Basilio Baltasar
Se supone que los gobernantes reunidos en Copenhague conocen el informe de sus asesores científicos: un análisis de la gravedad del cambio climático. Y que si aceptan discutir las propuestas de la agenda es porque desean evitar las consecuencias del emponzoñamiento ambiental. Que la Cumbre se haya cerrado sin acuerdos ejecutivos deja en evidencia la alternativa que han resuelto en esta ridícula reunión: en lugar de exigir a sus votantes de hoy una vida menos grata, prefieren dejar a los gobernantes de mañana la tarea de administrar lo que vaya a venir. No es que los mandatarios quieran evitar la presión negacionista de lobby’s petroleros y fabricantes de coches; ni que les preocupe alterar la renqueante recuperación económica; ni que teman la competencia de los países insurgentes (libres de la agitación ambientalista); en realidad su omisión es el resultado de su impotencia. No pueden modificar el rumbo de una economía fundada en el despilfarro. Y ninguno de ellos quiere ser el primero en proclamar el fin de la fiesta que nos ha hipnotizado durante cincuenta años. Se conforman imaginando que la fuerza de los acontecimientos futuros -más imperiosa que las campañas de Greenpeace- será más convincente que una decisión "precipitada".