Clara Sánchez
Llevo varios días acordándome de esta novelita de Robert Louis Stevenson, que cada vez me parece más grande, una obra maestra que hace que me acuerde de que tengo miedo. Un miedo inconcreto a la enfermedad, a la vejez, a la locura, a que un accidente me desfigure, en definitiva a dejar de ser como soy en este momento. Que no es ni más ni menos que lo que le sucede a Jekyll cuando se vuelve Hyde por voluntad propia. También es lo que le pasa a Lucio (el protagonista de El asno de Oro, de Apuleyo) cuando se trasforma en asno al untarse un ungüento mágico. Y a Gregor Samsa (La Metamorfosis, de Kafka), que, sin necesidad de untarse ni tomar nada, empieza a notar una mañana al despertarse que su cuerpo ahora es el de un insecto gigante y que podría considerarse la versión contemporánea y bellamente deprimente de las Metamorfosis, de Ovidio, donde el que una persona se convierta en árbol parece natural.
Vistos en conjunto, estos relatos hacen realidad el peor de nuestros sueños y temores: que el continuo cambio a que estamos sometidos desde que nacemos hasta que morimos sea tan repentino y violento que nos arranque de nosotros mismos, que nos meta en otro cuerpo, en otra apariencia.