
Annie Ernaux en Formentor en 2019. Fotografía de Cati Cladera
Basilio Baltasar
Al anochecer sobre las mansas aguas de Formentor, Annie Ernaux concluía su discurso -estamos en el mes de septiembre del 2019- recordando al silencioso público cuanto se había esforzado por explorar el mundo real, pero sobre todo por despojarlo de las visiones y valores “de los que la lengua es portadora en todas las épocas”. Aparecía así la escritora francesa como una forjadora de lenguaje, un herrero que golpea en el yunque del yo la endiablada sustancia de la literatura y el alambicado reverso de las palabras.
Al día siguiente subimos al faro de Formentor y Annie se apoyó en la barandilla que se tiende sobre el elevando promontorio del acantilado. Su melancólica mirada abarcaba la línea del horizonte y los reflejos dorados del sol poniente. Pude ver entonces en su rostro la apacible tristeza de una mujer consternada por las innumerables humillaciones del ser humano.
La destreza artística de Annie Ernaux, motivo por el cual había recibido el Premio Formentor, da forma narrativa a una escritura sobria, concisa y cruel. Su circunloquio literario -apenas un grueso volumen- es inquisitivo hasta la extenuación. Sus libros dan cuenta de una enojada insurrección, de una sensibilidad pasmada y de una insólita determinación. Habla a través de su conciencia la mujer que ha rechazado el papel que se le adjudicó en la comedia de la vida social y que ha vislumbrado por ello el alcance metafísico de su rebelión. No se trata de que no le guste ser la criada del hombre, ni de que le haya soliviantado servir a quien no lo merece. El relato de Annie Ernaux va más allá del hartazgo de las mujeres cansadas, pues testimonia la hondura de una mutación. Sus libros son el gozne literario de una transformación cultural, pero lo verdaderamente notable de su estilo, de su voz, de su escritura, es el empeño puesto por forjar un nuevo episodio de la historia literaria de la lengua francesa.