Juan Lagardera
En uno de los más clásicos volúmenes de la mítica colección Nueva Clío (la musa de la historia en el olimpo helénico), titulado Las invasiones, su autor Lucien Musset nos explicaba con claridad que la estabilidad demográfica que en aquel momento –el año de su edición, 1967–, se daba como inconmovible en toda la Europa occidental, no había sido tal durante muchos siglos. A menudo, señalaba, se ha considerado la etapa de las llamadas invasiones de los pueblos bárbaros como un «intervalo perturbador» entre dos grandes eras de estabilidad, la del Imperio romano y la nuestra, la del periodo moderno.
Musset concluye que deberíamos considerar este tema justo a la inversa: el orden y la paz romanas serían una excepción, una época intermedia entre los grandes «torbellinos» de la historia provocados por los movimientos demográficos, «invasiones» recurrentes. No solo eso, Musset advierte, mucho antes de la caída del Muro de Berlín y el subsiguiente colapso de la URSS, que la llamada Europa oriental o del este, no había alcanzado ni de lejos el equilibrio entre sus diversas poblaciones. Medio siglo más tarde solo podemos constatar que tenía razón visto lo ocurrido en los Balcanes y en Ucrania.
Antes de la superpoblación mundial, tras superarse en la década actual los 8.000 millones de habitantes en el planeta, de los que solo 700 y pico somos europeos –más o menos la mitad de la población de África–, los movimientos demográficos han sido una constante. Se trata de una tendencia natural de los grupos humanos en busca de una mejora en su bienestar, característica que coexiste con una capacidad de adaptación única entre todas las demás especies mamíferas a lo largo y ancho de la Tierra, desde los esquimales en las zonas heladas a los tuaregs del desierto o los bosquimanos del Kalahari, últimos cazadores-recolectores supervivientes de los ancestrales homínidos de los que se supone que descendemos.
Así que ya sea a través de migraciones o invasiones, la historia humana desde la Edad del Bronce se escribe por los movimientos demográficos, como los que llevaron a cabo los llamados Pueblos del Mar que los investigadores todavía no se ponen de acuerdo en descifrar, o las míticas trashumancias de las tribus hebreas en el Oriente Medio… de las primigenias oleadas indoeuropeas y celtas a «las invasiones» de los bárbaros, aquellos que no eran griegos ni latinos… Árabes y chinos terminaron ocupando desde la Edad Media amplios espacios en sucesivas expansiones y contracciones territoriales. Y no digamos de ese fenómeno de aculturación sin precedentes que fue la llegada y posterior colonización de los europeos en la América precolombina, cuyas categorías históricas desean revisar –y refutar– casi a la totalidad las actuales élites políticas criollas.
Lo más paradójico de América es que apenas vivió transferencias de población durante el largo periodo colonial, pero fue a partir de la emancipación de las naciones que se fueron creando a lo largo del siglo XIX cuando empezó a recibir oleadas de emigrantes en busca de porvenir. Se calcula del orden de 55 millones los europeos que cruzaron el Atlántico persiguiendo fortuna desde el 1800 al periodo de la II Guerra Mundial: más de 15 millones de ingleses e irlandeses con destino principal hacia Canadá y los Estados Unidos, unos 10 millones de italianos y unos 5 de españoles, los «gallegos» rebautizados en países como Cuba o Argentina.
Las migraciones contemporáneas son de cariz mucho más reciente. Si obviamos las españolas hacia Alemania y Francia en los años 60, una buena parte de cuyos protagonistas regresaron con sus ahorros –por más que del orden de 4 millones de franceses actuales son de origen español–, los fenómenos que mayor problemática cultural han ido causando se iniciaron con la llegada de un fuerte componente turco a Alemania –su antiguo aliado en la guerra–, país que ha acogido del orden de 3 millones de personas turcas, de los que medio millón cuentan, a todos los efectos, con la nacionalidad alemana. En Francia ha sido la descolonización la que ha llevado hasta suelo francés a más de 10 millones de personas procedentes de África, más del 15 % de su población total, con fuertes concentraciones en los departamentos del sur o en las llamadas banlieues –periferias– de las grandes ciudades.
El fenómeno de las pateras hacia España e Italia –no se pierdan el durísimo largometraje de 2023, Yo capitán, de Matteo Garrone–, es del otro día como quien dice. Treinta años se cumplieron hace pocos meses del primer avistamiento en las Canarias. Desde entonces, sin embargo, migrantes marroquís y de la región subsahariana del Sahel han ido llegando a nuestro país, ocupando un mercado de trabajo precario que se ha concentrado en la agricultura y la construcción. En realidad, al sur de España se encuentra la frontera continental y marítima más estrecha del planeta, apenas 14 kilómetros, pero una de las más profundas culturalmente hablando. Nos separan la religión y el idioma, las formas de vida y, en especial, la emancipación de la mujer. Pero al sur de Gibraltar existen en la más cercana zona del Magreb 100 millones de personas, y en el Sahel, la región africana más pobre, la que alimenta las inestables pateras, la población se acerca a los 400 millones. Su paisaje doméstico está marcado por la presencia masiva de antenas parabólicas con las que observan las aparentes opulencias europeas.
Todo eso ocurre a diario en nuestro mundo y apenas existe una reflexión seria sobre tan trascendental contingencia de la época actual. Muchos intelectuales se conforman autorredimiéndose con buenas palabras y apelando a la falta de medios, políticas y educación. Muchos políticos lo obvian o echan balones fuera. Hay quien promete soluciones salvíficas y quien las toma a lo bruto, como el presidente Donald Trump o la ultraderecha perdida que ha encontrado un filón en ese malestar social. Y hay quien hace literatura irónica, como Michel Houllebecq, cuya novela Sumisión narra sobre estas cuestiones. La era de las democracias se enfrenta otra vez a un reto descomunal. Conviene tener un flotador a mano.