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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Un caco en mi Visa

Ninguna esquina resulta hostil para ponerse a escribir cuando el trabajo y las cosas de la vida se enredan. Hubo un tiempo en que imaginaba que los lectores perspicaces adivinarían el lugar desde donde mandaba el artículo, fuera una peluquería, mecida por el ronroneo de los secadores que me procuraba unas traicioneras cabezadas sobre el teclado, o acuclillada en un baño del aeropuerto, tratando de reanimar el ordenador a la desesperada. En verdad no se escribe lo mismo desde República Dominicana que desde la comisaría de Manuel Becerra, donde me hallo en este instante, apretujada en una minisala de espera porque me han planchado la tarjeta Visa en Texas, un estado que no tengo el gusto de haber pisado. Voy a denunciar un fraude sin rostro cometido a miles de kilómetros y de forma sigilosa; nunca pensé que me pudieran robar desde Austin o Houston, como nadie sospecha que las columnas que lee han sido escritas en la consulta del dentista.
El policía está acostumbrado a la cantinela, y se horroriza de que haya comprado por internet dando el número de la tarjeta de crédito. “¡Ay señora!”, me dice en pedagógica regañina, y en un pispás me da una clase de tarjetas seguras. Ni se inmuta por lo de Austin, Texas, ni por los recibos del Whataburguer o el Holiday Inn de dos mil eurazos. Pregunta y va tecleando párrafos, y advierto que hay policías que escriben mucho, cronistas diarios de los descosidos humanos que hoy han convertido el crimen en un simple y aséptico clic. Allá en los ochenta, cuando la tarjeta de crédito apareció como un hada madrina, los cacos más perezosos descubrieron que podían robar en pijama. Y hoy, con el auge de los smartphones y el boom del comercio digital, reviven su momento de esplendor. Miles de millones de euros invisibles cambian de dueño sin hacer ruido, sin violencia ni sangre, y las aseguradoras deben de dar la cara a fin de mantener el negocio.
Existe un término entre los que nos taladran a diario poderosamente onomatopéyico: check. Parece una palabra-pellizco que nos insta a chequear todos nuestros movimientos a través de la pantalla, dando fe de la porosidad del online. También alerta de una nueva cultura que nos obliga a ser malfiados y escrupulosos. La vida desde la sospecha es ruin. Impide fluir en la confianza, un estado más amable y creativo. Huimos del bloqueo personal pero tenemos que bloquear todos nuestros dispositivos para evitar los estragos de aquello que tenía que facilitarnos las cosas. Que la tecnología no nos utilice, sino nosotros a ella, se decía hace un tiempo. Y mira por donde, un caco texano se ha zampado una hamburguesa y ha pernoctado en un Holiday Inn a mi salud, afortunadamente sin tenerle que ver la cara. Esto también es progreso.
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30 de enero de 2019
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Periodistas sin chaleco amarillo

Por qué los periodistas no nos pusimos un chaleco amarillo cuando empezó a caer el precio de la noticia? Ya sé que no es lo mismo un titular a cuatro columnas que un litro de carburante. Que es más barato un ordenador que una licencia de taxi. Y que la gente se ha acostumbrado a deglutir contenidos de balde y, en cambio, dile tú a un taxista que no le pagas la carrera. “Cualquiera puede resumir tu artículo y publicarlo gratis. El lector puede preguntarse: ¿por qué iba a pagar por ­todo ese esfuerzo periodístico si puedo conseguirlo gratis en otro sitio?”. Son palabras de Jeff Bezos después de adquirir The Washington Post con el dinero acumulado por su gigante Amazon. Pero ¿acaso no actuaba como un romántico, con la nostalgia del genio de la red que añora la tinta? (Por cierto, desde que se hizo cargo de él, no se publican los resultados económicos del Post).
