Javier Fernández de Castro
Patrick Leigh Fermor está considerado por muchos como el mejor escritor vivo en lengua inglesa. Además, pertenece a esa privilegiada cofradía integrada por hijos del septentrión a los que un súbito y decisivo encuentro con el Mediterráneo les cambió la vida para siempre. Él, lo cuenta en El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua, tuvo el primer atisbo de lo que era aquello a principios de la década de 1930 y entre unas cosas y otras (incluso participó en la II Guerra Mundial como oficial británico en Creta) ya no ha salido de allí nunca del todo.
A mediados de la década de 1950, partió de Esparta con intención de atravesar la cadena del Taigeto y recorrer la península de Mani, un pequeño pero accidentado territorio histórico de poco más de un centenar de kilómetros de norte a sur y apenas una treintena de ancho y cuyo punto culminante es el Profeta Elías, un pico en forma de pirámide que alcanza los 2.410 m del altura. Para entonces el escritor llevaba incrustado en sus botas el polvo de los más apartados caminos de Grecia. Después de incontables viajes en autobús, a pie, en mula, en automóvil o en barco, sólo o en compañía de otros (pero fundamentalmente con la fiel Joan, es decir, Joan Elizabeth Eyres Monsell, una rica y sofisticada fotógrafa londinense que también acabó hablando, vistiendo y sintiendo como una griega) tenía acumulada una cantidad de cuadernos de viaje tan inmoderada que decidió sistematizar su caótico vagar por aquellas tierras y escribir un relato ordenado y completo de sus andanzas. Mani es el único resultado visible de aquel ambicioso intento de sistematización. Pero sobre todo es el resultado de una pasión, y el lector hará bien si retiene en mente los aspectos negativos (o de exceso) que encierra en si misma esta palabra por lo general usada cuando se quiere hacer una valoración muy elogiosa.
De entrada no caben sino los más encendidos elogios hacia esta falsa guía de viaje, que además del registro autorizado por el interior de un paisaje atormentado y de una belleza muy peculiar (resulta natural que uno de los capítulos se titule "Abominación de la desolación"), es un concienzudo y muy autorizado libro de historia que narra lo ocurrido desde que andaban por allí Homero y compañía hasta la temida llegada del turismo, el último y más temible de los ejércitos invasores; es además un tratado de moral, de poesía popular y de arquitectura rural, un curso culinario de primera mano y una búsqueda continua en el paisaje de ese misterioso vínculo que surge de pronto entre el viajero y su horizonte. Pero todo ello, repito, contado desde la más apasionada fascinación. Así, antes incluso de dar un solo paso monte arriba, el narrador no tiene inconveniente en dedicar un capítulo entero a las comunidades insólitas dispersas por el ámbito de influencia del viejo mundo griego (y que son de una insospechada variedad, longevidad y capacidad de resistencia). Pero de pronto, con sólo cambiar de capítulo, se lanza a una prodigiosa descripción de la travesía a pie hasta Kardamili, una diminuta población situada en la ladera occidental de la cordillera y a orillas del golfo de Mesenia. Lo de "a orillas" es tan literal que después de la ardua y agotadora travesía de la montaña, los viajeros llegan tan necesitados de beber y refrescarse que deciden introducir en el mar la mesa de hierro de la primera taberna que han encontrado y sentados con el agua hasta las axilas sacian su sed con las jarras de retsina que les van aportando unos pescadores que se suman a la celebración disponiendo sus caiques en torno a la mesa como los pétalos de una margarita. El pueblo está en fiesta y según se vacían las jarras los huecos son ocupados por los platos de pescado asado que aporta un camarero metido en el agua hasta la cintura. Y eso que, según les habían prevenido antes de salir, en Mani corrían grave peligro de muerte porque la gente de Mani era terrible, salvaje, pendenciera y aficionada a esconderse tras las rocas para disparar a los viajeros.
Pero qué manera de simplificar. Mani es como un diminuto mosaico en el que conviven (casi siempre belicosamente) la práctica totalidad de las culturas surgidas del mediterráneo. Y para un degustador como Patrick Leigh Fermor, ese arriscado lugar es un tesoro en el que mueves una piedra y das con la entrada al Hades, dormitas en el fresco interior de basílicas que son como un diminuto resumen de la historia del arte occidental o te cruzas con un pastor o un campesino y puedes presentir la presencia viva del viejo politeísmo o la época en que aquellos valles estaban repletos de gorgonas y centauros. Todo ello contado, como digo, con un entusiasmo sin medida y en alas del cual, en la página trescientas y pico, al llegar al extremo del recorrido, ese cabo de Ténaro donde el Mediterráneo se sumerge en busca de profundidades abisales, el narrador todavía parece disponer de aliento y tiempo para describirse despaciosamente tumbado de espaldas sobre las aguas, sintiendo el calor del mar, degustando la mezcla de olores terrestres y marinos, escuchando el golpeteo de las olas contra sus costados y viendo, a través de los párpados entreabiertos, los arcoíris que crean sus propias pestañas mojadas y recortadas contra el azul del cielo. Incansable. Agotador. Magnífico. Y pensar que tenía la intención de contar así todo lo demás que sabe de Grecia.
Mani
Patrick Leigh Fermor
Acantilado