Basilio Baltasar
La bronca del Partido Popular en el Senado y las dubitativas rectificaciones del Gobierno -y cito tan sólo los más recientes de nuestros disparates- contribuyen a consolidar el tradicional prejuicio popular contra la clase política española. La sensación de estar siendo gobernados por una corporación que no está a la altura de las circunstancias consolida el asombro de una ciudadanía consternada. La presunción de los políticos -ajenos al bochorno que inspira su comportamiento- sostiene la apariencia institucional y da visos de normalidad a su extravagancia. Pero su impertinencia es una corrosiva influencia sobre el más débil de los soportes: la confianza social en el sistema.
Los que ojean el paisaje político creerán que las convulsiones refuerzan las estrategias electorales y que no está de más agitar las emociones que nos arrastran hacia el sufragio. De este modo, desdeñan la importancia del furioso escepticismo que modula la conciencia colectiva de nuestro país. Tres décadas de retórica institucional para movilizar la participación responsable de la ciudadanía ante las urnas pueden ser liquidadas en uno de los momentos más convulsos de nuestra historia reciente. Algo que a los dirigentes no parece importarles demasiado. ¿Reflejarán sus informes el irreparable descrédito que fermenta en el imaginario público?
La numerosa clase política española (en el gobierno, en la oposición, en el parlamento, en el senado, en los parlamentos autonómicos, en las diputaciones, en los ayuntamientos…) debería anticiparse a los impulsos de renovación y encauzar la imaginación heroica que en encrucijadas históricas como la actual debe brotar con gran fuerza. Pero el aparato del partido, el aparto de cada partido, está en manos de un único dirigente y es a él a quién se debe ese espeluznante silencio de tan malos augurios.