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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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El sentido de la vida

El sentido de la vida es algo parecido al horizonte. No le decimos a nadie que lo “oteamos”, ni siquiera a nosotros mismos, aunque a veces lo hagamos; es un verbo marginal, grandilocuente. Observamos la línea perfecta donde parece juntarse el universo que nunca alcanzaremos. Tan sólo es un efecto óptico, a pesar de su nitidez. ¿Qué cantidad de postales cursis con atardecer rosado se habrán vendido a lo largo de la historia? Cuánta complacencia se habrá derramado ante esa conjunción de cielo y mar brochada de colores, puestas de sol ­azucaradas que traen una ilusión de finitud, de que existe un destino. Únicamente los niños pueden tocarlo en sus dibujos, capaces de humanizar la idea de lejanía que nos acompañará cada vez que nos quedemos sumidos en un mar de extrañeza y digamos “¡qué absurdo es todo!”.
En el pensamiento racional, el sen­tido de la vida está en nacer, crecer y ­morir con cuatro certezas porque el resto son preguntas sin respuesta. Claro que hemos experimentado, incluso nos arriesgamos por carreteras secundarias. Y nos desmelenamos alguna noche para comprobar que, al fin y al cabo, ­nada se mueve excepto el páncreas ­resacoso.
Nos preguntamos por el sentido de la vida practicando asanas de yoga, matriculándonos en cursos disruptivos, probando buenos vinos, viajando a la Conchinchina cuando tan sólo basta con esperar a que llegue Navidad –un poderoso imán capaz de rejuntar a la ­familia más díscola– para que el sentido de la vida se siente a la mesa dispuesto a celebrar el vínculo que nos mantiene
en pie.
Familia: nido, aliento, confianza en pijama y zapatillas, odio transitorio y secreto, manías incorregibles, colchón para caídas, placidez, rutinas, fantasmas, también ratonera. Un ente complejo y a la vez doméstico alimentado por la crianza común, un mapa compartido de nombres, costumbres y pucheros que cartografía nuestra existencia, aunque a veces lo olvidemos.
El Pew Research Center desvela estos días el resultado de una doble encuesta realizada a escala nacional en Estados Unidos en la que más de ocho mil ciudadanos buceaban en las cosas que aportaban sentido a su existencia. Y siete de cada diez, sin importar diferencias sociodemográficas, respondieron que la familia era la mayor fuente de satisfacción y realización personal, por delante de la religión, la carrera profesional, las causas sociales, las aficiones o los viajes.
Chesterton definía a la familia como “el lugar donde nacen los niños y mueren los mayores, donde la libertad y el amor florecen, ni una oficina ni un comercio ni una fábrica”. Libertad y amor. Porque sean biológicas o de elección, numerosas o monomarentales, tradicionales, extravagantes, recosidas, inmaduras, gais o trans, esta noche un grupo de personas que se quieren colmarán esa especie de ausencia que se queda en la noche de los días más cortos del año. Y darán sentido a su vida.
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26 de diciembre de 2018
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Fumar sin esperar

Hemos vuelto a fumar. Humaredas densas y cadáveres de cigarros flotan en los charcos y rellenan las rendijas de las alcantarillas, arrojando un solo diagnóstico: la vida es dura. Los cilindros perfectos con sus anillos dorados y sus filtros esponjosos se convierten en ceniza negra y maloliente. De la vida a la muerte en cinco minutos y diez inhalaciones. La nube de ansiedad generalizada se multiplica en las encuestas que presenta la ministra de Sanidad: un 34% de los españoles fuma a diario, casi igual que antes de la ley antitabaco del 2011, cuando se declararon espacios libres de humos los aviones, las oficinas y los restaurantes ante el pavor de los adictos.
Hay que distinguir entre el fumador compulsivo y el recreativo, entre el enganchado y el que coquetea, también entre el fumador público y el privado. Algunos defienden “fumar por placer”, aunque ya nadie se atreva a hacer apología de ello. De “morir un poco cada día”, invocando aquella pulsión de muerte con la que Freud explicaba el deseo inconsciente de regresar a un estado inorgánico de ­quietud y reposo, un jugar con nuestro propio destino con laxitud y cierta omnipotencia.
