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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Tiempo de malos

Por qué en la secuencia de un elogio, la que empieza por “es un gran profesional, con talento, inteligente, firme…”, se deja para el final lo de “… y buena persona”? En verdad suele decirse “y además es buena persona”, sujetando la expresión con el adverbio como si se tratara de algo no necesariamente obligatorio, de un plus que sirve de broche para expresar la idoneidad del individuo en cuestión. Hoy por hoy, nadie contrata a nadie por sus virtudes humanas ni por su nobleza o paciencia. Sin duda son características gratas, y sobre todo armoniosas, pero la preparación, el estatus e incluso el aspecto físico prevalecen. En la era del coaching y del ensimismamiento, que a diario exhibimos en las redes, se levanta un muro cada vez más alto entre el yo público y el yo privado. Aunque el ser humano sepa que continuamente tiene que conseguir dar un paso más, alumbrado por la ilusión de la trascendencia, el cortoplacismo ha condicionado sus aspiraciones. El gurú de la nueva religión laica, Alain de Botton, resalta cómo a lo largo de la historia las sociedades han priorizado el fomento de la bondad. “Pero nosotros somos una de las primeras generaciones que tienen cero interés público en el tema; es más, si alguien dice que se preocupará de ser más virtuoso, lo miran como a un loco”. Tan sólo hace falta revisar en qué contextos se ha utilizado el termino buenismo, y la rapidez con la que ha huido despavorido de la jerga mediática. La generosidad o la urbanidad -que va un paso más allá de la cortesía- no son valores en alza. Todo lo contrario, resultan una especie de propina que siempre será bienvenida. Desde antiguo, lo que más ha unido a la humanidad es que no tiene ningún lugar para escapar. La idea pertenece a Milan Kundera, recogida ahora por Bauman en Sobre la educación en un mundo líquido (Paidós), donde considera que la juventud está “tan preñada de rebelión como de conformismo”, y subraya la importancia de una educación para siempre, sobre todo cuando nada es perdurable y la vida se debe asumir pedazo a pedazo. En el nuevo saco de valores, el beneficio está por encima del sacrificio, y la arrogancia enmascara la confianza. Los unos definen a los otros como empáticos o reservados, con espíritu de funcionario o proactivos, ingeniosos o previsibles, vanidosos o humildes…, esquivando el reduccionismo maniqueo de buenos y malos, como si dicha división ya no tuviera crédito. Porque hoy, cuando se expresa admiración hacia alguien, se dice “eres un crac”, dejando claro que el mundo nunca ha sido de los buenazos sino de los putos amos.

(La Vanguardia)

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6 de febrero de 2013
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El gran malentendido

Hemos aprendido a soportar la división entre el ser y el parecer, a resignarnos ante las nuevas formas en que repta la soledad, incluso hemos acabado aguantando a esos diosecillos encumbrados por las audiencias. Pero no hay hígado capaz de metabolizar la larga lista de sinvergüenzas con cargo que han abierto la mano para quedarse con aquello que no les correspondía. Recibo un correo que solicita su difusión. Se titula “la denuncia silenciosa” e incluye un listado donde figuran 127 políticos españoles imputados por prevaricación, falsedad documental, corrupción urbanística, malversación, blanqueo o tráfico de influencias. Algunos nombres son populares, como los de Camps o Matas, y otros menos; eso sí, proceden de toda la geografía española de Alcobendas a Salou y de Pontevedra a Murcia. El goteo diario en los medios nos hace incapaces de digerir tantos sobresueldos y cuentas en Suiza, al tiempo que asistimos al desplume de nuestros honrados vecinos con “preferentes” y otras intoxicaciones bancarias. La generalizada corrupción se ve ahora redondeada por esa cutre teneduría de libros que ha publicado El País, encendiendo la mecha social por la jerarquía de los implicados. Porque mientras todo eso ocurría en el vértice de la pirámide del poder, el ciudadano de a pie aprendía a rebajarse el precio, moderar posiciones y ambiciones, y considerar aquello que tan admirablemente sostenía Camus: jugar es un riesgo. Me lo recuerda Gemma Cuervo con su catalán de Reus en el coche que avanza de madrugada por el norte de Madrid. Volvemos del estreno de El malentendido, protagonizada por su hija Cayetana Guillén Cuervo y Julieta Serrano. Volvemos de un deseo hecho realidad. “Papá, quiero hacerte un homenaje, ¿qué te gustaría que te dedicara?”, preguntó la hija al padre muy enfermo. “Revisa El malentendido de Camus, es oportuno recuperar su valor crítico”, le respondió. Y lo hizo: conseguir los derechos, entrar en el papel que interpretó su madre cuando la llevaba en el vientre, salir del ensayo para ir al hospital, traspasar, y de qué manera, la cuarta pared sacudiendo el dolor del personaje a cuchillazos. El gran actor no llegó al estreno por catorce días. Pero en el Valle-Inclán se pudo respirar el eco de su antiguo sueño. El estreno coincide con el centenario de Albert Camus, el intelectual comprometido con su tiempo y dotado de una capacidad extraordinaria para bajar hasta las profundidades del ser humano sin poesía ni moralinas. El que en su discurso al recibir el Nobel dejó bien claro que su propósito no era rehacer el mundo sino impedir que el mundo se deshiciera. El que alertaba de que los poderes mediocres, herederos de una historia corrompida, podían destruirlo todo. Camus es un mito sí, pero capaz aún de recordarnos que no podemos seguir soportando todo este gran malentendido. (La Vanguardia)