¿Fuimos ingenuos o incompetentes el día en que nuestra profesión se achantó ante el denominado “cambio de paradigma”? Hubo algunas huelgas, pero acabaron en resignación. Llámenle pudor intelectual, débil corporativismo, exceso de egos o de fatalismo, el caso es que ni un chaleco nos pusimos frente a la llegada de la competencia digital y el imparable furor de blogueros e influencers de éxito –a pesar de que algunos escriben igual que hablan–. Hubo infinidad de réquiems, algunos muy bien escritos, otros cansinos, aunque todo quedó en un debate con PowerPoints. “La prensa será la alta costura, internet el prêt-à-porter” le escuché a un gurú en la materia. Casi nadie advirtió a los lectores de la trampa de esa nueva vía: los contenidos serían pagados. O falsos. Y los productos comerciales se instalarían entre las noticias, manchando la lectura. Disrupción le llamamos; todo lo contrario que el verdadero periodismo, que es concentración frente a todas las distracciones como afirma Jesús Ruiz Mantilla en El lin­chamiento digital (Basilio Baltasar, ed.), JDBbooks.
No tuvimos el arrojo de adelantarnos a los modernos sans-culottes vistiendo una prenda que se asocia con la emergencia y saliendo a la calle. Y hoy, nuestro sector es de los más castigados. El 70% de los periodistas –que aún no se han reciclado en ordeñadores de vacas en los Pirineos o enseñadores de pisos tras de los sucesivos ERE en los grupos editores– asegura que las condiciones laborales en España no hacen sino empeorar. La remuneración más habitual se halla entre los 1.000 y 1.500 euros, pero casi una cuarta parte de los colaboradores freelance no llega a los 600 al mes. La palabra escrita cotiza a la baja en un país donde hay más escritores que lectores.
Los taxistas han paralizado las ciudades como nunca lograrían los finos plumillas y gráficos si se declararan en huelga infinita. Se ensañan en contra de los estragos de la uberización de la economía, no quieren ser expulsados de su ­casillero. Pero no nos engañemos ni hagamos más el ridículo: la robótica anuncia taxis sin conductor al volante, igual que información sin periodistas, sólo ­replicantes.
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28 de enero de 2019
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La era del pulgar

Nunca había gozado de tanto protagonismo el dedo más robusto de la mano, desplazando la hegemonía de nuestro índice derecho, profético, indicador y espeleólogo a partes iguales. En menos de un lustro, el pulgar se ha convertido en el miembro más hiperactivo de los cinco, la llave para acceder a nuestro propio te­léfono inteligente e incluso franquear la habitación de un hotel domótico. Su superficie, más ancha, regordeta y almohadillada, descansa sobre las pantallas, pasando páginas inmateriales – sweeping, dicen los anglosajones– en una secuencia infinita que a mí, no sé por qué, me recuerda a los canales televisivos de economía que proyectan en bucle los valores de las bolsas mundiales. Basta un suave desplazamiento, un rozar el cristal, para que se nos abran ventanas del mundo o, todo lo contrario, blindarnos tras la muralla digital. También para teclear con nervio de taquígrafo, alternando los dos pulgares, a fin de seguir conectados a algún tipo de red, sea real o ficticia, humana o robótica.
A la gente poco afortunada con el lenguaje verbal, como Cristiano Ronaldo, les basta con levantar el pulgar para transmitir su estado de ánimo en el paseíllo al juzgado, aunque difícilmente alguien pueda sentirse OK ante un interrogatorio. El pulgar enhiesto siempre ha sido un espejismo, una chulería optimista. En el circo romano significaba muerte, pero Hollywood traicionaría la factualidad histórica a fin de no liar a los espectadores estadounidenses, para quienes el gesto implicaba venirse arriba y no reunir sangre y arena.
Hoy, tanto el OK como el emoji del dedo gordo tienen gran tirón. Son alegres y eficaces, aunque se carguen cientos de matices, porque nadie se siente todo el día con el dedo levantado.
Pero, ay del pulgar de carne y hueso, que ha adquirido un papel protagonista gracias a la tecnología háptica –la ciencia del tacto– y que, de tanto articular, se nos va descoyuntado. Se llama rizartrosis, hasta ahora solían padecerla las mujeres de más de 65 años, y era habitual entre camareros, limpiadoras, albañiles, peluqueras, pianistas, dentistas, amas de casa o escritores. Todos hacen pinza con el dedo, sea por culpa de Mozart, por sostener una bandeja o planchar. A ellos son susceptibles de sumarse quienes mandan esos 38 millones de watsaps lanzados al minuto. Fantaseo con el ingeniero con férula, el pulgar machacado de tanto mensajito, que inventó los mensajes de voz a fin de no desgastar más la musculatura.
