Clara Sánchez
Cada vez se queda más gente en agosto en Madrid, todos a la caza de un bar abierto donde tomarse un café, de un kiosco donde comprar el periódico, de un supermercado. Los que hay cerca de mi casa han cerrado el sábado 29 de julio y tenido un forcejeo con otro cliente por la última bolsa de patatas. Habrá que comer en restaurantes, si no fuera porque los que más nos gustan también han cerrado.
Antes, la ciudad se vaciaba y donde mejor se podía pasar el mes de agosto era precisamente aquí. Parecía que uno se adueñaba de sus calles, de sus cines. Mientras que a algunos amigos les prestaban un apartamento en la playa, a otros, por las buenas, nos prestaban Madrid. Ahora el éxodo aunque continúe siendo importante no se nota tanto quizá porque somos muchos más y por la "crisis", y los cierres echados de los negocios crean un silencio extraño, una tranquilidad paradójicamente inquietante. Miramos para un lado y otro de la calle algo desorientados como en medio de un decorado tras cuyas puertas y ventanas no hay nada. La peluquería está congelada, las luces apagadas, los frascos de champú y mascarillas durmiendo en el escaparate. La tienda de fotos la han forrado de persianas metálicas como una caja fuerte, tal vez conscientes de lo que vale una imagen hoy día.