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4 de febrero de 2013
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El Príncipe y la generación X

Crecimos rodeados de constructoras, academias de idiomas, tabaco light y cantantes depresivos. “Soy el típico Piscis -escribió Kurt Cobain antes de suicidarse-, triste, sensible, insatisfecho”. Nuestros abuelos nunca pudieron desalojar el aturdimiento de la guerra ni la huella del hambre. Su lenta recuperación a pesar del franquismo, empujando viejos Simcas entre la copla y el estraperlo, sirvió para que nuestros padres bailaran bajo un tendido de luces celebrando esa palabra sonora que tan extraordinariamente define un tiempo: guateque. Del Dúo Dinámico y el twist a tener que levantar el país, mientras quienes nacimos entre los sesenta y los setenta merendábamos bocadillos de Nocilla, ordenábamos sellos y limpiábamos nuestros elepés con sprays imperfectos. A diferencia de los baby boomers, con el compromiso agarrado al DNI, que combinaban la tradición con las libertades recién inauguradas, nuestra generación -bautizada X- creció entre un lánguido inconformismo y una colección de guitarras distorsionadas. Fuimos educados con valores antiguos para encajar en un nuevo mundo cuyo futuro prometía grandes esperanzas. Y nos plantamos en el consumismo feroz, frente al espejo narcisista, sintiendo los primeros ardores solidarios. El príncipe Felipe, que hoy cumple 45 años con barba encanecida, representa a quienes tuvieron una infancia analógica y fueron quitándole caspa al país con espumas para el pelo, veranos de InterRail y conciertos de REM. Los alocados ochenta en los que estrenamos amaneceres se vieron interrumpidos por la bofetada del sida y las drogas. Eternos adolescentes, nos casamos con un trabajo, retrasamos la hora de ser padres y pensamos que estar sobradamente preparados nos garantizaría una vida a plazo fijo. Hoy sabemos que hemos vivido mejor que nuestros padres, pero también advertimos que nuestros hijos difícilmente conocerán una idea tan eufórica del progreso. No obstante, son muchos quienes asisten impávidos a este cambio desde la retaguardia porque la imponente generación tapón sigue inamovible, dispuesta a morir con las botas puestas. En cambio, los nativos digitales, más baratos y proactivos, han logrado que la palabra emprendedor ya no sirva para mayores de cuarenta. Felipe de Borbón, preparado para reinar, sigue siendo el eterno sucesor mientras el mundo avanza con saltos estratosféricos. La crisis acrecienta las voces que piden una abdicación. Incluso la propia monarquía es consciente de que necesita un rediseño. El tiempo de espera del Príncipe encarna el tránsito permanente de quienes se ven obligados a utilizar esa expresión cada vez más cansina y popular, “reinventarse”, aunque ni tan siquiera se hayan inventado.