“Soy esa que no odia a nadie, y se equivoca y fuma. A imitación de sus padres y de un siglo en el que gabardinas y pitillos fabricaban refractarios: partisanos, actores, escritores. Todo aquello que me produce deseo”, escribe la académica francesa Florence Delay en Mis ceniceros (Demipage). El fumar hace compañía, para algunos es otro tic. Pero el deseo genera vicio y tos.
El ruido de la corrupción, del procés y de los tribunales ha silenciado el debate social, y el debate sobre los programas de salud pública se han ido cayendo de la agenda. La ministra Carcedo avisa de que tendrá que limitarse aún más el tabaco en el espacio público. En las playas quizás, o en los coches (cada vez hay más taxistas, en Madrid, que fuman cuando van solos a pesar de ser ilegal). Los avances se han revertido con los años. Al principio obedecimos, impactados por el relato agresivo del marketing anti. Pero dejamos de atender a las fotos de tumores faríngeos de las cajetillas de tabaco, imágenes gore elegidas sin demostrar su veracidad por creativos que ya no pueden rodar aquellos spots donde fumar parecía sexy. Sin publicidad, con elevados impuestos, y a pesar de las estadísticas tremendas en cuanto a su impacto en el cáncer, los ciudadanos de la Europa decadente vacían sus ceniceros sin parar. Y eso que fumar parecía cosa del siglo XX. En nuestra eterna paradoja, cuando vivimos instalados en la ideología del bienestar, el tabaco remonta su curva evidenciando nuestras contradicciones respecto a la salud y la enfermedad, y justificando que, de no fumar, tal vez haríamos cosas peores.
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19 de diciembre de 2018
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La expulsión de los sabios

Los mejores no siempre llegan al vértice de la pirámide. Al contrario. Lo comprobamos con nuestra experiencia diaria: quienes ocupan puestos de responsabilidad no son los más cualificados ni los más elocuentes. Y no me refiero únicamente a la política. Cuántos profesionales han abandonado su empeño de trascendencia tras una cadena de frustraciones, juicios e inseguridades que los han maleado hasta la renuncia. Todos conocemos a personas brillantes cuya erudición y talento nos deslumbran, y que, en cambio, no están hechas de la madera necesaria para ser estrategas. “Le falta garra”, se dice. Un mar de convenciones fagocita la inspiración mientras se expande el sentimiento gregario. El mismo adocenamiento que presenciamos en el consumo: tentáculos de holdings que se han convertido en gestores de ocio y mueven a las masas y el dinero a su antojo.
La paradoja se transforma en impostura: mientras se apela repetidamente al management de la excelencia, la cultura se convierte en ocio suntuario. Las dificultades de comprensión de lectura se multiplican. El PP expulsó la asignatura de filosofía del currículum, y el mensaje resultaba aterrador: la estructura mental que ayuda a pensar el mundo y la existencia, aquello que exalta el ánimo y provoca a los estudiantes, se erradica. En su lugar, se alimentan competitividad y beneficio económico como fórmulas de éxito, lo que excluye a la mayoría de los ciudadanos de a pie, que tan sólo puede contemplar la actualidad en forma de espectáculo, por supuesto como público.
“En un barco deberían decidir los que conocieran el camino junto con los que conozcan los métodos de navegación, por eso el conductor en un barco es el más sabio sobre el tema, el capitán”. Platón tomaba de Sócrates la metáfora marinera para afirmar en La república que ni los más fuertes, ni los más ricos, ni siquiera los más populares deberían ser nuestros líderes, sino los filósofos, los únicos capacitados para llevar el timón del Estado. Basando su criterio en el conocimiento y nunca en la opinión –aunque pueda haber opiniones que atraigan a muchos–, los más instruidos guiarían a la sociedad al éxito común.
