Francisco Ferrer Lerín
Sabía que Carlos Alcaraz iba a derrotar a Jack Draper en los cuartos de final del Masters 1000 de Roma por un confortable 6-4, 6-4. Lo supe ayer en uno de esos momentos de extrema lucidez, antes frecuentes y en la actualidad sumamente escasos. Cruzaba rápido la Avenida Oroel por el paso de peatones situado frente al convento de Las Benitas cuando, tras un episodio de tormentas, se abrió de improviso el cielo y vi claro el resultado, aunque no estuviera en ese instante pensando ni mucho menos en el tenis, sino en los términos en que era razonable que me dirigiera al público en el inicio del pregón que pronunciaré el 31 de mayo en la Feria del Libro de Zaragoza. Han pasado muchos años desde 1968, cuando Joaquín Marco Revilla, mi editor de La hora oval y mi profesor en la Facultad de Letras de la Universidad de Barcelona, entusiasta seguidor entonces de todos los recovecos de mi biografía, me preguntó, aparentemente muy interesado, sentados uno frente a otro en el jardín de su casa de aquel barrio sencillo de la parte alta de la ciudad, cómo conseguía ganar siempre al póquer, y a mi respuesta de que, a menudo, tenía la visión exacta de los naipes que se iban a servir del mazo, respondió con una carcajada a la vez estentórea y terrorífica. Incomoda, siempre se ha dicho, al hombre corriente, la proximidad del genio.