(La Vanguardia)

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30 de enero de 2013
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En el poder y en la guerra

Coinciden en el tiempo dos noticias protagonizadas por mujeres que buscan su lugar en el mundo. Por un lado, el Pentágono acaba de hacer público que levantará la prohibición de que las militares puedan combatir en primera línea de fuego. Por otro, desde la City londinense, un grupo de escuelas europeas de negocios (entre las que se cuenta la española Iese) ha elaborado una base de datos con 8.000 profesionales cualificadas para ocupar una silla en consejos de administración. Esta iniciativa pretende callar a quienes aseguran que no existen candidatas válidas para intervenir en los máximos órganos de poder. Y aunque su fin sea el de reparar el desequilibrio en la paridad de los consejos, no se ampara tanto en las discutidas y tediosas cuotas como en la conveniencia del asunto. Evitando el registro victimista que señala con el dedo ese raquítico 14% de europeas que ocupan las butacas de respaldo vertical, las impulsoras de la iniciativa animan a las empresas con inusual entusiasmo: “Es una experiencia increíble tener consejos de administración con mayor diversidad”. Pero ¿se puede considerar, al igual que los consejos paritarios, la guerra mixta como una experiencia increíble? Hace unos meses, dos reservistas norteamericanas presentaron una demanda contra las restricciones que les imponía el Pentágono en zonas de combate, alegando que violaban sus derechos constitucionales. Las demandantes no solo se referían a la discriminación sexual en el frente o a lo arduo de los ascensos, sino también a cuestiones económicas como salarios y prestaciones de jubilación inferiores. Con el acostumbrado paternalismo investido de responsabilidad ética, algunas voces de las llamadas “autorizadas” se preguntan si en verdad ellas tienen la resistencia, fuerza y valentía necesarias para abrir fuego contra el enemigo, mientras no faltan quienes aseguran que el pueblo no tendría hígado para soportar la vuelta a casa de mujeres soldado en bolsas para cadáveres. Incluso ante la evidencia del carácter radical y extremadamente violento de las kamikazes palestinas, las milicianas de los Tigres Tamiles en Sri Lanka o las combatientes en el sur de Sudán, entre otras, aún hoy se cuestiona la idoneidad de las féminas para hacer la guerra, como si se quebraran las estructuras más profundas que consideran que el verdadero rol de la mujer es el de garantizar la especie. Imagino cómo reaccionarán quienes consideran que dedicarse a ser madres en exclusiva es el auténtico mandato femenino cuando las primeras soldados disparen a los talibanes. Incluso puede que al mismo tiempo, en los rascacielos de cristal, las que por fin tengan voz en los consejos de administración visen la compraventa de morteros y tanques. Probablemente, y sin entrar en juicios de valor, ese es el camino irreversible hacia la igualdad, sin beatificaciones que valgan.

(La Vanguardia)

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28 de enero de 2013
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Preocupación al cuadrado