Muy lejos nos hallamos de esta premisa: aquella clase de oro ha sido sustituida por un plantel de listos y oportunistas. En política, tecnocracia y populismo se amalgaman agrisando un panorama ante el cual parece más necesario que nunca acercarse de nuevo a las fuentes del conocimiento. Hay que regresar a los aforismos de Leonardo, a los pensares de Montaigne. “La velocidad de nuestro tiempo impide comprender el sentido original de la palabra: abrazar, ceñir, rodear por todas partes algo”, lo tomo prestado de Pablo Raphael. Huérfanos de ideales, debemos de aspirar de nuevo a que los mejores, los más sabios, no sean expulsados del sistema si queremos recuperar la virtud, o sea, la verdadera excelencia.
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17 de diciembre de 2018
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Ánimo ‘Animalaute’

La vida de los grandes artistas es desprendida, como un andar con la suela algo despegada del zapato. No premeditan el futuro, meditan el presente desde la ambición y la pulsión, lo cabalgan entre el hallazgo y el fracaso. Dejan salir ángeles y demonios para que de ese baile se extraiga una moneda que no pesa ni cotiza, pero que te hace inmensamente rico cuando la recibes. Se llama sensibilidad, algunos la temen por sonar a cursi en tiempos de palabras peladas, aunque quien anda desposeído de ella padece un grave déficit, mucho peor que el de la vitamina D, y acusa una sordera que impide captar el llamado ruido rosa –así se denomina al sonido de la lluvia que adormece y, según afirman los científicos, mejora la memoria–.
El pasado lunes por la noche, quienes asistimos al homenaje a Aute: ¡Ánimo, animal! entendimos que la integridad poética del músico y pintor está fuera de toda duda. Un traficante de belleza que ha hecho juegos malabares entre la greguería y la metafísica, ha mantenido el compromiso por habitar un lugar más justo y ha ilustrado las contradicciones del “animal amortal”: “Por qué será / que cada vez que escucho la palabra / ”, decía en un poema dedicado a Ava Gardner: Waltzing maldita
Desde hace dos años, Luis Eduardo se recupera de un infarto que lo tuvo 48 días en coma. Su familia seguía creyendo en su vida cuando los médicos empezaban a descreer. Dos años sin trabajar, aprendiendo a andar de nuevo por el parque de la Fuente del Berro, dos años sin micrófono, guitarra ni banda. En el Palacio de Deportes: “Buenas noches, autistas” saludó Sabina, algunos confesaron que le deben la vocación, otros el éxito, también el pan. Cantaron por él en un homenaje que continuará en Barcelona y pretende reunir ánimos y medios. Ana Belén, José Mercé –“gracias siempre, maestro, por dejarme cantar Al alba”–, Silvio Rodríguez, Serrat, Víctor Manuel, Rozalén, el joven Ma­rwan soltando fibras epidérmicas al cantar Siento que te estoy perdiendoy el gigante Poveda aflamencando Prefiero amarlograron que cada canción pareciera recién despeinada. Cada tema que sonaba era un reencuentro con lo mejor de nosotros, también una crónica de la historia de la España ceniza y de la España fucsia.
Los artistas viven al día. Su patrimonio es su maleta de partituras y versos, igual que los viajantes de antaño, que engrosaban el muestrario cada temporada. Aute y su familia conforman un microcosmos único. Pocos ha habido tan geniales, y alados. Empedernido jugador de palabras y compositor generoso, es de justicia que regresen a él sus canciones de siempre ahora que no puede cantarlas, alimento para animales cultivados.
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12 de diciembre de 2018
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Que viene el lobo

No nos hemos recuperado aún del golpe estético de esa cuadrilla de hombretones de Vox al galope. Más Curros Jiménez de pelo en pecho que jinetes apocalípticos, aunque, en lugar de jugar a forajidos, se presenten como guardianes de la patria y la moral. “De extrema necesidad”, así se autodenominan para espantar fantasmas ultras, dispuestos a forrar de guasa la retaguardia. Han sido presentados como una anomalía del sistema, un grano de pus que aflora justo en el 40.º aniversario de la Constitución. Los medios corren a abrirles los micrófonos porque sus disparates retrógrados venden. En su demagogia, confunden justicia con ideología de género. Para ellos, la violencia contra las mujeres es un mal menor, y el feminismo, un movimiento dogmático que pretende humillar a los hombres, quebrando la igualdad que por fin ha calado en nuestra sociedad.
