Joana Bonet
Hay personajes con mayúscula que consiguen no salir nunca en la foto. La vanidad se halla en la escala más baja de su credo. Puede que se deba a que se les ha atribuido un valor simbólico que equivale al verdadero poder: el dinero. La aversión a los ricos forma parte del histórico latido del pueblo; la brecha entre el mendrugo y la langosta, el vagón de metro y el avión privado. Y en tiempos de crisis, las grandes fortunas se prodigan mientras los pobres boquean.
Aún y así la relación de España con sus millonarios es bien diferente a la de otras latitudes, de los Rockefeller, Buffett, Zuckerberg a los Arnault, Pinaud o Abramovich. De los ricos se construyen leyendas o prejuicios. Aunque lo más interesante, en un país donde la envidia constituye el gen más común y destructivo, es una generalizada percepción condenatoria. Muchos se la han ganado a pulso, con sus obscenidades estéticas y su ambiciosa falta de ética. Lo contrario a la ejemplaridad, con frecuencia bajo una aura roñosa que airean como virtud. Pero otros hacen lo que se espera de ellos. Sin aspavientos ni demostraciones, como los proyectos emprendidos por Rosalía Mera y su Fundación Paidea o a otra escala los Arango y Pequeño Deseo. Hoy, la mayor mecenas privada española se llama Esther Koplowitz, y a tan buen resguardo ha conseguido mantenerse que en verdad resulta una auténtica desconocida. Ojeo el libro de su fundación (de las que más han donado en Europa para investigación biomédica). No hallo ni una frase suya. Tan sólo una imagen de sus padres, él judío emigrado, ella aristocrática heredera; elegantes, sonrientes, lejos de poder imaginar que su foto un día abriría el libro que recoge la obra de su hija. Morena -el adjetivo que más la ha identificado-, carismática, observadora, solidaria, con voz ronca. Quienes la conocen dibujan el retrato de un personaje audaz, profundo y familiar; genio y figura, capaz de revertir lo imposible. Poderosa, aunque nunca haya despertado tanta curiosidad (ni bibliografía) como Amancio Ortega o Bill Gates -reciente socio suyo-, acaso algunos comentarios chocarreros en el couché, apegados anacrónicamente al imaginario colectivo de los ochenta.
Hoy el panorama es bien distinto. Con el tiempo ha conseguido trascender a sus matrimonios, conspiraciones, e incluso a los ladrones de sus Goya. En sus dominios, los brókers que alimentan su patrimonio conviven con investigadores, bioinformáticos, cirujanos, discapacitados, ancianos desprotegidos, mujeres maltratadas o estudiantes sin recursos. Engrasan otro tipo de maquinaria, alimentando el pulmón social desde el capital privado para conjugar el futuro con una llama.
(La Vanguardia)