Vicente Luis Mora
Primera voz
1. Entonces, si el caminante acierta a fijar un momento su atención -se levanta algo de polvo que va cubriendo también de blanco poco a poco las matas de hierba del arcén-, puede escuchar el murmullo de las hojas agitadas por el viento, el susurro del juego enigmático y recóndito por el que intercambian impenetrable e impávidamente sus posiciones los haces y los enveses de las hojas igual que si la intercambiabilidad fuese una ley y no sólo una ligereza del pecíolo, una versatilidad del rabillo de las hojas mientras el viento nos pesa y la plata no retorna a su reverso como si nunca hubiera desafiado en su innumerable fulgor pequeño al sol que la hacía relucir. 2. Es cierto, el viajero que saliendo de Región pretende llegar a su sierra siguiendo el antiguo camino real -porque el moderno dejó de serlo- se ve obligado a atravesar un pequeño y elevado desierto que parecen interminable. (…) A medida que el camino se ondula y encrespa el paisaje cambia: al monte bajo suceden esas praderas amplias (por donde se dice que pasta una raza salvaje de caballos enanos) de peligroso aspecto, erizadas y atravesadas por las crestas azuladas y fétidas de la caliza carbonífera, semejantes al espinazo de un monstruo cuaternario que deja transcurrir su letargo con la cabeza hundida en el pantano.
3. De vez en cuando lanzaba una mirada hacia delante, no tanto aún para ver cuánto faltaba como, según mi intención por lo menos, para apreciar y contemplar el panorama del camino. (…) Pero ninguna de las muchas veces que había dirigido la mirada hacia delante había advertido sin embargo la presencia de un hombre mayor, un anciano enjuto y de baja estatura, que caminaba delante de mí a una distancia en realidad no tan grande como para que me hubiera pasado desapercibido hasta entonces. (…) Me le acercaba cada vez más, de que el sencillo movimiento de aproximación empezó a antojárseme también como algo extraño, como algo peliagudo y oscuro, comercial además, cuya naturalidad mera asimismo del todo inescrutable. Era como si desde el primer momento hubiera sido evidente que tenía que alcanzarle, como si hubiera sido incuestionable, pero también que, desde ese mismo momento, desde ese mismo primer momento remoto y elemental, fuese asimismo seguro que no podría adelantarle jamás.
Segunda voz
4. Hace ya muchos años, yendo yo por los campos y dehesas que desde la carretera de Piedralaves hacia Pedro Bernardo y Arenas de San Pedro van bajando, ondulantes, hacia la orilla derecha del Tiétar, vi que me seguía, como a unos 10 o 12 metros de distancia, sin tratar de alcanzarme, un perro grande, un mastín, que arrastraba un trozo de cuerda que traía atado al cuello. Era, evidentemente, un perro ahorcado, que con su peso había roto la cuerda y había salvado la vida. ¿Qué vida? Aquel andar tan cansado, con la cabeza baja, aquellos ojos tristes y como entrevelados, ¿podían ser todavía la vida? La confianza en que aún alguien en el mundo lo acogiese la traía ya tan disminuida que se me fue quedando lentamente atrás hasta perderme de vista.
Primera Voz
5. …mientras se piensa como yo ahora iba pensando, con la mirada gacha puesta todavía o más bien quizá ya definitivamente en el polvo del camino (…) Y que, ni siquiera ahora que estaba a punto de llegar a la orilla, a una orilla que tal vez tampoco veía más que en abstracto aunque levantara la vista de la tierra batida del camino, lograba atender y ver en sus justos términos de la misma forma que no había visto ni atendido antes, durante todo el recorrido, al anciano que caminaba todo el rato delante de mí.
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[Origen de los fragmentos:
1. J. A. González Sainz, El viento en las hojas; Anagrama, Barcelona, 2014, p. 97.
2. Juan Benet, Volverás a Región; Bibliotex, Madrid, 2001, pp. 11-12.
3. J. A. González Sainz, El viento en las hojas; Anagrama, Barcelona, 2014, pp. 100-104.
4. Rafael Sánchez Ferlosio, Campo de retamas. Pecios reunidos; Random House, Barcelona, 2015, p. 38.
5. J. A. González Sainz, El viento en las hojas; Anagrama, Barcelona, 2014, p. 113.]