Pero los diputados andaluces electos son resultado de una desbandada de votos: ciudadanos que han adoptado el espíritu nini –ni pensar, ni votar– en los segundos comicios menos participativos de la autonomía. La reacción de la mayoría ha quebrado esa laxitud que tan mal se aviene con el sobresalto. La furia populista embrutece a las sociedades. Bien nos lo han demostrado los furiosos radicales que han entrado en parlamentos y agendas de Alemania, Austria, Hungría, Polonia u Holanda. Europa está vadeada por personajes que centrifugan un discurso que se reduce a la xenofobia –los extranjeros nos quitan el pan y los médicos– y al enaltecimiento de los va­lores nacionales como si de nada nos hubiera servido estudiar historia. Sus fantasías centralistas destilan una falsa idea de la unidad visualizada en los mismos libros de texto para todos los niños españoles.
Recupero unas reflexiones de Karl Kraus definiendo a los bufones que cargan contra la cultura como estafa. “El barbarismo sin tapujos irrumpe en la barbarie iluminada con electricidad y equipada con todas las comodidades de la era moderna. No parará las máquinas, pero perturbará benéficamente el funcionamiento de una intelectualidad encaminada a matar de hambre el espíritu”. Kraus siempre dudó del efecto inmediato, bien lo sabe Manuel Valls, que durante años olisqueó el tufo a sobaco y salchichón rancio de los lepenistas, y ha sido rotundo: no se puede pactar con los ultras. De acampar en cuatro esquinas, valladas por su declarado anticonstitucionalismo, a entrar en un Parlamento. Pero que estén en el mapa oficial no parará las máquinas del progreso ni nos arrebatará libertades. Actúan igual que bufones cabreados que en sus postulados simplistas confunden raíces con animalidad. Y nosotros, criaturitas, actuamos igual que Pedro en el cuento del lobo, dando falsas voces de alarma en lugar de reforzarnos como demócratas, algo perturbados, aunque benéficamente, a la manera de Kraus, preguntándonos cómo educaran los de Vox a sus hijos.
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10 de diciembre de 2018
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La foto es el mensaje

Miro la foto, es impecablemente catalana y a la vez presidiaria. El pequeño árbol a su derecha, la perspectiva desde el ángulo de la esquina y unas tapias de color terroso, más siena que albero, cercando a un grupo de hombres que bien podrían venir de dar un paseo campestre por los pinares del Bages. Las zapatillas deportivas azulonas parecen casi nuevas, y lo nuevo siempre transmite cierto aire tranquilizador. También indica que caminan poco. Exhalan un talante deportivo y a la vez confortable. Llevan ropa de domingo o de ir por casa. Sudaderas y forros polares, camisas de cuadros como la de Junqueras frente a un solo jersey, granate y de cuello pico, el de Cuixart.
La actitud corporal de los siete de Lledoners es hasta plácida. Sànchez con los brazos caídos pero leves, Junqueras, de puntillas, sonriente y con color, Turull más pálido, tocado por un gesto de beatitud melancólica, Romeva cerrando el grupo de negro musculado, también en posición de descanso. Se les ve desarmados, y no hay mirada resentida aunque pueda intuirse la huella de un año sin campo a través. Esta foto es un artefacto táctico de comunicación global: siete hombres, seis políticos y el director de una entidad cultural, que parecen incapaces de cruzar un semáforo en rojo, están en la cárcel acusados de rebelión. La justicia española les ha dado trato de peligrosidad con unas cautelares rigurosísimas. Viven preparando su estrategia y apurando los mensajes no verbales. Por ello, su foto serena es el preludio de un segundo artefacto de comunicación mucho más perturbador, a pesar su vis pacifista, una huelga de hambre.
