Pedro Ángel Palou
En ocasiones la infinita necesidad de reciclar autores lleva al mundo editorial a comportarse como ave de carroña: desempolva y desentierra cadáveres literarios que no agregan nada a la obra conocida de los autores en un mero afán comercial. El lector devoto se decepciona y quien no ha fatigado las páginas del autor de marras de cualquier manera no lo lee (sería interesante que alguna revista encuestara sobre las grandes obras compradas y nunca leídas en las bibliotecas de las distintas culturas de nuestra casi ágrafa posmodernidad). No es el caso de esta que hoy nos ocupa; la hermosa edición de En tierra de nadie pone en manos del curioso lector un texto impecable hasta hace poco inédito en inglés del célebre autor británico de El factor humano.
¿Por qué leer un relato escrito hace medio siglo de un escritor reciclado editorialmente? ¿Para qué sirve la literatura, me pregunto hoy con insistencia? Dice Martin Amis –el novelista inglés autor de Campos de Londres– en su reciente memoria, Experiencia que antes cada hombre llevaba una novela adentro –yo acotaría, una saga siempre familiar- pero que hoy, en este mundo locuaz, verborreico, mediático, todo hombre o mujer lleva dentro una memoria, no una ficción. Esa memoria le parece a quienes se las cuenta –o a sus posibles lectores- auténtica, ejemplar, una verídica crisis del corazón. Nada, entonces, puede competir con la experiencia hoy en día, tan incuestionablemente individual, democrática y liberal. La experiencia es lo único que compartimos en igualdad, y todos tenemos una noción de ello. Nos rodean, entonces, casos especiales, vidas contables en una atmósfera de celebridad universal.
Sin embargo no se trata ya de los quince minutos de fama a los que todos tenemos derecho en la vida, según Andy Warhol, sino la fama completa de cada instante de la vida, aunque dicha celebridad sólo exista en nuestras propias mentes. Es la fama karaoke, la fama del talk-show tan de moda.
Como novelista me interesa particularmente la reflexión precedente. Muchas veces me han preguntado si lo que he escrito en un cuento o una novela me ha ocurrido en verdad. Sin embargo para quienes utilizamos la experiencia –o las inconscientes fusiones de las experiencias- para construir ficciones tal reclamo de verdad o de realidad nos parece un tanto injusto. Pero real. El libro más vendido del último tiempo, Las cenizas de Ángela de Frank McCourt, hoy tranformado en película, lo fue porque narraba el testimonio no fictivo de un hombre concreto. Justamente los lectores de hoy buscan esas historias reales, aunque descubran que son fabricados para dar la ilusión de reales –como en los talk shows a los que ya me referí o en los programas sensacionalistas tipo Primer Impacto o incluso con productores antiéticos que pagan dinero a inexistentes rateros para actuar un asalto callejero.
Los lectores actuales, tal parece, no nos podemos identificar con un héroe novelístico porque no hay heroísmo ni épica posibles en nuestros días. Así las cosas nadie lee novelas con inocencia ni se cree esa esencial trampa ficcional. Antes se leían novelas porque nuestro mundo era ancho y ajeno, insuficiente, hoy se leen memorias porque se considera que una vida, toda vida es autosuficiente. ¿No estaremos glorificando la banalidad? La crudeza ha sustituido a las verdades sutiles, incontrovertibles y la experiencia siempre individual, siempre egoísta con verdad o tintes de verdad –como en Boys don’t cry o Amores perros– ha sustituido para siempre a la experiencia colectiva, social. Aquí y así nos tocó vivir.