Pero aún y así, el trepidante ritmo del mensajeo ha provocado una doble realidad: los pulgares nunca habían estado tan abatidos en la vida cotidiana mientras que en la virtual se multiplican animosos y triunfantes, negando la evidencia de una sociedad, artrósica precoz, que ­olvida sus propios dedos con tanta euforia digital.
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23 de enero de 2019
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La mitad de la vida

Qué fácil parecía poder regresar a las ciudades que pisábamos por primera vez! Nos decíamos: “Volveré”, extrañándolas antes de tiempo, maquinando completar los itinerarios que nos habían quedado a medias. El tiempo era entonces una larga goma extensible, y se nos antojaba que cabían muchas vidas dentro de la nuestra, recién pintada, aún con olor a aguarrás. No queríamos perdernos nada. De aquel tiempo sólo recordamos lo bueno, pero también padecíamos, estremecidos por la soledad que implicaba tener mucho futuro por delante y poco pasado que nos apuntalara.
Ahora que ya no somos los más jóvenes en las reuniones añoramos el sudor de manos antes de intervenir, sospechando que los veteranos nos consideraban unos perfectos idiotas. Cuán equivocados estábamos, pero no lo supimos hasta mucho después, cuando conseguimos las contraseñas contra la inseguridad o el arrepentimiento.
Vida come vida, hay que seguir adelante con más fantasías que realidades. Por ello, los jóvenes llenan las horas de acti­vidades mientras piensan quiénes van a ser o, mejor dicho, qué van a hacer. No les duelen los huesos, ni apenas tienen muertos, quieren acaparar la atención del mundo como sea. En mi caso, recuerdo que me compré en Nueva York una cazadora de cuero negro con el aplique cosido de un esqueleto blanco que refulgía en la oscuridad; hasta este extremo llegué, la mar de feliz dentro del avión.
En la mitad de la vida, ya sabemos lo que no podremos ser y debería dejar de importarnos. Los días se acortan, pero aun así es posible hallar un sentimiento confortable a pesar de que todo se repita, de que sea más difícil el sobresalto. Hemos remendado un hatillo con nuestra insatisfacción, que calmamos extendiendo nuevos deseos. En En la mitad de la vida (Libros del Asteroide), de Kieran Setiya –un curioso ensayo sobre la irreversibilidad del tiempo con toques de autoayuda–, se analiza la mirada hacia lo no conseguido, las aspiraciones malogradas. “La mezcla de nostalgia, arrepentimiento, claustrofobia, vacío y miedo” de la mediana edad, que Setiya, profesor de Filosofía en el MIT, trata de desentrañar. Asegura que: 1) en la madurez hay que saber disfrutar de no hacer nada; 2) no hay que medirlo todo en forma de proyecto o ingreso, y 3) hay que llenar la vacuidad cotidiana y librarse de planes utópicos. Él mismo se inclina por una orientación más atélicade vida. Busqué el significado en la red y lo hallé en un diccionario informal de portugués: “Atélico: dícese de verbos o nombres que expresan acciones que no tienen un explícito (andar, pensar, respirar, suspirar) o estados psicológicos o emocionales (gustar, sufrir, optimismo, desesperanza)”.
Hoy es blue monday, el día más triste del año según una medición de parámetros sociales –como la motivación o la necesidad de encontrar nuevas metas–, meteorológicos y económicos. En caso de que sea cierto y les invada ese spleen que dicen que se derramará por todo el mundo, les deseo un feliz y atélico suspirar. Al menos hasta el martes.
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21 de enero de 2019
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Efectos secundarios

El mundo exterior era duro, implacable con los débiles, no cumplía nunca sus promesas, y el amor seguía siendo lo único en lo que todavía se podía, quizá, tener fe”. Lo afirma Michel Houellebecq a través del protagonista de su última novela, porque sus voces a menudo se solapan. Bien se ha cuidado el escritor de alimentar la ambigüedad de sus identidades literarias; incluso aparecía con su nombre de pila en el centro de la trama de El mapa y el territorio. Sus libros, a pesar de la derrota, son adictivos y siempre polémicos, escritos con un poderoso embrague. Amoral, cínico, deslavazado, neurótico, machista, alcohólico, guarro, fumador compulsivo, reaccionario, poseído por un desencanto que tumba todas las fichas del tablero de la vida. Un jaque mate existencial. En el caso de Serotonina (Anagrama), incide en los efectos secundarios de los antidepresivos que barren la testosterona e inhiben la libido, y aunque al ingeniero agrónomo Florent-Claude le permitan ducharse cada día, comprar la comida y tenerse en pie, entierran su vida sexual.
