ser una invitación a la empatía. También les digo que abusan de las modelos sentadas, abiertas de piernas y con tacones; una actitud, el manspreading, que tanto criticamos en los hombres. Y entonces, Florence, exquisita estilista francesa, me dice: “¿Y qué hacemos con la seducción?, ¿ya no podemos ser sexis?”.
Hace cuatro años, la moda descubrió las zapatillas deportivas. No por su uso práctico, sino por su plus de tendencia. El lujo no tardó en hacerse eco y firmó las sneakers más caprichosas. Aunque lo interesante sucedía en nuestra propia mirada: nada que ver con aquellas pioneras ejecutivas de Wall Street que combinaban zapatillas y traje chaqueta con hombreras produciendo un efecto forzado y ortopédico. Hoy, en cambio, la profusión de sandalias de hotel o de chanclas peludas por dentro causa furor, y a pesar de su feísmo, hay algo liberador en ello. Porque desnudar los pies significa también desnudar una feminidad subida a unos tacones. Y llenar las calles de abuelas, madres, estudiantes o abogadas andando con una resolución liberadora.
La representación estética de la feminidad ha virado hacia el confort y la sobriedad. El nuevo imaginario expulsa la silueta con curvas, escote y los icónicos stilletos, y los relega al uniforme de azafata de congreso. Según el Retail Tracking Service de la consultora NPD, los tacones medios han aumentado sus ventas en los últimos meses, incrementándose un 71%, mientras los altos han caído un 36%. El año pasado, en Reino Unido, por primera vez en la historia se vendieron más sneakers que tacones de aguja. La comodidad, la salud y la cuarta ola feminista han destronado a uno de los estereotipos más emblemáticos para mujeres y fetichistas.
Estos días, acaba de llegar a las librerías el último libro de la siempre interesante y polémica Camille Paglia, Feminismo pasado y presente (Turner). Autodenominada “feminista prosexual”, Paglia siempre se ha mostrado sensible a la belleza, y allí donde otras denuncian imposición y martirio, ella aplaude la celebración estética. “El problema del feminismo con la belleza es un prejuicio provinciano. Tenemos que superarlo”, afirma. Para algunas, subirse a unos tacones equivale a tomarse un antidepresivo. Para otras es un artefacto de tortura. Pero, en ambos casos, quien decide la naturaleza de la zancada no es Cannes ni el #MeToo, la pasarela ni los podólogos, sino cada mujer reconciliada con sus pies.
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11 de abril de 2018
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El Boomeran(g)
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