Joana Bonet
Acostumbro a meter un libro en mi bolso cada semana. Sé que las hay más originales, como mi colega Empar Moliner, que muy previsoramente lleva un sacacorchos en su it bag porque una buena catadora siempre debe estar preparada. Para quienes tenemos un alma proclive a la adicción del tecnoestrés, un poco de papel aporta una brizna del clásico sosiego. Vaya por delante que no comulgo con el pensamiento mágico, pero siempre he mantenido una complicidad física con los libros. La semana en que murió Wislawa Szymborska, llevaba en mi bolso su poemario Aquí, tan breve, quirúrgico, intenso. Y cuando transportaba la María Antonieta de Stefan Zweig, se hizo pública su carta de suicidio: dimitía de la vida desencantado ante una Europa agonizante y extraviada.
El caso es que cuando abro un libro al azar, buscando algo sin saber qué, lo encuentro. Además de suerte, es necesaria cierta predisposición para dejarse sorprender porque cualquier libro puede llegar a funcionar como un I Ching. Como ahora, que buscando unas migas de pasado sobre la crisis del periodismo me encuentro con un texto de Karl Kraus, escrito hace más de cien años: “La Antorcha dejará de publicarse según todas las previsiones humanas. Aún así, fecho el ocaso del mundo en la instauración de la navegación aérea”. La carta no tiene desperdicio: “La cultura se queda sin aliento y al final yace una humanidad muerta junto a sus obras cuya invención le ha costado todo el ingenio que ahora le falta para aprovecharlas”. Kraus domina con inteligencia, sarcasmo y brillantez su profunda decepción. Y llega a referirse a la tragedia de la humanidad caída “que sirve menos para la vida en civilización que una solterona para un burdel”. Durante casi 37 años, el autor austriaco publicó la revista Die Fackel, tan incómoda como independiente, en que denunciaba la luctuosa degradación de una prensa incapaz de ejercer la autocrítica; también un progreso que enmascaraba los verdaderos objetivos. ¿Les suena? ¿Es la economía o el periodismo lo que representa hoy a una solterona en un burdel?
El cierre de los periódicos ADN y Público, la pérdida de casi 5.000 puestos de trabajo en cuatro años, la precariedad rayana en esclavitud de los becarios cronificados o la pleitesía de la información a la diosa publicidad, la que en definitiva paga el papel ?porque en internet aún no cotiza lo suficiente?, marcan las horas bajas de esta profesión. Claro que no hay que dejarse barrer por la melancolía, ni por los velatorios chovinistas, sino vislumbrar las oportunidades que brinda el futuro: el mismo que invita a cualquiera, periodista o no, a informar gratis. Ese es el drama. Avanzamos en la identidad digital de la prensa sin saber hacia dónde vamos, ni los réditos que podremos recuperar para que este oficio sea digno y rentable. Los periodistas no gozamos de demasiado prestigio social, pero en esta crisis ?dicen que estructural y coyuntural, palabras tan de molde, tan frías?, hay que recordar que once países no reconocen la libertad de expresión y prensa (por fin ayer, el presidente Correa indultó a cuatro periodistas de El Universo sentenciados por injuriarle). O que 66 informadores ?16% más que en el 2010? murieron el año pasado cubriendo conflictos. Y hace una semana, una periodista con cara de periodista y un parche en el ojo izquierdo, Marie Colvin, moría destrozada por la metralla en Siria. Minutos antes acababa de ver cómo mataban a un bebé, e indignada quería contar qué estaba pasando. Dicen que siempre era la primera en llegar y la última en irse. Eso es la vocación, la de informar a pie de obra, sin importar el roce del miedo. Basta un aliento para seguir mirando, oliendo, escuchando y contando la realidad. Y eso, hoy en día, no es oficio para aficionados.