Francisco Ferrer Lerín
Sí, ella miraba a menudo al suelo, quizá un excesivo número de veces, una maniobra que empezó a resultar sospechosa, por lo que yo también actué de esa manera: eché una ojeada a las patas de la mesa y a su entorno de pavés grisáceo… y allí estaba.
En la vida algunas cosas incómodas ocurren por ser bien educado; me enseñaron que al hablar con una señora no hay que desviar la mirada hacia otros puntos que no sean su rostro o, como mucho, las porciones castas de su figura. Estaba sentado con Petrina en la terraza de una distinguida cafetería italiana y no me había parecido apropiado desviar la mirada mientras ella hablaba, aunque ella sí lo hiciera, en esa dirección que antes he señalado.
El perro Punco estaba pues ahí, bajo la mesa, inmóvil, silencioso, educado, tanto o quizá aún más que yo, servil, agradecido a su dueña que lo había rescatado de la calle, de lo más terrible del lumpen de la ciudad de Toronto. Le comenté a ella, ruboroso, pero incapaz de permanecer más tiempo callado, que no había reparado en el perro, que quizá por el encanto de sus palabras no me percaté de otra presencia que no fuera la suya. Petrina fue lacónica: “es transparente”, dijo, respiró muy hondo, y remató la frase, “no soporto los seres omnipresentes”. Me despedí, me levanté, y me fui caminando rápido por la calle Alférez Pérez. Pensé, entonces, que había hecho bien, que es importante saber en qué momento uno está de más.