Terquedad y champán
En los años noventa, un grupo de amigos pasamos un fin de año a Estambul; nevaba copiosamente, en la moqueta roja del hotel bailaban las cucarachas, y solo en el hamam Suleymaniye hallábamos consuelo. En aquella comitiva juvenil había dos cineastas en ciernes: Agustí Villaronga e Isabel Coixet. En las horas muertas escribíamos en servilletas jugando a ser Rimbaud; y siempre recordaré como Isabel censuraba mi exaltación rodorediana. A ratos, hablaba como un niña, entre la risa y el sollozo, aunque en verdad ya ejercía de interprete de sí misma y canalizaba la incomodidad que sienten los tímidos poniendo voz de falsete, mientras amasaba una determinación que la hizo mayor desde joven. Fue rodando anuncios de compresas, detergentes, coches, ropa, revistas –qué tiempos aquellos, donde la prensa aún se gastaba el dinero en espots de TV– y, bien lejos de ahorrar, lo invertía todo en sus películas. Consumista de nicho, que no de lujo, se afirmó en el color negro y en los japoneses, Comme des Garçons o Yamamoto, en los perfumes de Dyptique de flores blancas, o en los libros de viejo de su librería preferida, Shakespeare &Co. Cuando fue madre, también vistió a la niña Zoe de negro bebé, plantando caro a la cursilería. A día de hoy, detesta la palabra “empoderamiento”.
Se hizo amiga de monstruos como John Berger o Philip Roth; se convirtieron en sus socios creativos. Y se fue haciendo grande, rebosando una naturalidad le impide quedar bien en las fotos. Coixet no está pendiente de la cámara, excepto cuando la dirige ella. Muy aplaudida y también criticada por los que tildaban de “intensa”, ha rodado por todo el mundo con actores y actrices de culto –y tarifas indies–. El cine se convirtió en su patria, allí donde fuera. Que su film más arduo y ambicioso, “Nadie quiere la noche”, fuera recibido y despedido sin contemplaciones le dolió tanto como el frío del Polo Norte, porque ella no esconde las marcas de la frustración; exigente y sufridora nata. Su perfil se ha afilado con el procés. No podía haber escogido mejor momento para filmar “La librería”: el amor por los libros no conoce fronteras: es un territorio libre de ideas, pensamientos, de circunstancias ilimitadas. Compromiso y belleza. Humor y comida. Terquedad y champán. Coixet ya no es la joven directora original y esteta que surca olas, sino una veterana que ha convertido su propia personalidad en un mar de cine.
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De joven lo disfrazaron de Superman en el Un, dos, tres. Pero entonces Bardem era Javier, el último de la saga en llegar. Bigas Luna vio en él a un Marlon Brando hispánico, y le brindó, con “Jamón, Jamón”, un tranvía llamado éxito. Bien hubiese podido ser el mayor macho man de nuestro cine, pero declinó al minuto. Pudoroso y sencillo, aunque también adicto a los retos, se embebió de Stanislavsky hasta que le salió una ronquera de tronío, propia de los que hablan con todos los órganos y no solo con las cuerdas vocales. Aquel memorable papel de psicópata con flequillo le dio, de la mano de los hermanos Coen, fama mundial y una envolvente credibilidad, además de un Oscar. Y eso que él ha sido siempre muy de Madrid, del estudio de Corazza, de cañas y tapas, de la progresía del No a la guerra, la causa saharaui o las mareas públicas. El moreno grandullón con aire de boxeador –aunque en realidad fuese de jugador de rugby, pilier en el Liceo Francés– nunca ha dimitido de su casta aunque sobrevuele Hollywood un día sí y otro también. Recuerdo a un atildado vendedor de publicidad que me dio un único un nombre censurable para ocupar la portada de una nueva revista, el suyo. ¡Cómo se llega a conocer a la gente por sus fobias! Ahí estaba el saldo de su progresía, desde el No a la guerra, la causa saharaui o las mareas públicas.
El gran Bigas fue el primero en darse cuenta de la chispa entre él y Penélope Cruz, pero eran demasiado jóvenes, con las piezas del Lego emocional aún por encajar. Una vez tuvieron alzados sus castillos de colores, prodgiosamente, los enlazaron. Los paparazzi madrileños sintieron deseos de lanzarse al Manzanares de tanta felicidad. Quienes los conocen saben que, lejos de divismos y esnobadas, Javier y Penélope son gente de mantel a cuadros, tarde fútbol y noche de peli. Al principio no querían hablar el uno del otro en público, cautos y a la vez temerosos de perder su privacidad. Tras once años y dos hijos, hoy se muestran confianzudos, incluso domésticos, y lejos de esconder su amor se declaran amor y admiración. Quienes ya lo han visto, aseguran que su interpretación de Pablo Escobar es una auténtica filigrana. Entrar y salir del narco, le ha puesto fondón, con más sonrisa y más espalda. Suele ocurrir con algunos animales cinematográficos, los que consiguen habitar la piel del personaje no en forma de disfraz, sino como una proyección de ellos mismos. Y que además, se proponen salvar la Antártida.