Javier Fernández de Castro
La alusión náutica del título admite diversas interpretaciones, pero el lector entiende de inmediato la precisión extrema del calificativo “rápida” porque Renata Adler escribe (o al menos escribía cuando publicó Lancha rápida, 1976) en plan metralleta. Parafraseando un poco su manera de contar las cosas, una página puede empezar con una reflexión (breve, por supuesto) sobre el neoyorquino medio y sus hábitos diurnos para pasar de inmediato a una pelea con sus hermanos (igual de breve y sin relación alguna con lo anterior) y luego contar algo que le pasó en Baltimore que por una extraña asociación de ideas le recuerda el incidente con un caballo muy nervioso que pese a su poca pericia ecuestre se empeñó en montar durante un campamento de verano, empeño que le costó a una compañera la rotura de una pierna. Y aunque la autora no lo especifique claramente, deja entrever que se trataba de una niña bastante odiosa o sea que medio le estuvo bien empleado.
Esa aventura veraniega, u otro suceso similar, bien puede enlazar de pronto con una situación desesperada que se le planteó en un aeropuerto egipcio cuando un grupo de turistas norteamericanos cuyo vuelo fue anulado ocupó a las bravas todas las plazas del avión que debía tomar la irreverente reportera de The New Yorker. Es perfectamente característico de esta autora el que no diga una sola palabra del motivo de su estancia en Egipto ni de las circunstancias políticas, sociales o bélicas que se daban en aquél momento y que en cambio cuente de forma muy detallada y bastante amena sus propias maniobras para camelarse a un piloto y viajar en la cabina de mando mientras el jefe de la expedición turística norteamericana, y promotor del asalto usurpador al avión de la Adler, se quedaba en tierra dándose a todos los diablos.
Como no podía ser menos tratándose de un escrito (cuesta llamarlo novela por no malencaminar al lector desprevenido) publicado en los años setenta y por lo tanto en plena resaca de los diversos “sesenta y ochos” ocurridos en medio mundo, el tono general es más bien descarado e irreverente pero sin faltar. Por aquél entonces Renata Adler se estaba erigiendo en una de las tres mujeres más leídas en Estados Unidos (las otras dos eran Joan Didion, que actualmente está siendo recuperada, y Janet Malcolm, un tanto arrinconada en el limbo de las glorias pasadas a la espera de un regreso triunfal). Esa fama le permitía llevar a cabo de una forma muy personal los encargos que su periódico le hacía. A lo largo de su dilatada carrera como reportera de mesa y enviada especial, Renata Adler trató temas tan variados como las guerras de Biafra o la de Los Seis Días, por descontado que estuvo varias veces en Vietnam y nunca volvió de allí convertida en una heroína para los brass boys del alto mando de su país. También estuvo en Selma (Alabama), cuando Martin Luther King llevó a cabo su histórico paso sobre el puente Edmund Pettus, una hazaña recientemente recordada por Obama casi cuarenta años después. Sus crónicas sobre la agonía de Nixon durante sus últimos años en la Casa Blanca debieron ser como una pesadilla para el presidente finalmente defenestrado. La recopilación de sus trabajos periodísticos eran publicados regularmente y contribuían a sustentar el prestigio de su autora. Por en medio, Lancha rápida (1976) fue un bombazo editorial que le valió numerosos elogios y la atención de la crítica, que habló de “una nueva escritura” y “un paso adelante en el arte de narrar”, y que años después todavía sería considerada como un ejemplo a seguir por gente tan poco dada al elogio fácil como David Foster Wallace.
Pero los espadachines, como los viejos pistoleros de la frontera o los críticos tremendistas (aquellos que, aparentemente, no pasan una) están condenados a topar con alguien que tiene el gatillo más fácil o que es más hábil en la estocada, y están asimismo condenados a herir de muerte a quien no tocaba. El gran error de Renata Adler fue reducir a escombros a Pauline Kael, una mujer que había guiado los gustos cinematográficos de al menos dos generaciones. Quien se maneje mínimamente con el inglés tiene en Google el famoso artículo de Renata Adler titulado The Perils of Pauline, un ejemplo de cañonazo periodístico riguroso, documentado y argumentado hasta la saciedad, y en el que entre otras minucias ponía de manifiesto las preferencias sexuales de la crítica (sadismo, sumisión, violencia, etc) así como las numerosas pifias cometidas durante sus comentarios cinematográficos.
Por aquellas cosas que pasan, Pauline Kael era muy querida del público y si Renata Adler se propuso destruirla lo consiguió, pero de rebote se buscó ella misma la ruina porque de pronto sus desplantes e ironías y sus bromas cáusticas dejaron de caer en gracia y desde la década de 1980 hasta la nueva aparición de sus obras, ya bien avanzado el presente siglo, ha vivido arrinconada y sin pena ni gloria. Pero a su regreso, con cerca de ochenta años, resulta que sigue llevando la misma trenza que tanta fama le dio cuando la fotografió Richard Avedon en la cumbre de su fama.
Lancha rápida
Renata Adler
Traducción de Javier Guerrero
Sexto Piso