En ese contexto, sin embargo, es que una edición como esta tiene sentido. Nos devuelve la esperanza en esa patria perdida que es la literatura, nos recuerda el poder de la ficción. En tierra de nadie nos lleva como sólo puede hacerlo un verdadero maestro del revés de la trama –Greene- a un territorio donde nadie le rivaliza: el de la palabra. Poco importa que el relato se haya escrito como tratamiento para una película que además nunca se filmó. Lo único que vale aquí es que estamos ante un gran narrador, uno de los últimos. Decía Robert Louis Stevenson que para poder atrapar al lector el escritor debía tenerle una confianza ciega a su propio narrador. Es el viejo Dichter de la tradición oral: el que habla por el pueblo. Eso lo sabe Greene quien nos toma del pescuezo en la primera línea y nos lleva, sin aliento, casi sin respirar, hasta el punto final.
El prólogo –también tomado de la edición inglesa- de David Lodge nos sirve para situar el manuscrito y la labor de Greene en el cine, al que pertenece el relato. ¿Pero que es lo que tenemos entre las manos? Frìamente: un tratamiento cinematográfico, esto es un índice detallado de lo que la película y el guión posterior pretende mostrar. ¿Se puede filmar lo que Greene escribió? Probablemente no, porque un maestro de la narrativa siempre sobrepasa los límites de lo pretendido: el relato es más sabio que su autor, porque viene de más lejos (pienso en otro ejemplo célebre e igualmente poco conocido, el tratamiento de John Steinbeck para Elia Kazan de Zapata). Y, entonces, ¿cómo leemos En tierra de nadie? Me apresuro: como literatura, simple y llanamente: como un excepcional y sutil relato de espionaje (el único texto de ficción, por cierto, escrito por Greene entre El tercer hombre y El fin de la aventura).
En 1950 Green visitó la montañas Hatz donde estaría ambientada la película y escribió a su agente, listo para empezar el relato. Allí aparentemente todos los primeros de mayo se aparecía un espectro. Greene al principio coqueteó con la idea de que se apareciese Teresa Neumann, la mística alemana estigmatizada, motivo de las peregrinaciones al lugar. Luego, en su lugar, dejó a la Virgen María, quien también se aparece a dos niñas en medio de la ocupación rusa.
¿Por qué Greene escoge este lugar en particular? El ambiente es perfecto para una película de espionaje, es obvio. Pero no vamos por allí. Desde el Fausto de Goethe el lugar ha quedado asociado con lo misterioso y lo sobrenatural, el lugar ideal para que ocurra esa revelación que para un católico es el amor. Estamos leyendo a un novelista inglés y también, por qué no, a san Pablo.
Allí están todos los elementos: espionaje, tensión británico-rusa, catolicismo. Lo único que faltaba era la historia de amor. El novelista estaba esos días corroído por los celos ya que sospechaba que su amante Catherine Walston se veía con un oficial del ejército norteamericano. La mujer del relato que ama al protagonista Richard Brown a primera vista, está inspirada en su propia amante. Redburn –un oficial británico- es quien cuenta la historia y un oficial ruso, Starhov es el antagonista de Brown.
Como en todos los tríángulos amorosos de Green –piénsese en El tercer hombre- aquí el protagonista y su propio oponente ruso cada uno en distintos momentos salvan a la mujer. Este carácter mesiánico del amor es, sin embargo, lo que le da a la historia su sabor. Y aquí llego al punto que deseaba comentar, el valor de este texto rescatado entre los papeles del novelista inglés, su pertinencia. Me atrevo a decir que radica en el manejo singular de la atmósfera. Dice René Girard que el deseo es mimético por excelencia, esto es que siempre se desea lo que es deseado por un tercero. Aquí esta intuición del antropólogo francés es llevada a su paroxismo. Me atrevería a decir que la tensión mayor de la historia no es el thriller sino el relato de amor. ¿A cual de sus salvadores preferirá la mujer? Al primero, que para salvarla la ha capturado o al segundo, quien probablemente la lleve a la muerte.
Toda la literatura de Greene es de una penetración psicológica excepcional. Aquí, En tierra de nadie, vemos la agudeza de las descripciones, la profundidad de la mirada. Si la película no llegó a filmarse tenemos estas páginas luminosas sobre el corazón humano que me recuerdan ese momento de la Justine de Durrell en donde la protagonista dice: “Dime quién inventó el corazón humano y muéstrame dónde lo ahorcaron”.