Como cada año, Edge.org, la prestigiosa web de divulgación y debate, arroja el guante con su pregunta del año: ¿qué debe preocuparnos? Desde su sitio en internet -cuya definición identitaria reza así: “Para alcanzar la orilla del conocimiento del mundo, busque las mentes más complejas y sofisticadas, reúnalas en una habitación, y haga que se cuestionen unas a otras las preguntas que se están formulando”- , la aristocracia del pensamiento, la ciencia, la filosofía o el arte hace inventario de las inquietudes de nuestro tiempo, planteando un buen surtido de nudos gordianos. Y no hay mayor sombra que la que queda aprisionada dentro del propio interrogante: nos preocupa la preocupación. La comunidad vive hoy con la sensación de que sus días ya no son un lienzo en blanco para llenar, ni siquiera a golpe de competencia moral y epistemológica. Pero también siente la responsabilidad vigilada, como si alguien midiera sus pasos aguardando el momento del traspié. Una secuencia de actos fallidos y bloqueos mentales asola el paisaje. Y encima, la escasa moral azuzada por un reguero de corrupción bajo sobre dentro del partido que gobierna España. El entrecejo fruncido como actitud frente al mundo trae consigo un florido coro de cantos de cisne cuando parece que no queda otra alternativa que un vuelco drástico. Lo describe Vicente Verdú, ese gran oteador de las circunstancias de nuestro tiempo, en su libro Apocalipsis now: “Como un cambio de piel ruinosa, la penuria va carcomiendo el tejido conjuntivo de la colectividad”. Hacer un autoexamen. Marcar la perspectiva necesaria para enumerar las preocupaciones y tomarse la molestia de argumentarlas. La idea socrática de que la vida no examinada no vale la pena ser vivida adquiere prestancia cuando el análisis, lejos de ser un ejercicio ocioso y pudiente, resulta imprescindible sobre todo si gran parte de la humanidad se ve condenada a empujar la cola de la supervivencia. En Edge, Arianna Huffington se preocupa por el estrés, mientras que Steven Pinker teme los factores de riesgo de la guerra, Daniel Goleman enfoca sobre los puntos ciegos ante el peligro, y en la lista de miedos contemporáneos no faltan ni el cáncer ni el envejecimiento, el fracaso de la cooperación global, la conducta de la gente normal o nuestra dramática incapacidad para razonar sobre la incertidumbre. El nombre de la desesperanza lo pone el efecto dominó de la crisis, convertida en excusa para todo. Pero cualquier idea tiene su reverso; por ello, como verbaliza este elevado foro de quimeras, la despreocupación es una gran preocupación.

(La Vanguardia)

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23 de enero de 2013
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Nudismo maternal

Observo una y otra vez las fotos de Shakira con su vientre de ocho meses al aire y me pregunto por qué razón las mujeres embarazadas -especialmente las primerizas- sienten la urgente necesidad de fotografiarse desnudas. Desde aquel striptease de Demi Moore en Vanity Fair hace veintiún años, la maternidad de las celebrities se ha convertido en scoop recurrente siempre que enseñen su ombligo dilatado por la piel tirante. Pero sobre todo importa la transformación de su cuerpo exhibido como un trofeo en plena celebración de la maternidad. Se trata de un ritual de pasaje (el que se instaura ante la modificación de roles y estatus, ¡y qué mayor mudanza que la maternidad!) cada vez más aplaudido socialmente y que entronca con las representaciones de la fertilidad de las Venus paleolíticas. Los nuevos códigos de imagen, así como la aceptación pública de la desnudez maternal, han propiciado que famosas como Claudia Schiffer, Jessica Simpson, Paz Vega, Martina Klein o ahora Shakira, con su vientre rotundo, encarnen el deseo que también albergan millones de madres anónimas de inmortalizar el milagro de dos latidos en un mismo cuerpo y una declinación de la belleza entendida como ternura. De exhibir su tripa, lo más abultada posible, como una forma de mostrar su orgullo de madre y a la vez como búsqueda para reconocerse a sí mismas impregnadas de ese baile hormonal en el que la realidad adquiere formas caprichosas y lo urgente deja de parecerlo. Las embarazadas a menudo han sido representadas como mujeres serenas que esperan, “en estado de buena esperanza”, se decía antes. La espera forma parte de la historia de las mujeres y su tiempo se ha tejido con hilos de expectativas: desde aguardar a que los hombres regresaran de la guerra o del trabajo, a que los hijos se hagan mayores, a que les llegue la regla o se les retire… “Las madres no escriben, están escritas”, leo en Maternidad y creación (Alba), un libro en el que se reflexiona sobre el cuerpo de la mujer cuando actúa como una “tierra bella” para ser explorada. El maternonudismo contemporáneo, en cambio, nos ilustra acerca de todo lo contrario: la mujer espera, sí, pero de pie y desnuda, autoexplorándose. Sin indolencia y con actitud de plantarse frente el futuro. Aunque eso ya no sea noticia, ni la americanada que sin duda acabará prosperando, como Halloween, denominada baby shower -una fiesta con regalos para la madre y el bebé durante el embarazo-, en el caso de la colombiana con fines benéficos. La noticia en este caso es que a la estrella latina que canta canciones sobre lobas y waka-wakas la acompaña en las imágenes el padre, Gerard Piqué, enlazando sus manos sobre la barriga idolatrada. Un hombre diez años más joven que ella, también desnudo de cintura para arriba, que viene a demostrar que hoy no sólo se trata de exhibir el orgullo maternal, sino también el del hombre que se siente embarazado. (La Vanguardia)