Hay otra foto, muy antigua, también de un grupo de presos políticos que salen al patio. Lluís Companys, su hijo, el ministro de Esquerra durante la II República Joan Lluhí i Vallescà, el periodista Emili Granier Barrera y otra de­cena posan en la cárcel Modelo de Bar­celona. También era otoño, acababa noviembre de 1930. Hay diferencias entre la ciudad agrisada y la luz pajiza de la Catalunya central. Hace noventa años se distinguían las clases: chalecos de sastre y hasta el pañuelo blanco de Companys se alinean con las alpargatas. Cuellos blancos almidonados y rabasaires, hombro con hombro. Hay algunas sonrisas de orgullo, también cierta resignación entre los que esconden las manos en los bolsillos. En las dos fotos, todos mantienen los pies separados para posar holgados, pero la imagen de Companys transmite confusión, mientras que en la de Lledoners reina una serenidad muy reflexionada, con pre y posproducción. Porque son estos hombres de la foto que parecen venir de un paseo dominical, y no otros, quienes deciden dejar de comer para volver a vivir.
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5 de diciembre de 2018
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Jóvenes sin besos

Se sientan en la fila de delante del avión, apagan los móviles, juntan las cabezas y se besan. Advierto que desde hace largo tiempo apenas veo besos en los parques, ni rastro de aquellas bocas incapaces de despegarse en el charco de luz de la farola, y me pregunto si los clásicos morreos no estarán también de capa caída, reemplazados sin babas por el emoji besucón. El avión va medio vacío, y escucho que él le dice: “Qué romántica eres, besas igual que una adolescente”. La mujer responde: “Será una adolescente de tu época, los de ahora no se besan, se muerden”. Es el momento de ponerme los auriculares y reflexionar acerca de la presunta hipersexualidad de los adolescentes, de los milénicos que ni de lejos contemplan el sexo a modo de tabú, sino como un pozo sin fondo, explorado desde su precoz acceso a la pornografía: la primera exposición, de media, se produce a los doce años entre los chicos, unos meses después ellas. Tienen barra libre, todo incluido a través del móvil y en plataformas gratuitas.
En la construcción de su identidad sexual existe menos rigidez, de manera que están familiarizados con conceptos como el de poliamor, han normalizado la bisexualidad en sus comunidades, y términos antes vergonzosos como perversión o parafilia han dado paso a otros que suenan más frescos como kink o gang bang. Pero la tendencia es a la baja, y el caso es que degustan mucho menos que nuestros abuelos. Según una encuesta nacional realizada por Control, el 63,6% afirma tener relaciones sexuales una o menos de una vez a la semana. Una frecuencia que ellos mismos consideran muy por debajo de sus aspiraciones (a la mayoría le gustaría practicarlo al menos cada dos o tres días). El panorama abruma con tantos cuartos de adolescentes solitarios comandados desde una pantalla, sobre la cama, entregando su vida real a la nube virtual.
Hace unos días, en The New York Times, su columnista Ross Douthat lo denominaba “la trampa de Huxley”, y señalaba que la tecnología y el sexo solitario han domesticado la revolución sexual. E incluso se atrevía a formular una suma de factores: Netflix + Tinder + Instagram + masturbación. “La única persona que realmente lo vio venir fue Aldous Huxley en Un mundo feliz –aseguraba–, la distopía esencial para nuestros tiempos, que captó la característica más importante de la vida social posmoderna: la forma en que el libertinaje, que en un tiempo fue una fuerza radicalmente disruptiva, podría ser domesticado, reeducado y utilizado para estabilizar la sociedad mediante la combinación de la tecnología y ciertas drogas”.
Y es cierto que Huxley dio en el clavo: pantallas y fluoxetina, todo legal. Un cóctel que derrota cualquier asomo libidinoso. Que mata el placer y anula las caricias. Mientras, aumenta el consumo de antidepresivos entre los universitarios: cuadros de ansiedad, crisis de pánico y depresión, síntomas que refieren una presión social que les cuesta digerir, ensimismados en el bucle de los afectos con wifi. Ojalá aún puedan recuperar aquellos largos besos atornillados.
