Joana Bonet
El caso del pequeño Nicolás no sólo es un síntoma de hasta dónde pueden llegar los delirios de grandeza -agudamente parodiados en memes que le sitúan, rifle en ristre, cazando elefantes con Juan Carlos I, en la multitudinaria selfie de los Oscar e incluso de figura en el pesebre-, sino que pone en ridículo a todos los que fueron epatados por la chistera de un hampón imberbe. Sí, todos los listos y poderosos que le dieron de cenar en sus salones, riéndole las gracias y dejándose querer como hacen los mitos solitarios cuando encomiendan su vanidad a ridículos aduladores.
Observas la colección de fotos del muchacho, junto a Aznar, Aguirre o el presidente Rajoy, con su traje casi de marinero y un peinado bien propio de las juventudes populares o, ni más ni menos, en la coronación del rey Felipe VI, detrás de una radiante Caritina Goyanes, y saltan todas las alarmas. Qué buen país para farsantes es el nuestro, donde a menudo se confunde la megalomanía con el don de gentes, pero, sobre todo, que fácil resulta en él franquear todos los cordones de seguridad con la boca llena de ilustres apellidos.
A pesar su origen de clase media y su pinta de niño pijo, puede que Francisco Nicolás Gómez soñara con aquel Alexandre Stavisky -quien también tenía un amable sobrenombre: el bello Sacha-, el seductor que desvalijó la Francia art déco y fue magistralmente inmortalizado por Alain Resnais y Jorge Semprún, al guión. Perforaron el patrón de los estafadores simpáticos que beben champán de maravilla, tienen gran soltura levantando teléfonos y eligen delicadamente las palabras que su interlocutor quiere escuchar. Stavisky estaba muy bien relacionado con la clase política, hasta que puso en jaque la temblorosa Tercera República Francesa demostrando que, cuando el contexto es convulso, el fraude va en la bandeja. Crisis con regímenes inestables y cuestionados, la corrupción rugiendo igual que la marabunta, ese ha sido el mejor escenario posible para el joven Gómez.
Algunos han sugerido ya que el farsante y presunto estafador imparta cursos para enseñar a venderse a los parados, asumiendo que para escalar la pirámide social no cuentan hoy ni la capacidad, ni la honestidad, sino el humo que acompaña a los trucos que uno saca de la chistera: ya se sabe, una agenda repleta de contactos y un álbum digital de fotos con mayúsculos tenores.
La picaresca ha anidado en nuestra cultura, pero del rufián de Tormes hemos derivado en un embaucador untado de promesas incumplidas. El negocio de las relaciones públicas, con sus amables maneras y sus cada vez más espinosos peajes, estalló en los años ochenta. Fue cuando todo el mundo quiso sentirse vip, aunque fuera por un día; y se convino pagar para aupar un nombre, o defenestrarlo. Los hay que son excelentes profesionales, otros, en cambio, cuando se encienden las luces escapan como ratas.
(La Vanguardia)