Javier Fernández de Castro
Es muy de agradecer que de cuando en cuando algún novelista español se decida a situar la trama de su relato muy lejos de los escenarios habituales. Puesto a buscar un ambiente distinto, Javier Márquez ha optado por mandar a su narrador a Triunfo, un pueblecito mexicano situado en la frontera entre los estados de Sonora y Chihuahua. Es decir, un lugar que en el fondo es sólo moderadamente exótico porque esa inmensa zona desértica al norte y al sur del Río Grande nos resulta relativamente próxima, primero porque hubo una época en que fue España y segundo porque más tarde jugó un papel destacado en el desarrollo de la Revolución mexicana y la creación del moderno Estado de México; años después pasó formar parte de Estados Unidos (El Álamo, etc), y en la actualidad, y a fuerza de colar un interminable (y trágico) reguero de emigrantes, México parece estar recuperando sus antiguos territorios hasta el extremo de que recientemente los pobladores hispanos han sobrepasado en California a los norteamericanos (allí conocidos como anglos), aparte de que en la mayor parte de las ciudades del lado norteamericano de la frontera el español es la lengua más hablada y a veces el idioma oficial.
Tanto la literatura como el cine de México y Estados Unidos han narrado tan profusamente los paisajes, los personajes y las duras condiciones de vida en esa frontera que en cierto modo han creado algo muy próximo a una narrativa de género. En el caso de Estados Unidos, gente como John Ford, Howard Hawks, John Wayne, Sam Peckinpah, o más modernamente Clint Eastwood (sin olvidar a los Zane Grey, Cormac McCarthy y un larguísimo etcétera, o a los entrañables integrantes de la Banda de la tenaza entre otros muchos) han contribuido decisivamente a crear una mística equivalente a lo conseguido desde el otro lado por los Pancho, Villa, Emiliano Zapata y todos los directores y actores de la generación del Indio Fernández, aunque quizá hayan contribuido aún más decisivamente a esa mística de la frontera las rancheras y corridos, muy presentes en esta novela por medio de intérpretes como Freddy Fender y su “Before the next teardrop falls”, José Alfredo Jiménez y Vicente Fernandez, o canciones hace años muy populares en Televisión Española, como “Dos arbolitos”.
Aparte de buscar un escenario distinto del habitual pero al mismo tiempo muy próximo, Javier Márquez ha buscado deliberadamente no apartarse del género, y tanto los personajes como las situaciones permiten reencontrar a viejos conocidos: el narrador es ese periodista que bebe y trabaja en exceso y que a fuerza de ausentarse tanto de casa consigue que su mujer le engañe con su mejor amigo; la chica es una joven reportera que de entrada castiga al narrador con su indiferencia aunque la atracción es mutua e instantánea y no tardará en manifestarse como cabe imaginar; también está la hermosa cantinera que carga con una pesada, y por ello evidente, historia de amor mal consumado; el idolatrado director de cine norteamericano que rodó alguna de sus mejores películas en Triunfo y que ahora, gracias a una acción conjunta de las fuerzas vivas locales y los mismos estudios cinematográficos norteamericanos que son dueños de los derechos de sus películas, años después de su muerte va a recibir un falso homenaje; y se dice falso porque la estatua y los festejos programados en su memoria encubren de hecho una operación comercial de mucho calado; también están el Indio Fernández y la curiosa, furiosa y variopinta fauna que ayudaba al famoso director a rodar sus películas.
Un integrante fundamental de esa fauna era Chico Montes, el difunto padre del narrador y personaje de confusa y muy contradictoria trayectoria vital (un padre abyecto y huidizo al decir de la ex esposa y madre del narrador, pero adorado y enaltecido por todos cuantos le conocieron en Triunfo). Desvelar la verdadera personalidad del padre es otro de los hilos narrativos principales y ocasión de algunos de los pasajes más lucidos de la narración.
Y como no podía ser menos, tratándose de México, está la muerte. El pueblo es hijo de la Revolución (sus cimientos se remojaron en sangre) y en la actualidad vive bajo la influencia de dos familias, también hijas de la Revolución, que arrastran desde entonces una interminable serie de enfrentamientos, odios, muertes y venganzas, algunas tan recientes que las viudas y huérfanos de los muertos siguen vivos y reclamando justicia. Y como no podía ser menos, los actos de homenaje al cineasta que puso a Triunfo en el mapa han sido programados justo a día siguiente del emblemático Día de Difuntos, aunque cabe decir a su favor que Javier Márquez no abusa de esa fiesta y su simbología.
Dado que en conjunto, contando personajes presentes y pasados, hay casi una veintena de trayectorias vitales que se entrecruzan a lo largo de un tiempo que apenas hace distingos entre presente y pasado porque uno y otro son un continuo de borracheras, peleas, canciones y tiroteos, se agradece que tanto el paisaje como los hechos o las fiestas resulten reconocibles porque el lector sabe en todo momento dónde está y lo que cabe esperar de los amores y odios manifestados entre inasequibles cantidades de tequilas, corridos y balaceras.
La balada de Sam
Javier Márquez Sánchez
Editorial Alrevés