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3 de diciembre de 2018
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Tres señores enfadados

Durante esta campaña electoral andaluza, sus imágenes han aparecido unidas sobre la pantalla, uno al lado del otro, como una trinidad barbilampiña, y sorprende la homogeneidad formal, el corte tan parecido. Nada que ver con las alineaciones deportivas, en las que sobresale una mayor diversidad cultural o pilosa. Porque Pedro Sánchez, Pablo Casado y Albert Rivera podrían ser miembros de una misma familia. Ocurre algo parecido con Jaume Matas, Federico Trillo y Rodrigo Rato, que estos días también han coincidido en la actualidad, aunque judicial. La sensación de fin de época al ver sus caras juntas, el tríptico que conforman, es radical. Entiendes con alivio que el cambio de siglo ha pasado por encima de la clase política –y de qué manera–, imponiendo si no otro modelo de líder, al menos un dress code exento de bolsas en los ojos, cejas arrogantes y polos Ralph Lauren.
Lucen sus flequillos reformistas, sus chaquetas azul de Prusia –oscuro pero con el brillo suficiente para destacar– en corte slim fit, musculatura pulida y los puños acortados en un ademán pulcro, confiado, acaso el que las madres del siglo XX hubieran deseado para el marido de sus hijas: un buen Mr. Wright. Pero hay otra característica que los identifica, y es su tono de señores muy enfadados. El recuento de insultos que embarran el Congreso de los Diputados, donde habría que pensar y discutir democráticamente acerca del desorden nacional, causa estupor. ¿Por qué se derrama tanta crispación en las comparecencias, castigando con malas artes la herida del otro?
Parece que la soñada mayoría absoluta estuviese en su contra y tuviesen que convencernos a los futuros electores de su preclaridad y de su patriotismo, puesto a prueba en cada abrir de boca. Prevalece un efecto continuo de desagravio, que ha empobrecido el discurso parlamentario. Enojados en bucle, trasladan la sensación de ser la víctima, ya que prácticamente todo enfado puede entenderse como reacción a lo que consideramos una auténtica injusticia. Ignoro si les funciona como táctica dialéctica, pero juegan con la ira en su discurso, y la desbordan para regresar al sentido de rectitud y control, y desde esa autoridad demandan dignidad y respeto. Cuando nos enfadamos, el bombardeo energético a base de adrenalina que acompaña toda erupción acentúa aún más la sensación de afrenta, que sólo puede vencerse con el contraataque. Como explicaba el doctor en Psicología y experto en terapias de resolución de traumas Leon F. Seltzer en un artículo sobre el bienestar postenfado publicado hace unos días en Psychology Today, la clave está en “la superioridad moral sobre quien nos provocó”. Pero la política del cabreo, además de zafia, es cortoplacista porque nos acabamos cansando de todo, incluso de estar enfadados.
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28 de noviembre de 2018
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Ruido y nueces (algunas vacías)

Nunca habíamos vivido tal avalancha de premios nacionales a mujeres: Almudena Grandes, Christina Rosenvinge, Francisca Aguirre, Maria Xesús Lama, Mariza, Yolanda García Serrano, Antònia Vicens y, como final de traca, la nonagenaria Ida Vitale, premio Cervantes. Me congratulo de esta inédita ola de reconocimiento, que rescata auténticos tesoros, algunos alejados del mainstream. Y que por fin premia a creadoras de callo profundo, infatigables y muy meritorias. Pero debo confesar que, lejos de triunfalismos y ­jaranas, hay algo que me turba: ¿o acaso no se aprecia en ellos la presión por cumplir ejemplarmente con el nuevo mandato social?: “Más mujeres entre los cromos para que no se nos caiga el pelo”.
El 2018 ha resultado ser uno de los años más fecundos para el feminismo: la catarata de denuncias por abusos sexuales ha tenido como efecto colateral de un daño evidente la inclusión de las mujeres en las agendas políticas y culturales. Ha sido una prioridad, desafiando el desprestigio que siempre han tenido las cuotas, la llamada discriminación positiva, una locución fea, un oxímoron conceptual, con buenísimos resultados en todas las luchas pro derechos civiles. En menos de un año, ser feminista ha pasado de ser estigma a tendencia. El fenómeno es interesantísimo: pocas veces una palabra que parecía rancia y arrinconada ha revertido su rechazo despertando una repentina simpatía entre los mismos que arrugaban la nariz ante las que consideraban una especie de policías sexuales, avinagradas y sin sentido del humor ni del amor. Hoy, asistimos con asombro a las declaraciones de famosas que se dicen feministas de toda la vida, cuando hace cuatro días escondían el ala: a buen fin no hay mal principio, por decirlo con Shakespeare.
