Pedro Ángel Palou
Mi generación (la de los escritores nacidos en los sesentas en Iberoamérica) tiene, creo que por vez primera, una relación muy distinta con la Amerika (de Kafka y de todos los hombres. Los escritores latinoamericanos del llamado Boom necesitaron a la metrópoli del inglés, pero su llegada –o desembarco- vino precedido de los bombos y platillos de la mayoría de edad editorial que representaron sus novelas (Cien años de Soledad, La ciudad y los perros, Rayuela, La muerte de Artemio Cruz). Hoy sabemos que gracias a la amistad de Carlos Fuentes con Arthur Miller el PEN Club les acogió e hizo más fácil su llegada a puestos temporales, como profesores visitantes a las universidades norteamericanas. Mientras esto ocurría buscaban afanosamente ser traducidos y penetrar en el mercado en inglés. El fenómeno político, sin embargo, que hizo esto posible fue la Revolución Cubana (aunque después, bien o mal salvo García Márquez todos establecieran a partir del Caso Padilla una distancia o una ruptura con el régimen).
Hoy que algunos de los archivos han sido desclasificados sabemos por ejemplo de los líos de Fuentes con la CIA, de su apoyo a Vargas Llosa para presidir el Pen internacional, de las negativas de visas por el temor a la propagación del comunismo. Pero bien o mal todos llegaron. El caso de García Márquez es paradigmático ya que se trata del novelista iberoamericano más influyente después de Cervantes. Pero su influencia ocurrió en traducción.
Adam Thirwell en su espléndido The Delligthed States elabora una convincente teoría internacional de la novela y afirma, justamente, que se trata del único género literario que viaja por el mundo traducido (el mismo García Márquez leyó a Faulkner, su gran maestro, en español).
Mi generación en cambio en gran medida o vino a estudiar a Estados Unidos y se quedó o vino a dar clases y se quedó. El esfuerzo antológico del llamado grupo Mcondo (con Edmundo Paz Soldán y Alberto Fuget a la cabeza) y el Crack (con sus ahora dos manifiestos) aparecen en las mismas fechas. Pero son los primeros con su libro colectivo y con un posterior compilado por Paz Soldán (Se habla español) quienes mejor capturan el nuevo espíritu de los recién llegados.
Y aquí no hay revolución que los ampare. Se trata de otro fenómeno. Los nuevos escritores iberoamericanos y sobre todo latinoamericanos que vienen a Amerika (la de todos y la de Kafka) son profesores, tienen Green card. Aquí viven y trabajan y llevan a sus hijos a la escuela.
Quiero decirlo de golpe: son migrantes.
Son latinos, son minoría. Algunos hispanic whites, otros no tan whites. No importa. La confusión es grande, se cree que lo latino es racial o étnico y no cultural y por ello la gran diferencia entre los antigos boomeros y los actuales crackeros o maconderos o simples y llanos escritores avecindados por estos lares (otros sin ciudadanía o residencia son simples Aliens, especies de marcianos mal llegados) es sutil pero brutal. Hoy el 91% de los libros editados en Estados Unidos son escritos originalmente en inglés (y por allí ya se cuela en la grande Junot Díaz o intrépidamente Daniel Alarcón, los dos en el idioma del imperio) y el 9% restante se lo reparten traducciones de todos los idiomas.
¿Qué le queda al español en este mísero mercado? Migajas. Y los libros editados en español originalmente apenas y se venden acá. Hay esfuerzos ingentes como la feria del libro en español de Los Ángeles (LéaLA) o la feria de Miami, en inglés con un componente modesto en español. Pero basta ir a la sección en español de un Barnes and Noble y después de los programas de Rosetta Stone encontrar el páramo de los escasos y consabidos libros que un hispanohablante puede encontrar. Dan ganas de llorar.
Muchos de estos profesores no vienen a dar las Charles Elliot Norton lectures a Harvard ni vienen como profesores visitantes distinguidos. Eso ya también ha cambiado. Dan clases de lengua. Se complican con el subjuntivo. Enseñan la diferencia entre ser y estar mientras ni están ni son. Mientras subsisten. Ya lo dije, son migrantes: hard workers de la academia. No hay el antiguo glamour. Ninguno es amigo del nuevo Styron ni cenan con Bill Clinton en Martha´s Vineyard. No. Cenan en Queens, en un fast food antes de irse, cansados, en el metro a sus casas, también modestas.
Nadie nos pela. No formamos parte del debate intelectual. Quizá publiquemos un Op-Ed en el New York Times o un artículo ocasional en The Nation o el Hufftington post, pero nada más. El migrante no existe, hay que recordarlo: recoge la basura, o cosecha las manzanas. O vota en las elecciones, cuando deja de ser el zombie.
Pero luego regresa a su beatífico anonimato.
Y es que el exotismo ya no vende. Ser latinoamericano ya no es cool. Aunque Paz Soldán y cía. Pusieran en su cuarta de forros: “Se habla español tiene el aroma de french fries, el sabor a coca-cola y hamburguesas, pero también a nachos y salsa, a cortaditos y smoothies de mango-guayaba”, el hecho no importa”.
En el Spanish Harlem se comen tacos de nana, buche y nenepil, como si se estuviese en Tepito. En el sur del país se habla español como si se estuviese en cualquier país del otro lado del Río Bravo (¿O Grande, qué prefieren?), pero es el idioma de trabajo. No la lengua del imperio.