Acostumbramos a medir mal los efectos secundarios. De las relaciones tóxicas y de las medicaciones prolongadas. De las ingestas de comida y alcohol o de las salidas equivocadas en las rotondas, de los viajes exóticos y de los tacones de diez centímetros. Del bótox o la viagra. Vivimos enmarañados en un cableado invisible de efectos secundarios que ensombrecen el placer. Se esconden en la letra pequeña de los prospectos, esos que el propio médico te dice que mejor no ­leas si eres aprensiva. Pero también se escoran bajo las zapatillas deportivas de los runners cuarentones, desgastando sus fémures; o en los colchones demasiado blandos de los hoteles con encanto. Los vecinos demasiado simpáticos, los hombres misteriosos, los compañeros aduladores y las mujeres con mucho colorete –alertaba Wilde– implican un ramillete de efectos secundarios que puedes lamentar toda tu vida.
Houellebecq invoca el amor como salvación frente a la derrota, un amor romántico, que para mantenerse en el tiempo debe calibrar las consecuencias de la palabra misma. “La vocación de la palabra no es crear el amor, sino la división y el odio. La palabra separa a medida que se formula, mientras que un informe parloteo amoroso, semilingüístico, hablar a tu mujer o a tu hombre como se hablaría a un perro, genera las condiciones de un amor incondicional y duradero”, escribe. Y una, que siempre ha sobrevalorado la palabra y se ha esforzado en mantenerla, piensa en aquellas parejas que se hablan sin despegar los labios, gordis o peques que se fiestean igual que niños y no necesitan grandes relatos para seguir tomando juntos el café de la tarde acompañando su soledad sin efectos secundarios.
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16 de enero de 2019
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Mujeres que sí pueden

La política sí va con nosotras. El feminismo sí es político”, dijo Irene Montero, y las quinientas mujeres que abarrotaban la Nave de Terneras de Matadero de Madrid –hasta el nombre del espacio cuenta– levantaron el brazo, partisanas en lila conscientes de su ahora o nunca. Pensionistas, raperas, gafapastas, abuelas con falsos moutones, madres con abanicos, hijas con botines Chelsea, todas reunidas bajo el leitmotiv “La vida al centro”, celebraban su comeback tras seis meses de baja maternal después de un parto prematuro de mellizos. Seis meses en silencio, cuidando de sus hijos con responsabilidad y exclusividad.
Apenas ha cumplido los treinta, y ­tiene un pasado de escudo para evitar desahucios, cientos de asambleas, trending topics infernales y dos mociones de censura a sus espaldas (la segunda victoriosa, algo inédito en nuestra democracia). Lumbrera en Psicología que fue invitada a Harvard para terminar su tesis, aplazó el viaje tras aquel 15-M que acabó con el bipartidismo y alumbró una nueva manera de hacer política ventilando el hemiciclo. Irene Montero no lleva piercings, es pulcra, sobria, expresiva. “Tiene algo de Cecilia”, escuché decir en el acto del pasado miércoles. De amarillo y blanco, animó a las andaluzas: “Las que sufren hoy el pacto de los trillizos reaccionarios”. Allí donde otros tiemblan, ella se encoge ligera y compasivamente de hombros. “Los poderosos son los que contaminan más, los que incendian la política”.
Pero no sólo habló ella. Intervinieron mujeres de distintas profesiones y militancias que cartografiaron el mapa actual. Brecha salarial, cotizaciones y pensiones, desahucios, la amenaza de un paso atrás. Isabel, aparadora en Elche, condenada a la precariedad: “Detrás de todos los zapatos que lleváis hay una mujer esclavizada. Ser aparadora es ser un mueble”. Rosa, profesora, la educación como arma contra la desigualdad: “Educar personas que sean libres, que sean críticas, que sean cultas”. Concha, una de las 756 mujeres taxista de Madrid –apenas un 3,8%–: “Mi prima fue degollada hace dos años por su marido delante de sus hijos. Nadie se preocupa de sus huérfanos. Nos hemos gastado una millonada en psicólogos”. Miembros de los comités de H&M o Coca-Cola recordaron que aún no ha habido ninguna líder sindical en España. Y Ana, del Círculo Feminista de Alcalá de Henares, resumió el hashtag #LaVida­EnElCentro: “Significa actuar con la coherencia de ser humana”.
