Joana Bonet
Que Conchita Wurst (que en alemán significa salchicha o indiferencia) haya ganado el concurso televisivo decano en el mundo es todo un síntoma de cómo lo extraordinario acaba adueñándose de la realidad. Un hombre con cuerpo de mujer barbuda consigue levantar el trofeo de Eurovisión ante millones de espectadores que viven en un continente polvoriento a pesar de sus inmaculadas autopistas y sus surtidos de panes. Y que eso ocurra a las puertas de unas elecciones europeas, con una guerra civil latente en Ucrania (que, junto al enemigo ruso y Bielorrusia, ejerce una violenta intolerancia contra los homosexuales) redondea aún más el mensaje. Los austriacos, con serios problemas de ultras en su tejido social y una formulación de la belleza fijada por los frescos de Gustav Klimt, eligieron a Conchita su representante para la gala. Y no sólo por su voz, sobre todo por el mensaje. “Haz lo que quieras y sé quien quieras”, reza el lema de la artista, un personaje creado por el modelo homosexual Tom Neuwirth, que inventó a Conchita como respuesta a la discriminación homófoba que sufrió de chico. Con su triunfo, ha conseguido lo inaudito: resumir años de investigaciones y teorías acerca de las identidades nómadas. Una glamurosa estética contestataria al servicio del llamado tercer sexo.
La mujer barbuda fue una de las atracciones de feria más humillantes de la tradición circense de los Barnum, Ringling Brothers y compañía para aquellas que además de ser pobres padecían hirsutismo. Hoy, el talle esbelto de Conchita, sus ademanes elegantes y su barba negra y recortada se hallan a años luz del escarnio, como el que provocaba la mujer que pintó José de Ribera: Magdalena Ventura de los Abruzos, que se dejaba crecer la barba desde hacía 15 años, y en el cuadro aparece con un bebé rollizo rozando su turgente pecho.
Hoy, la rúbrica hipermoderna, la que exalta la moda andrógina en busca de lo diferente, la ha hallado -¡y de qué manera!- en el festival musical que empieza a derivar en una versión performativo-melódica del Cirque du Soleil. Eurovisión lo ha ganado un personaje ficticio. Así lo votaron los jurados, cuyas parrillas televisivas responden a un gran barullo populista y gritón empastado de realities en el que el vínculo entre sus personajes y la audiencia sustituye al santoral de antaño. Tampoco lo ha ganado únicamente la tolerancia. La apuesta disruptiva del festival planta cara a la decadencia del formato, y lejos de desaparecer -como la OTI- o conformarse con ser reliquia entre petarda y friqui, premia a una drag queen barbuda que canta con épica de superproducción americana. Ha ganado el espectáculo. Y la barba.
(La Vanguardia)