Joana Bonet
Hace unos días, en el avión, cuando me disponía a mirar por la ventanilla para observar cómo se empequeñece el paisaje a medida que ves pasar las nubes, se sentó a mi lado un veterano periodista cargado con un kilo de papel de periódico. A punto estaba de entrar en ese duermevela que procura el rodaje sobre la pista y disfrutar de la plácida desconexión tecnológica, libre ya de las ingratas alarmas, vibraciones y tonos -algunos tan zafios que desacreditan a su portador-, cuando un estruendo seco me alertó. O bien aquel hombre se había duchado con cafeína, o su nervio y vigor le hacían pasar las páginas del periódico como si quisiera abofetearlas. Calma, me dije, pensemos que se trata del rotativo que más rabia le produce y no puede detenerse tan siquiera un minuto en una noticia. Pero, a medida que alcanzábamos velocidad de crucero, el fogueado articulista se afanaba en sus sacudidas, una cabecera tras otra, con inusitada furia. Como ya no tenemos edad para aguantar los asaltos sensoriales ajenos ni de otro tipo -siempre que se pueda- decidí levantarme y buscar otro asiento para poder pensar. Porque “el ruido es la más impertinente de todas las formas de interrupción -aseguraba Schopenhauer-, no es sólo una interrupción, sino también una interrupción del pensamiento”.
De entre las numerosas formas de invasión de los sentidos, el ruido es la más difícil de sortear: si algo no nos gusta, desviamos la vista; si no sabe bien, lo escupimos; lo mismo que ocurre con el tacto, y maquillamos con gran facilidad los malos olores gracias a la aromaterapia y los desodorantes. Pero aquellos que insisten en hablar más alto que nadie, quienes sólo pueden ver la tele a un volumen atronador, o los que gorgotean en un spa, e incluso cuando te dan un masaje, no conciben el desorden que el estrépito puede provocar en nuestra conciencia.
Leo en New Republic que este último año las llamadas al 311 de la ciudad de Nueva York denunciando contaminación acústica han aumentado un 16%. El bullicio es la queja número uno en los restaurantes donde estridentes chácharas se meten en el plato. El murmullo global aumenta sus decibelios. Por ello el silencio vende. Es el último lujo. En EE.UU. proliferan las zonas mudas en las líneas de ferrocarril, y el 53% de viajeros asegura que pagaría gustosamente un plus por sentarse en un compartimento sin griteríos ni móviles cacareantes. En los almacenes londinenses Selfridge’s, se ha creado la sala de silencio, concebida por el estudio de arquitectura de Alex Cochrane como un espacio para dejar la mente en blanco y limpiarla del bombardeo de mensajes que el mismo centro comercial alienta. Coches silenciosos, lavavajillas y centrifugadoras, viviendas insonorizadas… El silencio vende. Pero deberíamos preguntarnos qué ha ocurrido para que se haya convertido en un artículo de lujo.
(La Vanguardia)
Imagen: Ángela de la Agua