Javier Fernández de Castro
Desde hace bastantes años cunde la certeza de que el espíritu de la narrativa ha buscado refugio en la islas británicas, sintiendo especial predilección por Irlanda. Y John Banville es uno de los nombres fijos a la hora de enumerar ejemplos en los que sustentar tal aserto. O una prueba irrefutable de que, digan lo que digan los agoreros, la novela no sólo no está muerta sino que goza de una admirable vitalidad. Al menos en aquella islas. Desde 1970, y con una elegante intermitencia, Banville ha publicado novelas como Eclipse o Imposturas que bastarían para asegurarle un puesto fijo en la lista de los elegidos.
Ahora se descuelga con Los infinitos, una novela publicada en Inglaterra en 2009 y acogida con un entusiasmo no exento de perplejidad porque, para decirlo de golpe, el arranque de la narración es tan lento y titubeante que incluso sus más fieles seguidores tienen tiempo de preguntarse si, en esta ocasión, el maestro no se habrá columpiado. De entrada, y según se van acumulando las páginas, da la sensación de que se trata de un problema de verosimilitud, como si el propio Banville no estuviera seguro de que el lector medio vaya a aceptar que la voz narradora es la de un dios, y más concretamente la del viejo Psicopompos, el encargado de acompañar las almas de los mortales hasta el inframundo de Plutón. Por fortuna las cosas empiezan a aclararse cuando queda claro que la presencia del nefando mensajero de los dioses en casa de la familia Godley queda plenamente justificada por el hecho de que el viejo Adam, el patriarca, el insigne matemático inventor de la teoría del infinito de infinitos, está agonizando y el desenlace se adivina inminente.
Con ello, a la inverosimilitud inicial (¿resulta creíble un relato contemporáneo narrado por Hermes, hijo de Zeus ?) viene a sumarse la sospecha de que a Banville le abruma la perspectiva de tener por delante una novela entera cuyo protagonista es un enfermo terminal que por insistencia de su mujer ha sido trasladado a la residencia campestre de la familia para que acabe su vida en paz y rodeado de los suyos. Los cuales, dicho sea de paso, no son la clase de personas con las que uno saldría de marcha. Por ejemplo.
Y bien. Contra todo pronóstico, lo que resta al terminar la novela es una intensa, desbordante, irrefrenable, gozosa (y por ende también dolorosa ) sensación de sensualidad. Y la dificultad del empeño es tanto más notable si se tiene en cuenta que, en lo relativo al gozo de los sentidos, el personaje más prometedor, ese viejo e irredento sátiro llamado Adam Godley, está sumido, por utilizar una metáfora del propio Banville, en una oscuridad en la que sólo resuenan las puertas que se van cerrando una a una. ¿Hasta la llegada del portazo final? El resto del elenco no es muy prometedor, empezando por Úrsula, la jovencita que a los diecinueve años conoció al ilustre matemático (más viejo que su propio padre) y al cual se entregó tan incondicionalmente que ahora, una vez llegado el final de su vida matrimonial, está entregada a la botella y difícilmente cabe concebir para ella un futuro esperanzador. También están Adam, el primogénito, demasiado aplastado por la figura paterna como para concebir una personalidad independiente; Roddy Wagstaff, el dandy supuestamente comprometido con la hija pequeña los Godley pero cuya secreta ambición es llegar a ser el biógrafo oficial del gran hombre. Y Benny Grace, un tipo calvo, gordo, sudoroso y tan ambiguo que incluso se puede dudar de su existencia. El reparto masculino se completa con el propio Zeus, asimismo un sátiro tan incorregible que a estas alturas todavía anda persiguiendo a bellas mortales con la esperanza de degustar, o al menos sentir el roce, de esa pasión amorosa que permite degustar a su vez a los mortales, o al menos sentir, el roce de la inmortalidad. Y de ahí el continuo recurso a la sensualidad por parte de unos y otros, pues incluso Petra, la desdichada benjamina de la familia, cuando recurre a su vieja costumbre de hacerse cortes en los brazos con una navaja de afeitar (para luego llevarse los antebrazos al pecho y sentir el calor de su sangre corriendo por la piel desnuda), concibe tales cortes como "besos de acero". Y qué decir de la bella Helen, la esposa del primogénito, una actriz teatral de segunda fila pero lo bastante bella como para hacer perder la cabeza a Zeus, quien con tal de prolongar su desesperado abrazo con la bella ordenará parar el mundo y hará que la de los dedos rosados retrase una hora su aparición cotidiana. O sea: cuesta entrar en el relato, pero la perseverancia recibe el imprevisible regalo de una exaltación de los sentidos.
Los infinitos
John Banville
Anagrama