Basilio Baltasar
La personalidad de Obama y la elocuencia de sus discursos van más allá de las razones políticas. Conmueven a un auditorio que a pesar de los fracasos sigue confiando en la posibilidad de un hombre. Quizá la multitud no se haga cargo de la complicación de lo real (esa insoportable frase de los expertos: "mire usted, eso es muy complicado") y también es probable que no le importe en absoluto. La intuición de los votantes que hemos visto llorar y reír en las ciudades de USA palpita de otro modo. Se dice que la crisis financiera (a la que deberíamos llamar por su nombre: estafa global) ha reforzado la candidatura de Obama. Es posible. Pero la verdadera fuerza que ha levantado el nuevo Presidente con su presencia es otra. Los crédulos (y por una vez no deseo satirizarlos) se preguntan: ¿será posible confiar de nuevo en alguien? En alguien que esté ahí arriba quieren decir. Los escépticos nos advierten acerca de los límites que la Casa Blanca impone a sus inquilinos, sobre la rudeza de un Estado maquinal y las obligaciones contraídas por el renqueante Imperio militar y democrático. Pero el fiasco de Bush ha sido de tal calibre que tan solo con restaurar lo que el tejano deshizo, Obama ya habrá cumplido con su parte del trato: cerrar Guantánamo (como nos recordaba ayer Saramago), restaurar el consenso y activar los foros internacionales (aún con las viejas deficiencias del año 2000), y capitanear el proceso para poner fin a las guerras de Iraq y Afganistán. Pero en Obama se distinguen cualidades que pasan por encima de las urgencias más tangibles. ¿Qué ven los ciudadanos del mundo en el primer Presidente negro de los Estados Unidos? En otra época las alabanzas se habrían desbordado. A pesar del entusiasmo popular que parece levantar Obama a su paso (en Berlín, por ejemplo) hay un juego dolido de deseo y temor. Es el coste de las decepciones.