Javier Fernández de Castro
En cierto modo Un paseo por el lado salvaje es como una novela picaresca (a lo siglo XX) entreverada de un sibilino humor rabelesiano. “No conozco mucho a las mujeres”, dice Dove Linkhorn tras salir trasquilado de uno de los burdeles de ínfima categoría que él frecuenta, “pero si Dios ha hecho algo mejor que ellas yo no lo conozco”. O también:”A veces creo que si no hubiese nacido tendría más dinero que ahora”.
El lado salvajes es el que le ha tocado vivir a Dove Linkhorn, miembro de eso que ahora se llama una familia desestructurada, sin madre a la vista, con un padre enloquecido por la religión y un hermano que las horas del día que no las pasa borracho es porque anda hasta los topes de maría. Entre predica y prédica, al padre Linkhorn se le ha olvidado mandar a su hijo a la escuela, por lo que cuando éste se harta de la vida en familia y decide vivir su propia vida tiene que ser una medio prostituta mejicana quien le enseñe unos rudimentos de lectura que serán su único medio de defensa cuando, una vez puesto en la calle por su peculiar protectora, deba enfrentarse a la turba de desheredados que pulula por los trenes de mercancías yendo de población en población en un peregrinaje sin final porque las poblaciones los arrojan a un camino que lleva a otra población donde también serán expulsados o encarcelados o ambas cosas. Putas, timadores, drogadictos, tahúres, chulos y descuideros se mezclan con vendedores puerta a puerta, lavaplatos y cocineros de chigres, todos ellos de ínfima categoría, y en los que la supervivencia, el llegar vivo al día siguiente, es la única ley respetada.
Es de resaltar que no hay la menor intención moralista en la narración de Algren. Así son las cosas y así las cuenta, entre otras razones porque muchas de ellas proceden de su experiencia personal. Y se nota. No hay piedad ni compasión para los marginados y perdedores. Ni en la vida ni en la literatura de Algren. Los personajes aparecen y desaparecen sin dejar el menor rastro de nostalgia ni deseos de volver a verlos. Bueno. No del todo porque, al cabo de tantas peripecias, Dove Linkhorn decide volver al origen aunque no a la casa del padre sino al mugriento local regentado por aquella medio prostituta que le medio enseñó a leer.
El caso de Algren es notable porque, mitad por destino y mitad por elección personal, vivió una trayectoria que empezó en el mismo medio en el que se desenvuelven sus personajes (cuando estaba trabajando en una remota gasolinera de Texas se le ocurrió que quería ser escritor pero no se le ocurrió mejor cosa que empezar su nueva vida robando una máquina del escribir, hecho que le costó unos meses de cárcel aunque también le aportó un montón de experiencias que luego usaría en sus escritos). Y terminó (su trayectoria) la víspera de que fuera a ser admitido en la Academia, momento en que cayó fulminado por un ataque al corazón atribuible a sus viejos excesos por la bebida. Además de beberse y jugarse a los naipes todo el dinero que ganaba con la literatura y el cine (tanto El hombre del brazo de oro como Un paseo por el lado salvaje fueron llevadas al cine proporcionándole tantos disgustos como alegrías) Nelson Algren se ganó la animadversión de los bienpensantes porque, por ejemplo en las novelas ambientadas en Chicago, no mostraba el lado más sonriente y triunfador de la ciudad sino las backstreets pobladas de frikis y desheredados. O porque escribía novelas como The Devil´s Stocking (la última), en la que contaba la vida de Rubin “Hurricane” Carter, el boxeador injustamente condenado por un triple crimen que no cometió y al que también Bob Dylan le dedicó una canción de combate. Dichos bienpensantes se la guardaron a Nelson Algreen hasta el extremo de que, una vez muerto, obligaron a quitar su nombre a la calle que le había dedicado la ciudad de Chicago.
Otra causa que explica la vida semi marginal de Nelson Algren es la mala suerte de haber coincidido en su trayectoria profesional con monstruos mediáticos de la talla de Hemingway, Fitzgerald, Steinbeck, James T. Farrell o Faulkner, quienes le oscurecieron con sus propios resplandores. Muy a su pesar, gran parte de su fama en Europa se la debe a Simone de Beauvoir, con la que mantuvo un ardoroso romance inicial que luego se prolongó en el tiempo porque (en opinión del propio Algren) ella se estuvo valiendo de él como contrapeso a las infidelidades de Sartre. El problema es que se sirvió de ello públicamente (en sus escritos) y Algren, después de suplicarla que se fuese a vivir con él a Estados Unidos, acabó acusando acremente a Simone de Beauvouir y Sarte de servirse de sus clientes como las putas y los chulos se sirven de los suyos. Lo que de se dice, un amor con mal acabar.
Un paseo por el lado salvaje
Nelson Algren
Galaxia Gutenberg