
'Diario alfabético' de Sheila Heti. Lumen, 2025
Marta Rebón
En El doctor Zhivago, Borís Pasternak advirtió en la Historia un movimiento semejante al crecimiento de los bosques: una transformación lenta e invisible, que sin embargo se consuma en cada estación. Sheila Heti (Toronto, 1946) descubrió una lógica semejante en la historia personal al revisar sus diarios: en Diario alfabético muestra que el «yo» cambia poco, y más despacio, de lo que imaginamos.
A comienzos de la década de 2010, mientras escribía ¿Cómo debería ser una persona? (Alpha Decay, 2012), y después de Maternidad (Lumen, 2019), decidió regresar a una década entera de sus diarios -más de quinientas mil palabras-. Luego volcó las frases en una hoja de Excel y las ordenó alfabéticamente, desmontando de este modo la cronología, como si quisiera observar el pensamiento en su forma más pura, sin relato ni progresión.
Así, despojó a lo escrito de su eje vertebrador, el tiempo, y le dio otro orden convencional: el alfabeto. De la A (que comienza con «Abrir un libro que es un juego») a la Z («Zadie Smith trajo a su marido y fue la persona con la que más me gustó hablar aquella noche; él me dijo que creía que una mascota era una buena válvula de escape para los pensamientos y los sentimientos que no se pueden compartir con la pareja»), sin pasar por la K, la W ni la X en la traducción al español, mientras que en el original sólo queda en blanco esta última letra.
El resultado es el retrato de un yo que se repite, se corrige y gira sobre sí mismo entre temas recurrentes, obsesiones perennes, dudas y certezas fugaces. En esta reorganización del material, que convierte la vida en una (aparente) fraseología y la memoria en archivo caprichoso, Heti hace emerger algo profundamente orgánico. La conciencia, como el bosque de Pasternak, no avanza a pasos agigantados: germina despacio. Lo que parece un cambio es apenas un rebrote; lo que parece evolución, una acumulación de ramas que se superponen sin borrar las anteriores. Diario alfabético es un intento de medir ese movimiento invisible, de escuchar el rumor vegetal del pensamiento cuando nadie lo está mirando.
Dada la premisa -pasar de un orden cronológico a uno alfabético-, podría pensarse que estamos ante un juego combinatorio del que sólo cabe esperar significados imprevistos y cierta resistencia al sentido. A lo banal y a lo epifánico solo los separa un punto: «La ficción es una parte pequeña, muy pequeña, de lo que me preocupa. La ficción y la no ficción juntas, porque la imaginación es más asombrosa que cualquier cosa en la vida, y la vida es más asombrosa que cualquier cosa que puedas inventar. La fiesta estaba a punto de terminar, alrededor de las dos de la mañana».
La repetición del inicio de una frase conforma bloques sugerentemente caóticos: «La gente que antes me gustaba ahora parece amenazadora; no tengo ningún amortiguador, ningún hombre, nadie que me proteja. La gente que miraba los informes meteorológicos sabía que se avecinaba una tormenta. La gente quiere que se la lleven. La gente se comió todos los sándwiches de mozzarella. La gente siempre necesitará cortes de pelo, pero los editores no siempre pagarán dinero por las novelas».
Algunos elementos y personajes aparecen y desaparecen sin orden ni concierto, o se adueñan de toda una página. El resultado podría parecerse al flujo de publicaciones que vemos al recorrer un muro digital, en la que esa hoja de Excel dictaría la serendipia, el lanzamiento de dados inicial. Pero después vino un trabajo de intervención profundo.
Durante un tiempo, Heti barajó distintas formas antes de darle un formato final: desde el hilo de tuits hasta la serie de extractos en n+1, o una versión seriada para el New York Times. No fue hasta los dos últimos años de edición -de selección, organización, corte, manipulación y búsqueda de un cierre para cada entrada- cuando la autora quiso «que funcionara como una novela». He ahí el porqué, sin que sepamos muy bien cómo, nos hallamos ante un texto que posee un atractivo singular: abierto, hipnótico, íntimo.