
Ana Sainz (Anapurna)
Hace cosa de un mes recibí un Whatsapp de un número que no tenía guardado. No es algo fuera de lo normal; la pereza no se entiende con el futuro y yo tampoco. Ni me molesto en crear los contactos de amigas o conocidas, indulgencia que termina en un tedioso scrolleo río arriba en las conversaciones -sobre todo si es alguien que cambia su foto de perfil periódicamente- para averiguar quién se ha acordado de mí.
Era un mensaje sobre un posible trabajo. Sin pasar del primer par de líneas, lo primero que pensé es que el emisor era claramente una persona de quien no me podía fiar: el marco redondo a la izquierda del +34 mostraba a un señor de unos 60 años vistiendo un traje de astronauta, la cabeza saliéndose de un casco aparatoso, perilla caprina, unas gafas de montura metálica fina -¿acaso los astronautas pueden llevar gafas?-, estrellas y barras blancas sobre fondo azul y rojo asomando por la esquina inferior derecha, pegadas a la manga de su sudadera espacial, patrióticamente preparadas para cualquier eventualidad durante un alunizaje.
Siguiendo al texto, una serie de fotos de un nicho familiar; lápida, cruz y pedestal, tapa, panteón y respaldo. Un dibujo a mano alzada con medidas y una petición anacrónica.
Aprendí lo que era temer a la muerte -como a tantas otras cosas- mucho antes de poder olerla, a través de terrores ajenos: a base de observarlos con los ojos de una niña. Me lo enseñó mi, hasta día de hoy, buena amiga Carme, la primera vez que pasó una noche en casa.Tendríamos seis o siete años, y yo todavía dormía en una reliquia familiar, una cama mallorquina del siglo XIX, mamotreto de madera en el que cabíamos todas y que hacía que me sintiera como una princesa a la deriva. Me desperté en mitad de la noche al oírla llorar y, asustada, llamé a mi madre en un alarde de inocencia infantil, con el candor de quien cree que los adultos lo entienden todo. Ante semejante cuadro, la pobre mujer no supo hacer más que darle valerianas, de una redondez y dureza que una boca de tamaño infantil difícilmente podía manejar; todavía se acuerda del amargor, asunto que comentamos de vez en cuando. Carme soñaba que sus padres se hacían mayores, que se llenaban de arrugas y se iban secando hasta quedar pequeños, crujientes y apergaminados. Después le tocaba a ella.
Desde entonces, mis aproximaciones al hecho de morir han sido múltiples y variadas, oscilando entre la ausencia indeterminada primero y la pérdida después. Peces boqueando en un baile gimnástico y agónico durante mi primera y última experiencia pesquera. Una ristra de animales pequeños enterrados debajo de las higueras en la infancia – Norbu, Cuqui, Murta, Mickey, Ricky Salomon, Pepe y otros nombres injustamente olvidados-, y la muerte de Gatón en la edad adulta, después de 16 años del amor más incondicional. He asistido a funerales de familiares de distinto grado de mis afectos, sangre o tiempo mediante. No conocí a los progenitores de mi madre, disfruté poco o nada de mis abuelos, a excepción de mi yaya Julia, que extendió su estancia en el mundo hasta los seis meses posteriores al fallecimiento de su hijo. A mi padre le vi morir despacio, le vi hacerse pequeño, crujiente y apergaminado, desafiando al ritmo orgánico de la vida y cumpliendo una extraña profecía que no era sobre mí, ni sobre Carme, sino sobre toda la humanidad, sobre cada criatura que habita esta Tierra y que, por muy rara y ajena que me pareciera, poco tiene de extraordinaria.
Aunque me guste la idea de que no vivo rumiando sobre la fragilidad de los días, no sé si es otro autoengaño. Porque duermo, sí, con más o menos ayuda. Porque puedo encontrar sentidos más concretos, más cercanos -qué falacia la de la distancia temporal, la del orden natural del mundo y sus cosas- que justifiquen los estados ansiosos o depresivos que transito. Porque sencillamente, si yo no estuviera aquí, no pasaría nada, en el sentido más universal. Quizás también porque no dispongo del tiempo suficiente para columpiarme en la reflexión mundana; sin embargo, cada vez que pongo el cuerpo en piloto automático – por ejemplo, al conducir-, una llamada ficticia se cuela en mis pensamientos para anunciarme que mi madre ha tenido un accidente mortal o que está enferma de cáncer terminal, que el gato está tirado en medio del empedrado, un pequeño charco de sangre debajo de su cabecita reventada, la que hace tan solo unas horas frotaba contra mi nariz. Que a mi tío se le ha parado el corazón, que se ha caído por las escaleras imposibles de su atalaya, o que han encontrado a mi hermano en su apartamento, tumbado sobre el colchón, con la cama hecha. Alguien me dice que la caldera era antigua, que ha sido un accidente, que podemos denunciar pero que no me preocupe, que no sufrió al menos.
En un contexto en el que, de ser realidad tangible el descolgar el teléfono y encontrarte uno de estos escenarios, sólo dispondrás de dos días de baja laboral -párate un momento y haz este ejercicio kamikaze de imaginación-, un hombre me pide que modele una corona de flores en barro para vestir la tumba de sus abuelos. En un momento en el que el capitalismo fagocita hasta la emoción más atávica, que toma y viola el espacio necesario para el dolor, pero también para las gestiones y trámites que lo acompañan, un señor vestido de astronauta quiere de mi rosas y lirios, margaritas, ramas y hojarasca, mis manos y mis minutos. En un horizonte que da la espalda a la muerte, que pretende convertirla en procedimiento, en expediente rápidamente archivable, en aceptación sin preparación previa, sin análisis ni discurso, sin acompañamiento, inmersión filosófica o espiritual, y que acomete incluso una cruzada enajenante y enajenada, siempre megalómana, en su contra -lo de creerse Dios no es cosa solo de Rosalía-, hay alguien dispuesto a gastarse un dinero y un buen montón de paciencia en adecentar el lugar donde reposan los huesos de sus muertos. Todavía más significativamente, donde también terminarán los suyos. Este hombre -que lejos de ser el personaje con el cartelito de LOCO que le pegué en la frente sea tal vez el último resquicio de cordura- me hace un regalo inadvertido y generoso; una ventana temporal para observar a un animal extinto. Podría haber encargado un rosal forjado en hierro, material más resistente a las inclemencias climáticas, la ineptitud o la crueldad, pero decide colocar a la arcilla en una posición noble, de ajuar, lugar tradicionalmente ocupado sólo por la porcelana. Aún ante la alarma de futuros vandalismos, él apuesta por la dilación, el sosiego, la fragilidad: una pausa para dedicar a quien ya no está, un momento para mirar y abrazar la belleza que se instala en la añoranza.
Tiene sentido entonces; honrar la tierra, el material primigenio al que muchas volvemos, nos acerca a lo que somos y a una naturaleza olvidada a golpe de prisa, billete y cortisol. El barro, sustancia humilde pero perseverante y resiliente, capaz de cambiar su estructura molecular con el calor, de ser argamasa y estructura, constituye una finísima metáfora para reverenciar la memoria, entender su plasticidad y reivindicar su frágil y necesario equilibrio. Así, modelar flores que resistan al fuego y al recuerdo me sirve para reclamar un espacio nuevo desde el cual mirar a la muerte como se mira a la oportunidad de haber vivido y, de esta forma, poder también celebrarla.