En su polémico libro Los Bárbaros, ensayo sobre la mutación, Alessandro Baricco ha hecho un escalofriante diagnóstico de la realidad del capitalismo voraz de nuestros días que se presta para rematar nuestro diagnóstico. Dice Baricco que todas las ciudadelas de la cultura y del saber han sido ya destruidas por los bárbaros, que todos somos mutantes, que nada vale por sí mismo, sino como valor de cambio. Que todo es mercancía y que no hay que llorar por eso. Pero la tesis del libro es muy precisa. ¿Cómo se llega a esto? Con la complicidad de una determinada innovación tecnológica, un grupo humano esencialmente alineado con el modelo cultural del Imperio accede a un gesto que le estaba vedado, lo lleva de forma instintiva a una espectacularidad más inmediata y a un universo lingüístico moderno y consigue allí darle un toque comercial asombroso. Lo mismo con el vino que con el fútbol o con los libros. El paso doble es paso triple: alineado con el modelo cultural del imperio, primer paso. Espectacularidad inmediata, segundo paso. Traducción a un universo lingüístico moderno dice él, fácil acoto yo, tercer paso. Y tan tan: el toque comercial asombroso (¿Junot Diaz como Pulitzer y luego como genius de la Mc Arthur Foundation?).
El silencio y el horror al vacío vuelven locos a los bárbaros y lo llenan con balbuceos sin sentido, porque se ha acabado el sentido mismo de final o de finalidad. Baricco, de nuevo, realiza el diagnóstico con precisión: lo que consumen los bárbaros son sólo secuencias de sentido que producen movimiento, secuencias de sentido cuyo sentido, sigo con la misma palabra, ha sido generado en otra parte. ¿Por qué funcionan libros como El Código Da Vinci o Crepúsculo o Harry Potter? Porque los códigos de interpretación del libro –sus instrucciones– están fuera del libro. Si alguien leía a Faulkner necesitaba, literalmente, toda la literatura para comprenderlo. Con Stephanie Meyer no es necesario, siquiera, haber leído un libro para utilizarla. De la misma manera en que no se necesitan conocimientos de enología para comprender y paladear un Cabernet de Robert Moldavi. Funcionan porque son libros que no son libros. Sirven porque son vinos que no son vinos.
Y aquí quería yo llegar. Toda la tesis de Baricco sirve para el diagnóstico que comparto ahora. No consumimos sentido (nada lo tiene ya), sino secuencias de sentido que producen movimiento.
No importa la película, de ella se sale para comprar el soundtrack, que tampoco importa, de él se sale para ir a Youtube a ver la entrevista con la actriz que tampoco importa, de ese clip se sale también para ir a… da igual.
Y eso es lo que le pasa al escritor iberoamericano hoy en Amerika (la de todos y la de nadie, ni siquiera la de Kafka), que da igual. Puede ir o venir, es lo de menos. ¡Incluso puede quedarse, que tampoco importa! No contribuye a otra cosa que al Producto Interno Bruto.
¿Necesitamos otra revolución, acaso, para ser vistos? Quizá, pero esa sería también intercambiable. La Primavera Árabe pronto se hizo Occupy Wall Strett, los Indignados de la Plaza del Sol pronto se convirtieron en los estudiantes griegos, Yo soy 132 hizo aguas antes de tiempo. En fin sólo son secuencias de sentido que producen movimiento aunque el movimiento mismo sea y esté vacío.
¿No era eso el Gran Circo de Oklahoma de Kafka? Pero claro, como en tantas otras cosas él lo entendió, aún sin haber viajado a Amerika. Todo el que busca trabajo lo encuentra allí, como si la demanda fuese infinita. ¡En el hipódromo de de Clayton hoy se contratará, desde las seis de la mañana hasta la medianoche, el personal para el teatro de Oklahoma! ¡El gran teatro de Oklahoma os llama! ¡ Y llama sólo hoy, sólo una vez! ¡El que pierda ahora la ocasión, la perderá para siempre! ¡El que piense en su porvenir es de los nuestros! ¡Todos serán bienvenidos! ¡Este es el Teatro que está en condiciones de dar empleo a cualquiera! ¡Todos tendrán su puesto! ¡Felicitamos de antemano a todo el que se decida! ¡Pero apresuraos a fin de que seáis atendidos antes de medianoche! ¡A las doce cerramos todo y ya no volveremos abrir! ¡Maldito sea quien no nos crea! ¡Adelante Clayton! El Teatro de Oklahoma contratará a todo el que se decida. Entrega el porvenir a los que carecen de él, pero llama sólo una vez. No hay posibilidad de dudar. La duda separa al individuo del empleo. ¡Maldito sea quien no nos crea! Había mucha gente mirando aquel cartel, pero no provocaba demasiado interés. ¡Había tantos carteles; ya nadie creía lo que leía en los carteles. (…) En principio tenía un grave defecto: no decía ni una sola palabra acerca de la paga. Por poco importante que hubiera sido, el cartel debió mencionarla sin duda; no habría dejado de ser el elemento más tentador. Nadie quería ser artista y, en cambio, todo el mundo quería que le pagarán por su trabajo.”
Todos nos hemos bajado en la Estación de Clayton. Hemos pedido trabajo. Y estamos a la intemperie. Aquí todos tenemos lugar. Incluso Negro. Incluso Hispánico. Incluso Latino. Pero nuestro anonimato, la condición de nuestra inexistencia, es el boleto que se ha pagado. Han llegado los bárbaros, ¡No lleven flores!