Libros contra el hielo
La ciudad bulle tan rabiosamente en octubre que apenas deja adivinar sus plumas de colores. ¡Ocurren tantas cosas en el Madrid de los teatros, los festivales y los cafés! Pero acabaron los días en que cabalgábamos la urbe a lo largo y ancho. El tiempo tenía otra medida, soliviantado por el ansia juvenil de atravesar las diferentes capas que envuelven la ciudad igual que una cebolla. Ahora apenas absorbo una milésima porción de su energía; se acabaron las fantasías de ubicuidad, el no querer perderse estrenos y recitales, incluso alguna fiesta de postín en ese paisaje hiperrealista del Madrid que ha crecido desordenado y espumoso, como si hubiera sido agitado en una coctelera.
Esta siempre ha sido una ciudad muy libresca, y no solo en las páginas de Pérez Galdós, Valle-Inclán, Baroja o Cela. Ahí está su calle de los Libreros, que nace en la mismísima Gran Vía, donde resiste la librería más antigua de la ciudad: la de Nicolás Moya, abierta en 1862 y que ya proveía a Ramón y Cajal. El encanto de la Cuesta de Moyano, a espaldas del jardín botánico, permanece intacto gracias a esas casetas tan parisinas que te hacen soñar con el Sena. Desde hace una década, cada dos por tres se anuncia el cierre de una librería histórica –o un cine, o un café– y, sin abrumar, han ido desapareciendo Rumor, Altaïr o Paradox. Eso sí, nacen nuevas fórmulas, como las librerías café, que, al amparo de la wi-fi gratis y el piscolabis, acercan la lectura a la barra.
Antonio Méndez y su librería, fundada en 1977, se cuentan entre los supervivientes de la crisis. Es fácil cruzarse allí, ojeando ejemplares, a Javier Marías (Méndez es el librero real en el Reino de Redonda, la novelesca isla antillana de la que Marías es monarca). También es cliente asiduo el más Alatriste que nunca Arturo Pérez-Reverte, que ha protagonizado estos días un duelo de capa y espada con Francisco Rico. Y lo primero que pienso, no importa que sea varón, es ese decir de Sabina: “Ay, esa falda tan corta y esa lengua tan larga” (mira que emplear ese registro pseudoporno para definir a alguna académica como “tonta de la pepitilla”).
Méndez es un librero que después de ocho años de crisis ha visto cómo muchos regresaban del e-book al papel, mucho más cómodo para el lector de fondo de armario. “El que hayan desaparecido un montón de librerías en Madrid, algunas de ellas verdaderamente míticas, es un síntoma de cómo está la ciudad. No solo su cultura, también la educación de una ciudad se mide por la cantidad de librerías que tiene y aquí cada vez quedamos menos”, dice.
La librería Antonio Machado, en el Madrid afrancesado de las Salesas y la plaza Villa de París, fue una de mis primeras guaridas. Sus libreros, eruditos y poetas, siempre me conducían al hallazgo. La Machado, custodiada entre fruterías y pescaderías, sacia parte de nuestra gula por las palabras. Representa la élite librera, igual que la Rafael Alberti, en el oeste de la ciudad, donde esta semana Marta Sanz ha presentado su sabroso libro Éramos mujeres jóvenes. Una educación sentimental de la transición. ¡Cuánto me reconozco en sus páginas cuando habla de los chicos wranglers y la pasión por los feos imaginativos!; “la metrosexualidad, la pilofobia y sus variantes, a nosotras ya nos pillaron mayores. Los tíos con las cejas más arregladas que Audrey Hepburn. Y Cristiano Ronaldo, que a mí y a todas mis compañeras nos da un poco de grima”, escribe.
De Poemad, en el que Pere Gimferrer recitará sus nuevos versos, hasta la poesía en escena del Fernán Gómez –con Cervantes en el Parnaso–, pasando por el desayuno en petit comité con la mítica Edna O’Brien, Madrid ameniza el otoño con letras en vena. En la residencia del embajador de Irlanda, un pequeño grupo de invitados desayuna con O’Brien y cubertería de plata. La autora presenta su primera novela en casi una década, Las sillitas rojas (Errata Naturae). En el salón con chimenea de mármol blanco y tapizados de seda dorada, un poema de Yeats convertido en canción popular destaca entre cuadros con firma. O’Brien lo tiene claro: “La literatura nos hace intelectual, espiritual, moral y sentimentalmente mejores”. Los libros van fundiendo la marca de los años del hielo en este otoño amarillo.