Según los datos del CIS, tres partidos –PP, Ciudadanos y Podemos– tienen poco más del 10% en intención directa de voto, y el PSOE no llega al 20%. Las lealtades tradicionales –clase, partido, edad– no suman ni en combinaciones de lo más audaz. Sólo el feminismo, que ha ganado la batalla de la opinión (a pesar de las resistencias de los ultras), puede cerrar la ecuación, colocando la vida –y no el poder– en el centro. “La esperanza es una decisión colectiva”, afirma Montero. No lo tachen de buenismo si todavía creen que la vida es un río.
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14 de enero de 2019
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Serendipia musical

La expresión hilo musical implica modorra, como si una especie de mecedora auditiva nos invitara a relajarnos dentro de un ascensor o una cabina de esthéticienne con Richard Clayderman y Enya. Un drenaje linfático acompañado por las gaitas new age de la irlandesa siempre me resultó una tortura: cómo abandonarse si sus melodías me enervaban los epitelios. En su día, poner banda sonora a la vida cotidiana supuso un avance, un lujo que pretendía hacer más elegante y fluida la atmósfera. Se buscaba un aire de neutralidad, sonidos pastosos, pianos sencillos, o la tan recurrida Kiss FM, con sus tópicos que a veces ni se escuchan de tan acostumbrados al oído. Centros comerciales, salas de espera, peluquerías, aviones de Iberia que aterrizan con música española… se rinden a unas fórmulas musicales que balancean y modulan el ánimo. Pueden llegar a taladrarte los oídos, o devolverte un recuerdo que ni sabías que conservabas. Bach y Satie ejercen de gran acompañamiento en el tiempo de la enfermedad, y sus poderes balsámicos se utilizan en el tratamiento del alzheimer o contra los rigores de la quimioterapia.
La secuencia es la siguiente: una vez que el sonido impacta en el oído, se transmite al tronco cerebral y, después, a la corteza auditiva primaria. Estos im­pulsos viajan a redes distribuidas por ­todo el cerebro importantes para la percepción musical, y luego viene nuestra respuesta.
Algunos investigadores han descubierto que el mal sabor de los menús de los aviones se debe –en parte– al ruido en cabina, mientras que en cadenas de moda como H&M o Maison Kitsuné la secuencia musical es un atractivo comparable a la propia ropa.
El hilo musical se ha transformado hoy en “diseño de música de fondo”, y el actor más grande de esta industria, Mood Media, suministra música a 560.000 comercios en todo el mundo, de Sainsbury’s a KFC. Su trabajo consiste en crear identidades musicales diferenciadoras y cohesivas en forma de playlists. Hoteles bou­tique que reciben al huésped con bossa nova susurrada, voces femeninas haciendo covers de los Doors o Nirvana en concept stores, restaurantes que acompañan un plato con sones exóticos de world music… “Me sorprendería que alguien escogiese un Renault en lugar de un Volkswagen sólo porque le pongan música francesa en el concesionario”, le leo al profesor Adrian North, que lleva dos décadas estudiando este terreno. Los mecanismos que activan la emoción y la memoria son más complejos y sutiles. Por ello, si cuando tomamos una decisión de compra suena aquella melodía con la que un día el placer se instaló en nuestro paisaje, el golpe de serendipia nos hará sentir doblemente dichosos, colmados por el higiénico sentimiento del acierto.
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9 de enero de 2019
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‘Voxeros’ del odio

Extranjeros y mujeres. O mujeres y extranjeros. Da igual. Van en el mismo saco porque ambos colectivos encarnan la diferencia para la extrema derecha dura, misó­gina y xenófoba. Hay que poner cara a los enemigos, o, mejor dicho, hay que ­inventárselos. Ir a por ellos cargados de sinrazón. Cabalga la emoción, machote, y alarma a los que desean vivir permanentemente alarmados, se jalean unos a otros. Porque a Abascal y su cuadrilla de jinetes apocalípticos –“odiadores profesionales”, les llama con acierto Irene Montero– les inviste una autoridad de cartón piedra, pero suficiente para ­sentirse guardianes de la moral. Una moral oscura y casposa, que reprimen porque no les interesa comprender, ­henchidos por su docena de escaños ­voxeros, claves para que la derecha gobierne Andalucía.
