La primera vez que vi personalmente a Jorge Edwards, paseaba con elegancia por un bar de Segovia con un whisky en la mano. Pasaba la medianoche e iban quedando solo algunos editores y escritores jóvenes, de los que no abandonan el bar hasta que los echen. Pero Edwards, que podía ser el padre de cualquiera de nosotros e incluso el abuelo de alguno, parecía fresco como una lechuga, contaba anécdotas, juzgaba la calidad de las copas, se divertía. A las tres de la mañana, cuando yo no podía más, abandoné el bar. Edwards aún seguía ahí.
A la mañana siguiente, cuando bajé a remojar en café mi resaca, Edwards ya estaba en el comedor del hotel, tan hablador y simpático como la noche anterior. Por un momento pensé que seguía tomando el mismo whisky, pero estaba desayunando. Recordé entonces que la única palabra que aparece en su libro Persona non grata más veces que el nombre de Fidel Castro es “whisky”. Edwards no solo sabe de política. Sabe beber, que es algo mucho más importante para la vida práctica.
Hoy en día, Edwards se pasea por la política como por el bar. Habla de Cuba con el mismo desparpajo sonriente de viejo zorro que está ya de vuelta de todo. Pero no siempre fue así. De hecho, admite haber sido “un pésimo diplomático”.
-Es que solía decir demasiado lo que pensaba. Y tenía amigos que eran poetas ajenos al régimen, y que despertaban las suspicacias de la revolución. Al final opté por mis amigos. Y creo que hice bien.
Persona non grata es un retrato de la Cuba del 71, cuando la revolución empezaba a montar un Estado policial para contrarrestar el descontento producido por el bajo rendimiento de la economía. Para muchos de sus detractores, Edwards es un paranoico que veía micrófonos por todas partes:
-Cabrera Infante me dijo entonces que no hay delirio de persecución ahí donde la persecución es un delirio. Mucha gente en esos días encontró en la delación –cierta o falsa- la mejor demostración de su lealtad revolucionaria. Y ya delataban tonterías. A veces, ni siquiera los policías les hacían caso.
En el libro, Fidel es retratado como una especie de titánico iluso, un hombre de prodigiosa memoria y una personalidad tan impetuosa como sus fantasías respecto a las posibilidades de la isla.
-Tenía una granja de experimentación en que pretendía producir quesos camembert. Y había miles de proyectos así. Había logrado a fuerza de su voluntad cambiar las leyes políticas de Cuba, y creía poder hacer lo mismo con las leyes de la naturaleza.
-¿Hace mucho que no viaja usted a Cuba? ¿Iría ahora?
-No. Pero no le temo al ataque, sino al abrazo. Creo que los coroneles del libro me tratarían muy bien y se harían fotos abrazándome. Y entonces, perdería a los amigos que no dejaron de hablarme cuando publiqué el libro.
Muchos escritores latinoamericanos de la generación de Edwards viven encaramados en sus pedestales y hablan con sentencias pontificias. A menudo incluso escriben con ellas, o valoran una prosa inaccesible como señal de buena literatura. Edwards no. Tanto en su habla como en sus libros, puede ser profundo y agudo sin dejar de usar un lenguaje transparente y fluido. O quizá más bien por eso. De hecho, es capaz de responder con dos palabras que muchos escritores nunca se atreven a decir:
-¿Y qué cree que pase en Cuba después de Castro?
-No sé.