Basilio Baltasar
Cuando la muerte de un escritor se lamenta como si fuera un acontecimiento nacional se comprende el poder, el carisma y la influencia de su figura. Al extinguirse, al desaparecer, el hombre se revela. He aquí una expresión inesperada del mito cristiano de la resurrección. ¿Acaso no nos parece más vivo Monsiváis ahora que cuando estaba vivo? ¿No se ha revelado más intenso y elocuente el conjunto de su obra?
Los biógrafos de Monsiváis han rastreado la transformación del que en vida, mientras iba siendo escritor, periodista, cronista, crítico, se pronunciaba ya como un taumaturgo elegido para increpar a México.
Lo dijo José Emilio Pacheco: Monsiváis ha sido valiente, lúcido, implacable.
En estas tres posturas del alma reconozco yo una potencia que en Carlos se destilaba como ironía, como inteligencia en su más activa penetración.
En su día me complació descubrir la complicidad que podía cultivar con Monsiváis: nuestra común desafección por la tauromaquia. Ver en la fiesta nacional el horror que es la fiesta nacional y contemplar, no sin humor, el hechizo en el que viven sus partidarios, resalta la importancia de las afinidades elegidas, las adquiridas mediante el deliberado uso de la preferencia. Prefiero esto y no aquello -sea cual sea la tendencia dominante, el gusto compartido, la opinión unánimemente aplaudida.
Dijo Monsiváis de Alfonso Reyes que fue alguien que creyó en el conocimiento. Y pienso que lo mismo puede decirse de Monsiváis: ¿no es ésta acaso la más radical y menos complaciente de las creencias, la menos ingenua, la más exigente, la agotadora e incansable búsqueda que distingue a los hombres incrédulos?
Su prolífica producción ensayística, su ejercicio del periodismo mordaz, la crónica incesante de un presente que sin él no habría existido, testifican esta pasión por el conocimiento y, al mismo tiempo, la ligereza de espíritu que distingue a los ironistas. Pues lo demasiado pesado los aplastaría.
Siendo nosotros tan españoles, tan canónicos en las formas del cabreo nacional, en la majestuosidad de nuestras pretensiones, en nuestro sacramental engolamiento, debe resultarnos forzosamente extraño el espíritu jovial, malicioso del ironista que fue Monsiváis.
La sátira sin embargo es otra cosa: es una suspensión temporal de la ironía. La sátira es la más liviana de las violencias que uno puede consentirse. La más benévola de las indignaciones. La impostura cultural podría escandalizarnos pero todo queda en ese ejercicio de punzante sarcasmo. ¿Acaso no es lo peor que se nos puede reprochar?
Su obra, afortunadamente editada, evocará la huella de un hombre forjado por el humor, la inteligencia, la tenacidad, la conmoción por la condición humana, la simpatía por la condición animal y el esmero por la lengua que hace irrefutable al pensamiento.