Con qué labios mantecosos denuncian a “esas pelandruscas” que quieren anular a los hombres. Que dedican las mejores horas de su vida a poner falsas denuncias de malos tratos, ellas que han roto todos los platos. No les importan los datos oficiales, como que tan sólo un 0,8% de las denuncias por violencia de género son falsas. Cifras manipuladas, dirán, sólo hay que anotar los datos a favor. Y en su contrapoética, el propio Abascal ha anhelado que su hijo varón esté protegido en el futuro igual que una chica, que no le echen ningún muerto encima, vaya. Qué pensamientos tan torturados.
Alarman acerca de la cruzada feminista, una nueva conspiración judeo-masónica-comunista que atenta contra la dignidad de los varones. Saben que eso tiene tirón. Y hasta algunos colegas demócratas bromean sobre los incon­venientes que pueden surgir hoy al subir con una mujer en el ascensor, solos los dos; no vaya a ser que te denuncie. “Los chistes de feminismo salen más ­caros que los chistes sobre la monarquía”, afirma el tan comentado anuncio. Aquí están ellos para arreglar tal de­saguisado.
Su discurso conecta con las bajas pasiones de una España cuestionada, desigual, cabreada y que vive a golpe de titular. Su percepción de la realidad está hiperventilada, alimentada por ritos tribales que hacen retroceder 40 años nuestro grado de civilización. El sabio Teodor Todorov, tras recoger el premio Príncipe de Asturias, recordó que ser civilizado no tiene nada que ver con tener estudios superiores o con tener un alto cociente. “Ser civilizado significa ser capaz de reconocer plenamente la humanidad de los otros, aunque tengan rostros y hábitos distintos a los nuestros; saber ponerse en su lugar y mirarnos a nosotros mismos desde fuera”.
Vivimos una regresión intelectual, una peligrosa antipedagogía que involuciona a valores y contextos que parecían superados. Pero los voxeros se agarran a las hinchadas velas de Trump, Bolsonaro, Salvini, Le Pen y compañía, por no ir más atrás. Y juntos y unidos, ansían que mujeres y extranjeros, extranjeros y mujeres, regresen allí de donde nunca hubieran tenido que salir: sus casas.
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8 de enero de 2019
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Propios y extraños

El pasado 25 de diciembre por la tarde el paseo de Gràcia estaba razonablemente vacío, a excepción de la esquina de la Pedrera, donde tres guías explicaban a sus respectivos grupos, uno japonés, otro anglosajón –en Bicing– y un tercero que parecía chino, los pormenores y las fatigas de Gaudí, ajenos a las migas de turrón que se desparramaban por las mesas de los comedores del Eixample. A aquella hora muerta de la tarde, cuando todos se habían cansado ya de comer y beber y la luz vespertina parecía de bombilla, las expediciones de turistas hacían suya la ciudad a pesar de esos letreros que intentan ahuyentarlos como el de “Gaudí hates you”.
El ideal de ciudad cosmopolita y afrancesada se despeñó a causa de la avaricia de los empresarios que salieron a despachar Barcelona al mundo. Hicieron tan bien su trabajo que es ya la cuarta ciudad más admirada y visitada del Viejo Continente, por detrás de París, Londres y Roma. No olvido aquellos viajes que organizaba Pujol a Tokio o Nueva York a primeros de los noventa para vender el “Catalonian design” con el espaldarazo de los Juegos Olímpicos. Se hacía acompañar de un muestrario de diseñadores y jóvenes modernos, y agasajaba a los invitados con tapas de pan con tomate y jamón. Hoy, los hijos y nietos de aquellos primeros japoneses que aprendieron a beber del porrón atienden pacientes para entrar en Vuitton, Hermès o Chanel. Hacer cola en el paseo de Gràcia para gastarse un mínimo de trescientos euros –lo que vale un pañuelo de seda– y departir con un dependiente que te invita a champán resulta encantador para los visitantes, que puntúan con un 8,4 sobre 10 la oferta comercial de la ciudad, según datos de Turisme Barcelona.