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21 de enero de 2013
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Editorial nº 189

Una vez fui una chica de provincias, una catalana recién llegada a Madrid, con falda corta y negra, media melena y un bolso demasiado lleno. No tenía miedo, mi padre me había enseñado que en la vida te puedes permitir algunas debilidades, pero nunca la de ser cobarde. Aun y así, conocía las servidumbres del respeto y a pesar de mi juvenil determinación estaba obligada a entrar de puntillas en la cabina de mando de una cabecera mítica, Marie Claire. Nunca tuve la sensación de aterrizar en un templo del glamour, una jaula extravagante o la meca del posfeminismo. Cierto es que de todo ello había un poco en aquella casa donde la moda era una coartada para apartar como zarzas los tópicos sobre mujeres y no caer en la petulancia de hablar en nombre de todas. Me encontré con un equipo aventajado en cortar el aire para cerrar páginas. Con un pozo sin fondo de reporterismo, buenas historias, fotógrafos de moda, y un reino de abejas laboriosas capaces de convertir un estudio fotográfico en la vía láctea. A día de hoy, solo puedo ser indulgente con aquél vértigo alimentado por el lápiz de mi imaginación escribiendo historias imposibles. Siguieron años felices, números de baño y números antifrío, los especiales de sexo y los de pasarela, el premio contradiction, las campañas contra los malos tratos. Los años difíciles, los equilibrios mantenidos, el 25 happy birthday con Karl Lagerfeld. Mientras escribo mi editorial número 189, mi último editorial, pasan en moviola los rostros de quienes después de aquilatar, uno por uno, ciento ochenta y nueve números de Marie Claire, nos hemos ido a casa, ya cerrada la noche, satisfechos y locuaces como si hubiéramos salido a cenar. Tantos compañeros en el arte de compartir, discrepar y construir, con el orgullo de que muchos de quienes me acompañaron sean hoy profesionales de éxito al frente de publicaciones y grandes proyectos. Dieciséis años es algo más de la media de duración de los matrimonios españoles, por ello la biografía compartida con quienes estáis al otro lado, leyendo esta página, no es residual. Las lectoras. Esa es la verdadera razón por la que dirigir Marie Claire ha sido algo más que un trabajo. Una vocación. «Demasiado joven», me contaron que fue la única objeción a mi fichaje, hace dieciséis años. Pero acabé siendo merecedora de tal confianza. Pura serendipity que este número de Marie Claire esté dedicado a los jóvenes. A su desnudez existencial, que tan magistralmente capta la cámara de Ryan McGinley, y a la incertidumbre que los acecha en un territorio desconocido donde deben tomar impulso para plantar su árbol. A pesar de que el futuro se escriba en precario y de que las salidas se hayan ido cerrando ?sin manual de instrucciones?, la generación que nació en los ochenta tiene hoy una llave en sus manos. Ignoro si es la «generación yo» o la «generación Facebook», los ni-nis o los no-nos. Las etiquetas limitan y ensucian la originalidad. Por ello, como habitantes de unos tiempos donde no hay otra pedagogía que la de la perseverancia, saben que deben revestirse de nuevos lenguajes que puedan sostener el nuevo mundo. Tan solo necesitan una oportunidad. Y hoy no nos queda otra opción más sensata que la de aprender de ellos. Porque sería presuntuoso creer que es nuestra huella la que importa. No, es el pálpito de quienes edificarán castillos entre la vigilia y el sueño bajo los pliegos de este papel couché. Gracias. (Marie Claire)

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19 de enero de 2013
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El desorden alfabético

