Clara Sánchez
Hoy por hoy el interés por los ovnis y los alienígenas ha decaído, el asunto no parece dar más de sí, o nuestra imaginación no es capaz de estirarse un poco más, o quizá es que ya hemos asumido que los alienígenas somos nosotros, al menos en Marte. Habrá que volver a las viejas películas y a aquellos tiempos en que en cuanto en una ciudad se miraba al cielo era porque se había visto un platillo volante. Como la mítica y seductora Ultimátum a la tierra (1952).
Jamás volverá a hacerse. Ya nadie se atrevería en serio a hacer aterrizar el hermético y compacto platillo de Klaatu, un extraterrestre vestido con una vestimenta que en aquellos años quería parecer sideral y que afortunadamente enseguida cambia por traje y corbata para mezclarse con nosotros, terrícolas asustadizos y atontados. ¿Qué puede pensar Klaatu de la preparación de unos soldados que nada más descender de la nave solo y desarmado se ponen tan nerviosos que le pegan un tiro? Menos mal que trae con él a Gort, un robot imponente, que se limita a hacer su trabajo. Tampoco me canso de ver esta película de Robert Wise. Está encerrada en los años de la guerra fría y es irrepetible, desprende encanto por la música, el blanco y negro, e incluso por el claro mensaje antinuclear que pretende trasmitir. Por lo general, a este tipo de películas de la década de los 50 siempre se les ha atribuido intencionalidad política, la de recoger y potenciar el miedo del ciudadano medio norteamericano a un enemigo exterior, que no era otro que la ideología comunista.