La protagonista femenina del relato le contesta a Brown a pregunta expresa sobre qué está pensando: “Me preguntaba si terminaremos donde comenzamos”. Toda la fuerza del relato está condensada en esa frase que el lector, cuando lea este libro, recibirá como una puñalada. Toda la tensión narrativa, además, en esa escena.
La literatura, por otro lado, está también presente en cada fragmento del relato gracias a Turgéniev a quien Starhov adora. Gram. Greene acostumbraba leer mientras viajaba. A las montañas hertz se llevó El Rey Lear de las estepas y En las vísperas, las dos obras de Turgéniev que aparecen por todo En tierra de nadie (incluso el nombre del protagonista ruso es compartido). Y de allí que el tema principal de la historia sea la confianza (y la traición a la confianza, por supuesto). En el inicio de la guerra fría hay esta segunda historia política que subyace a todo el texto amoroso. Tiene razón Ricardo Piglia cuando afirma que en todo gran relato hay dos historias: la que se cuenta y la silenciosa. En Kafka la que se cuenta es terrible, la que cala es banal, como en La metamorfosis, en Hemingway la que se cuenta es banal, la que se calla atroz). ¿En Greene, un maestro indiscutible? Las dos historias, finalmente, coinciden: en su literatura siempre estalla una bomba en manos del lector. La que se cuenta es cruel, dura y está ambientada en territorio ocupado por los rusos. Es un relato de espionaje donde el protagonista ha ido allí para recuperar información privilegiada que su propio hermano –un espía acribillado- ha dejado encriptada. La otra historia, la que nos sobrecoge es un relato sobre la fuerza destructiva del amor, otra guerra. Los personajes han sido llevados a situaciones límite, allí donde el alma humana se revela verdaderamente como lo que es.
Greene nos deja una pregunta central, ¿será posible, habrá alguna manera, la que sea –filosóficamente, poéticamente, psicológicamente- resolver los conflictos éticos, las sensibilidades que luchan detrás de ellos? Quizá sólo nos deje, también, la sensación de un irreconciliable –pero irrenunciable- sentido de conflicto entre aquellas personas que se creen moralmente serias y su papel social. Como J.M. Coetzee –con quien Greene guarda muchas similitudes- apunta en su ensayo Emergiendo de la censura: el escritor ocupa una posición que simultáneamente se encuentra fuera de la política, rivaliza con la política y domina la política, lo que le hace correr un riesgo desmedido, producto de ese orgullo: el riesgo que corre el escritor como héroe es el de la megalomanía. Es el terrible invento de Carlyle, creer que el escritor ante su mesa de trabajo es un héroe (aunque sea sólo un héroe que resiste) y en el caso de un contador de historias no sólo eso, alguien que narra. Y Greene lo hace a sangre fría, por eso nos hechiza.
La literatura está siempre relacionada con el territorio de la felicidad, que es la infancia, nos ha dicho Greene en su hermosísimo ensayo La infancia perdida. Pero la tragedia es que ese territorio se nos ha escapado para siempre, sólo podemos volver a él vicariamente. La novela, el cuento, son vehículos privilegiados para llegar a ese conocimiento profundo de un territorio del que nunca quisimos salir.
Dickens decía que Caperucita Roja había sido su primer amor, cuando las experiencias literarias eran experiencias colectivas, sociales, compartidas. Hoy nadie ama a un personaje de cuento, carece de la carne de la realidad, de la blanda consistencia de la nada de la que todos estamos hechos según se empeña en hacernos creer la postmodernidad. Hegel decía que la oración del hombre moderno era la lectura del periódico por las mañanas. Hoy el hombre posmoderno reza chateando. En medio de ese territorio devastado que es la experiencia la literatura tiene un valor supremo: le otorga densidad, la desbanaliza, la universaliza.