Decimos con naturalidad: bancos malos, hombres de negro, abismo fiscal o doloroso progreso, y la elección de los adjetivos informa sobre el desorden melancólico de estos tiempos. El lenguaje es un espejo que refleja cómo vivimos, nombrando las pieles muertas que envuelven el llamado tejido conjuntivo de la sociedad. ?Una catástrofe se cierne sobre el orden alfabético, el único fiable hasta ahora? exclama Juan Diego, convertido en viejo profesor que va a dar una conferencia en La lengua madre, un delicioso y a la mortífero texto de Juan José Millás que se representa estos días en el Bellas Artes. Bajo una luz cenital, una pequeña mesa, unos folios, que a pesar de no verlos los imaginas machados, un traje demasiado grande y una magistral escenificación de la soledad animal. Palabras que conviven en la misma página del diccionario: lengua y lenguado, capitalismo y capón, o culpa y culo; las mismas que nadie, ni Marx, ni Franco ni la reina loca de Alicia, se han atrevido a desregular. ?Las palabras son embajadoras de la realidad? dice Millás, y añade más: ?el único tesoro que es patrimonio de todos porque lo hemos construido entre todos. Y eso significa que todos somos coautores, por ejemplo, de El Quijote, pero también de los discursos de Nochebuena del Rey”. Pero el viejo profesor siente que el lenguaje ha sido secuestrado por una jerga urgente, la del cash flow. Que términos que parecían marginales, como desahucio, pobreza o austeridad, se hayan convertido hoy en familiares para la clase media. Y que no se expidan recetas contra la desesperanza porque a las palabras les ocurre lo mismo que a la vida, que se vacían. La RAE ha admitido por fin términos como friki, okupar, sociata, emplatar y gayumbos, aunque en la calle se agiten apresuradamente otras sílabas embebidas del nervio propio de quienes aspiran a un ?minijob? para ?reinventarse?, un término que ocupa la mayoría de las cabezas de tantos que se obligan a ser ?proactivos? para continuar sintiéndose ?productivos?. Por ello, compra neologismos e inventa portmanteaux -como spanglish, o Brangelina- que demuestran la naturaleza clasificadora del lenguaje en busca nuevos contenedores para nuevos significados. Es una suerte que el orden alfabético, como exponen Millás y Diego, aún nos acompañe. Incluso que del pasado regresen duelos al sol como los de aquella España arruinada con harapo y espada, la que alumbró el Siglo de Oro, en la que dos poetas antagonistas batallaban por la idoneidad de los vocablos que vestían sus versos. Vayamos pensando pues cómo bautizaremos la nueva belle epoque, la misma que en algún renglón perdido, huérfana aún de significado, nos aguarda.

(La Vanguardia)

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16 de enero de 2013
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El contagio del abismo

La gente está cansada de leer noticias negativas, bien lo sabemos los propios periodistas, los editores, y los médicos de cabecera. Hace más de un siglo, un profesor de Oxford, Robert Burton, dedicó su vida a investigar, redactar y revisar un tratado enciclopédico titulado Anatomía de la melancolía. Y confesaba: “Escribo sobre la melancolía por ocuparme de evitar la melancolía”. Ocurre algo parecido con las comunidades que van fortaleciendo sus lazos a causa de la inseguridad y el desvarío. Hablan sobre ello como si fuera la mejor forma de exorcizar el miedo mientras despliegan sus experiencias con la esperanza de encender una lumbre y cobijarse entre iguales. El mal melancólico zarandea la imaginación y el juicio hasta pervertirlos, llegando a paralizar a sus víctimas. Y la propagación de las penalidades que sufren los ciudadanos de a pie produce alarma por su contagio. “¿Hay que informar acerca de los suicidios relacionados con la crisis?”, se pregunta la comunidad. Se trata de una lógica popularmente conocida como efecto llamada, que en 1983 Paul Aubry denominó “el contagio de la muerte”, según la cual los medios acuerdan tácitamente acallarlos, responsabilizando al conocimiento de la realidad de desencadenar procesos imitativos. Tan sólo se consideran un hecho noticiable cuando el suicida es un personaje eminente, como en el caso de la desgraciada muerte del diseñador Manuel Mota y la revelación que dejó por escrito de que sufría problemas laborales. En Barcelona, según el Instituto de Medicina Legal de Catalunya, los suicidios han aumentado casi un 60% en el último año. Los responsables del Teléfono de la Esperanza informan que la mayoría de llamadas se deben a la angustia provocada por la precariedad. Y en la#15Mpedia se difunde una lista de suicidios relacionados con la crisis. Aunque la mayoría de psiquiatras asegura que se trata de personas que sufrían trastornos mentales previos, también conviene en que la desesperación económica acentúa las ideas fatales. Cabría considerar que algunos de los personajes célebres que ponen fin a su vida son auténticos ídolos para muchos púberes deprimidos, y por ello su poder de influencia parece mucho más elevado que el del pobre diablo que se lanza desde el balcón porque no puede pagar su hipoteca. Pero ¿acaso no todos somos hoy, en mayor o menor medida, criaturas a merced de una corriente salvaje? Los colegios de psicólogos insisten en la necesidad de ofrecer tratamientos en atención primaria a fin de realizar una detección precoz y un seguimiento. Y sobre todo instan a romper el tabú, la oscuridad con la que ha sido desalojado este asunto. Porque ¿qué es más cuestionable: la obligación de informar de que el suicidio representa ya la principal causa de muerte no natural, tras haber superado a los accidentes de tráfico, o la dimisión del conocimiento?