El dinero de argentinos, rusos, coreanos o israelíes engrosa diariamente las arcas mientras la ciudad barrunta impuestos antiavalanchas. “Barcelona empieza a ser más de los otros que nuestra. Esto nos provoca dosis de orgullo e histeria”, escribe Màrius Carol en Els barcelonins (i les barcelonines) (Elba). Los visitantes educados quieren asombrarse con las fantasías de Gaudí y comprar hasta reventar. Y he ahí una fortaleza –que para los turismofóbicos es debilidad–: los barceloneses son unos estupendos vendedores. Y me refiero a quienes no anteponen su espíritu de botiguer y venden experiencias. Los comerciantes genuinos estimulan los cinco sentidos con un relato atractivo y proyectan la vocación necesaria para vender emociones, en lugar de encumbrar el valor material de un enser que acabará arrinconado en un almacén de objetos perdidos. Piénsenlo: la propia palabra, turista, cada vez nos suena peor, más sucia y barata, por ello hay que desconectarla del espíritu depredador que se carga, y se caga, en la belleza del adoquín modernista, o sea, de los bárbaros.
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8 de enero de 2019
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365 narices

El home dels nassos fue un personaje mitológico en nuestra infancia. Acababa el año, y los abuelos nos hablaban de ese individuo que se paseaba por las calles con tantas narices como días. Nos horrorizaba la idea de un ser monstruoso, recauchutado de fosas nasales, y aún más la de encontrárnoslo al doblar la esquina. Pero Nochevieja parecía una fecha excepcional en la que hasta la decadencia era bienvenida, y así se nos quedó grabada, con un poso de excentricidad y otro de temor, aunque la más simple matemática nos enseñara a enderezar el equívoco de la nariz. Entonces aún creíamos que todo era posible, que Fin de Año era una fecha importante, que nos traería fortuna, hasta que comprobamos que empezaba enero y seguía haciendo frío. Los propósitos continuaban envueltos en papel de regalo, y la voluntad se mostraba mala com­pañera, infiel, voluble; dicho a la manera del ingenioso Jules Renard: “Más de una vez he intentado estar triste todo un día. No lo he logrado. ¡Ni siquiera eso!”.
La escasez de certezas es una de las mayores luchas del ser humano. Proyectamos, y a la vez nos fustigamos. Queremos ser algo y nos autoboicoteamos, o aplazamos metas, o abandonamos. Vivir instalados en la duda –¿me mantendré o perderé el trabajo, la pareja, la habilidad, el prestigio?, ¿me curaré o no?– resulta insoportable, y no sólo para los obsesivos que protegen sus días con una agenda milimetrada. La ilusión de control impide vivir; se parece a fotografiar lo que ves en lugar de disfrutarlo al momento, quizás porque en ambos casos uno no sabe muy bien cómo hacerlo. Por ello es preferible tenerle simpatía al estado de confusión, en vez de blindarnos ante aquellas circunstancias en las que la estabilidad se difumina.
El pensamiento rápido no discurre, decide, pasando de forma superficial por los conflictos a fin de obtener una respuesta inmediata. Al contrario, los hay que defienden la ambigüedad como un aguijón de lo más positivo, que “mejora nuestras decisiones, promueve la empatía y dispara la creatividad”. Lo afirma Jamie Holmes, investigador de la Universidad de Harvard y autor de Nonsense: The power of not knowing (Crown). Hay irresoluciones que abruman y encogen. Pero convivir con la incertidumbre, captar la belleza que posee todo lo que escapa a nuestra voluntad, es un ejercicio saludable, en las antípodas de aquellos que se jactan de no cambiar de opinión, de tenerlo todo claro clarito y de tomar decisiones ipso facto. A mí me producen desconfianza los que no admiten grises, quienes desconfían de la equidistancia o no te permiten militar tan sólo en el asombro diario. Quienes se acostumbran a la fealdad, a tanto logo de partido en las fotos, a tanta cortina de cretona de fondo, mientras firman pactos de gobierno asumiendo una posición moral de mil narices sin esfuerzo, mal avenidos con la bella incertidumbre. Pobres homes dels nassos.
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8 de enero de 2019
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