También he observado otro fenómeno paralelo: jóvenes corajudas y sin pelos en la lengua han enarbolado la bandera violeta, sacando sus plumas de colores que tanto venden. Pero no puede entenderse el compromiso con la igualdad desde un liderazgo individualizado que pretende hablar en nombre de todas, que puede dominar la teoría, pero que en la práctica no modifica la mirada. Y menos cuando se cae en trampas tan vetustas como la de penalizar el embarazo. Así lo ha denunciado la actriz Aina Clotet, que fue descartada en una serie de televisión, tras haberle sido confirmado el papel de protagonista, porque su figura iba a cambiar. Y las excusas servidas son las de toda la vida, las que tanto hemos criticado en boca de empresarios improcedentes: dudar del resultado final, alegar complicaciones y aumento de costes, riesgos… además de aludir, en este caso, a unas escenas de sexo aparentemente vetadas para las preñadas, tal y como marca el patrón androcéntrico. En plena onda triun­fante, resulta poco ejemplar que una mujer, embarazada, deba someterse al clásico estereotipo por decisión de otra mujer. Con una mano te doy, con la otra te quito.
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26 de noviembre de 2018
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El poema de la tierra

El otoño ha avivado sus colores con las lluvias, pero nosotros andamos medio apagados, a tono con la luz del día, como si nos fuera imposible regular el interruptor interior. Trabajamos y comemos a media luz, en una penumbra que hace languidecer al más optimista, al que se frota las manos para darse fuerzas a sí mismo, diciéndose “¡vamos!” igual que los deportistas. Los pies se nos calan, y advertimos los rigores de la intemperie. La desesperada existencia de aquellos que no pueden entrar en calor porque malviven sin un techo.
Mediterráneos que somos, estamos poco avezados en escuchar el agua repicando sobre el cristal, noche y día, de lunes a domingo. Miramos a través de la ventana con cierta desolación –y hasta casi con terror– cuando las tormentas rasgan el cielo y los nubarrones descargan con furia. Ni tiempo tuvimos de aprender a ser elegantes sosteniendo el paraguas, mimados por nuestro sol dorado e ibérico. Lluvia a intervalos, chirimiris y calabobos, pero no esa repetición torrencial, parecida a una interpretación de Glenn Gould, que resuena durante toda la jornada e impregna la vida de una humedad que nos hace sentir extranjeros en nuestras propias casas.
El ánimo se resiente con la grisura permanente del cielo, y aún más cuando no se está acostumbrado a hacer mermeladas de higos o membrillo con la chimenea chisporroteando de felicidad. Abrimos los ojos y sigue lloviendo, y no pensamos en lo bien alimentada que estará la tierra. Sólo los enamorados bailan bajo la lluvia, y únicamente los niños esperan con anhelo saltar en los charcos. Decía Steinbeck que “uno puede encontrar tantos dolores cuando llueve”, y bien cierto es que la lluvia resulta una invitación a mirarse por dentro y detectar nuestras propias goteras. Además, nos trae el recuerdo de amores fallidos, de seres que se fueron, de par­tidas que perdimos. Reflexionaba mi añorado Vicente Verdú que no es fácil saber qué es peor, si sufrir una gotera del vecino de arriba o producirla al de abajo. “¿Una gotera yo? –escribía en Enseres domésticos (Anagrama)– Cualquiera tiende a apartar de sí ese cargo, pero ¿cómo no pensar precisamente que sin poder controlar nuestros propios enseres podemos controlar a otros de fuera?”. Ahora, gracias a la lluvia que cae, incesante, tan literaria en las novelas y tan prosaica sobre las ciudades, reconocemos las grietas que habíamos ignorado. Agua que nos iguala, nos hace más vulnerables o más melancólicos, nos recoge o nos aísla, nos aletarga y nos apelmaza. Pero, ah, ese instante después de llover, cuando todo parece reluciente, oloroso, puro, y rescatas aquel verso de Whitman: “Soy el poema de la tierra, dijo la voz de la lluvia”.
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21 de noviembre de 2018
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El Boomeran(g)
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