(La Vanguardia)

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14 de enero de 2013
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Amor y lujo

  A pesar de la grotesca escenificación patriótica con Putin, a nadie debería sorprenderle la decisión de Depardieu de abrazar la nacionalidad rusa. Ambas culturas siempre han mostrado una gran querencia por los placeres y caprichos encantadores, así como una holgada despreocupación hacia los juicios calvinistas sobre la frivolidad y sus declinaciones. Incluso la palabra frivolité parece sostenerse de otra manera en francés. No podía resumirlo con mayor exactitud Marguerite Duras cuando, en el año 1993, declaró a Vogue Paris: “Estuve siete años en el PC y me gustan los diamantes”. Desacomplejados y libertinos, capaces de convertir la mala reputación en un activo, los bourgeois bohémiens sans chaussures -así llaman a los hipijos parisinos de Saint Barths que desayunan langosta en el Eden Rock- fruncen el ceño mirando al infinito y se acogen al exilio fiscal mojando su indolencia en una copa de champán, francés, por supuesto. Una etiqueta que se utiliza universalmente tanto para los quesos como para los besos, con resonancias bien alejadas de nuestra tortilla o guitarra española. El lujo, esa palabra que alteró su significado a partir de la posmodernidad y la consecuente fatiga del materialismo, se define de forma muy diferente según su localización en el mapa. Lujo es extravagancia superflua, dicen los franceses del Club 55 de Saint-Tropez con su caban de Hermès; lujo es experiencia y satisfacción, define el diccionario Webster; lujo es logo y oro, como demuestran los millonarios rusos exhibiendo sus armiños, los mismos que hace apenas un par de años eran despreciados por sus excesos ostentosos y que ahora son aplaudidos por mantener e incluso salvar el consumo. Hace unos meses, Karl Lagerfeld me hablaba de su aversión a las políticas fiscales de François Hollande, que consideraba desastrosas. Más en concreto hacia el impuesto del 75% para los ricos, que ya han desafiado desde Bernard Arnault hasta Cyrano de Bergerac. “Francia, fuera de la moda, las joyas, los perfumes y el vino, no es competitiva. ¿Quién compra coches franceses? Yo no”. Lagerfeld resaltaba cómo históricamente su país de adopción se ha universalizado como marca de lujo. Al igual que lo hizo como denominación de origen del amor: del fin’amor al amour fou, el deshabillé, la femme fatale, el voyeur, el ménage-à-trois y una amplia familia semántica del lenguaje erótico. Hasta el extremo de que los norteamericanos aplauden ahora una nueva oleada de libros sobre la vida sexual de los franceses, considerados expertos en las artes amatorias. Porque amor y lujo, a pesar del eco rancio de la expresión, siguen formando una pareja de baile dispuesta a cualquier equilibrio para perseguir la gloria, tan efímera como las burbujas.

(La Vanguardia)

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9 de enero de 2013
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