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El rey pálido

Javier Fernández de Castro

En principio, rebuscar en los cajones del gran escritor recientemente fallecido y apañar con los fragmentos hallados un texto que permita sacar un rendimiento económico póstumo es una práctica deleznable y no por frecuente menos odiosa.El rey pálido entra de lleno en esta categoría, pero con importantes salvedades.
Como se sabe, David Foster Wallace sufría una depresión persistente y tan profunda que él mismo pidió ser ingresado en un centro donde le tuvieran vigilado las veinticuatro horas porque no estaba seguro de poder dominar sus tendencias suicidas. Por desgracia, y provechando un descuido de su esposa, David Foster Wallace se ahorcó el 12 de septiembre de 2008.
Es  probable que la propia certeza de que la muerte podía llegarle en cualquier momento le impulsara a disponer  –dentro de lo que cabe- el material que iba acumulando a fin de dar pistas acerca de cómo ordenarlo y darle la forma final.
Michel Pietsch, el encargado de editar El rey pálido reconoce en el prólogo que no tiene ni idea de qué hubiera hecho el propio Wallace, pues así como quedaron 12 capítulos (250 páginas) pulcramente ordenados y listos para su publicación, también quedaron varios centenares de páginas  que evidentemente hubieran sufrido un profundo proceso de reescritura y edición, aparte de que tampoco se sabe en qué orden  habrían quedado ubicadas en el texto final. En cuyo caso la pregunta es: ¿merece la pena echarse al coleto más de quinientas páginas de material inconcluso?
La respuesta es, rotundamente, sí. Junto con los Barth, Barthelme, Pynchon, Franzen y tantos otros, David Foster Wallace integra el nutrido pelotón de ilustres fracasados que, desconfiando de la capacidad del lenguaje para  contar el mundo con precisión, se han lanzado a la aventura de superar eso que la novelista inglesa Zadie Smith (otra que tal) denomina “el realismo lírico decimonónico de Balzac y Flaubert”, es decir, la narrativa tradicional con todos los aditamentos del posmodernismo,  realismo sucio y todo el resto de inventos ideados para vender lo mismo pero con un envoltorio diferente.
Al renunciar a las convenciones tradicionales de la  novela, Foster Wallace y muchos de los antes mencionados, se ven obligados a buscar sus fundamentos narrativos en valores que no son estrictamente literarios, pero que en cambio les dan resultados visibles. En el caso del autor de El rey pálido uno de esos fundamentos es un concepto del hecho narrativo desde la moral, o por decirlo en sus propias palabras, la producción de “una ficción apasionadamente moral, moralmente apasionada”. O también, por citar este  pasaje de una de sus Entrevistas breves con hombres repulsivos, “[…] la gran distinción entre el buen arte y el arte así así reside en  la finalidad del corazón del arte, la intención de la conciencia que se esconde detrás del texto. Tiene que ver con el amor. Con poseer la disciplina de hablar desde la parte de uno que es capaz de querer en lugar de la parte que sólo quiere ser querida….El lector deja atrás el arte verdadero con un peso mayor que cuando penetró en él. Está más lleno”.
Por volver a El rey pálido, el lector se va a encontrar con un texto caótico, desconcertante y en buena medida irritante, como esa sesentena larga de páginas (encima acribilladas a notas de extensión kilométrica) en las que sólo se describe el primer contacto de un personaje con lo que va a ser su lugar de trabajo en los próximos años. Medido en tiempo real, ese pasaje a duras penas abarca  un par de horas. O qué decir de las infinitas páginas dedicadas a describir morosamente el funcionamiento interno de la Agencia Tributaria norteamericana. O esos personajes que aparecen, son extensa y minuciosamente descritos y luego desaparecen para siempre sin que, en apariencia, cumplan una función en el conjunto del relato. Es decir que se trata de una novela que en lugar del desarrollo tradicional avanza por acumulación, y en ese sentido tiene razón el editor cuando reconoce que muchos de los fragmentos han sido colocados al azar: el orden en el relato se va formando en la mente del lector, que si tiene arrestos para seguir hasta el final va a ver recompensados de sobra sus esfuerzos. O para decirlo en palabras del propio Foster Wallace, saldrá con más peso que al entrar.   Y los incondicionales que ya hayan leído sus novelas anteriores van a encontrar gran parte de los temas y los tics habituales en este autor. Y también otra cosa: un agudo e indesmayable sentido del humor que atraviesa transversalmente el texto emergiendo a la superficie en los momentos más inesperados.

El rey pálido
David Foster Wallace
Mondadori

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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