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Javier Fernández de Castro

 

 

Hay autores, y curiosamente no siempre son los de mayor prestigio ni tampoco los más comerciales, que tienen el privilegio de poder ser leídos varias veces a lo largo de sucesivas generaciones. Uno de ellos es Frans Eemil Sillanpää, un novelista finlandés nacido en 1888 y que a duras penas si salió nunca de su aldea natal, un remoto lugar llamado Yla-Satakunta. Desde su primera novela (La vida y el sol, 1916), Sillanpää tuvo la suerte de atraer la atención pública y ello le permitió dar por terminada su etapa de formación y refugiarse en la casa que construyeron sus antepasados y en la que él nació y vivió hasta el fin de sus días. Allí, con envidiable empuje y constancia, se dedicó a escribir novelas (15) y engendrar hijos (8). En 1939, cuando ya era una auténtica gloria nacional, su labor le fue oficialmente reconocida mediante la concesión del premio Nobel de Literatura de ese año. Durante los 25 años que le restaban de vida aún tuvo tiempo de crear una nueva familia y seguir escribiendo. Pero tanto su apetito genésico como su voracidad creativa se habían amortiguado y aparte de no engendrar nuevos hijos a  duras penas si alcanzó a escribir dos novelas más, su autobiografía y una recopilación de ensayos y relatos de viaje. Todo lo cual fue recibido con una indiferencia que apenas se rompió cuando le sobrevino la muerte, en 1964.

Mientras ello ocurría en la remota Finlandia, el saludable ambiente intelectual que se vivió en España a lo largo de los años 20 y 30 propició que incluso unos escritores de temáticas y sensibilidades narrativas tan ajenas y lejanas como podían ser las que caracterizan a los escritores nórdicos (Ibsen, Pontopiddan, Hamsum y el propio Sillanpää, entre otros) fuesen traducidos aquí y gozasen de una meritoria aceptación. Tras el paréntesis de la Guerra Civil española y la larga marcha hacia la nada impuesta por el franquismo, los escritores nórdicos antes citados, pero también autores como Rabindranath Tagore, Theodor Momsen,  Herman Hesse, Gerhart Hauptmann, Sinclair Lewis y tantos otros recibieron una segunda y espléndida oportunidad de ser leídos gracias a la colección de Premios Nobel de Aguilar. Según la propia editorial, aquellos benéficos libros poseían  "una excelente encuadernación de lujo en tapas blandas de cuerina azul con estampados en el frente y filigranas doradas en el lomo".  En la práctica,  quién no lo recuerda, la "cuerina azul" resultó ser un plasticazo imitando piel y con unos cantos durísimos que se te clavaban en la palma de la mano cuando llevabas un rato sosteniendo uno de aquellos volúmenes que pese a tener papel biblia sumaban más de 1300 páginas y pesaban lo suyo. Para compensar, las ediciones estaban tan cuidadas que a veces resultaban incluso excesivas en relación al valor real del autor elegido. Por ejemplo Tagore, cuyo tomo de Obras escogidas lo abría un Epistolario laminar de Ortega y Gasset, un Colofón Lírico de Juan Ramón Jiménez y un Prólogo de Agustí Caballero, con el remate que implicaba el que la traducción fuese de doña Zenobia Camprubí.

O sea que fuimos muchos quienes  leímos casi juntos a Knut Hamsum y Frans Eemil Sillanpää, por lo que, inevitablemente, al releer ahora Silja viene de continuo a la memoria el Hamsum de la Trilogía del Vagabundo. Porque, aun siendo de países vecinos,  el paisaje en uno y otro es el mismo, aunque con una diferencia. En Hansum la naturaleza es un todo con el narrador, que se funde en los espacios abiertos y considera que el frío y la nieve son unos complementos tan indispensables en su cotidianidad como indispensables son las estrellas en una noche de otoño o el crepitar de la leña dentro de una choza mientras fuera la nieve golpea contra las paredes y el techo a impulsos del viento. En Sillampää, en cambio, la naturaleza sólo es un marco (un marco que conoce y describe con asombrosa precisión porque nació en ella y vivió en ella hasta que le sorprendió la muerte). Sin embargo, los personajes, primero los progenitores de Silja, más tarde ésta en compañía de su padre ya viudo, y finalmente ella sola, se mueven por impulsos de su vida interior y la naturaleza, cuando interviene, siempre es un complemento ajeno, exterior y a veces incluso hostil. Kustaa, el padre de Silja, malvende la granja de sus mayores porque es un falso campesino, un hombre que ha sufrido la pérdida de aquellos valores que hubieran guiado su vida como guiaron las vidas de las generaciones que le precedieron; debido a ello, su atormentada relación con la tierra es perversa y hostil, y tan destructiva que no sólo acaba perdiendo la granja y, de paso,a su esposa y los demás hijos que ésta le ha dado, sino que transmite el germen de su destrucción a Silja, un pobre ser que va de una granja a otra zarandeada y empujada hacia el abismo por la maledicencia, la mezquindad y la falta de solidaridad de una sociedad  que asimismo ha perdido los valores ancestrales y no ha sabido sustituirlos por otros nuevos.  Sin estridencias ni desgarros autocompasivos. Pasado el verano alegre y luminoso de la juventud, los  personajes se encaminan hacia la dura noche invernal conscientes de que no les serán concedidos nuevos amaneceres. Silja sabe ser el último eslabón de una cadena y que, al cerrar los ojos, detrás no quedará nada de ella. Nada. Y sin embargo, ochenta años después de ser escrita, una nueva generación tiene la oportunidad de leerla, esta  vez sin riesgo para las palmas de las manos.

Silja

Frans Eemil Sillanpää

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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