Clara Sánchez
Rafael Azcona ha sido un genio, ha sido bueno y ha sido siempre joven. Desde la primera vez que lo vi hace unos nueve años hasta la última, estas tres cualidades lo han iluminado de una forma que lo hacían brillar por encima de los demás. Si hubiese sido sólo un genio nos habría bastado con sus guiones, porque hay muchas veces que los genios no tienen ningún interés como personas, sin embargo Azcona tenía una cualidad rara y escasa: meterse en la piel del otro de forma natural, sin forzarlo, sin intentarlo siquiera. Las veces que lo traté, que no fueron muchas, tuve la intensa impresión de que me comprendía, de que se ponía en mi lugar. Miraba a los ojos buscando algo que seguramente ni yo misma era consciente de tener, y como a mí debía de ocurrirle a todo el mundo. El drama de la humanidad es que hay gente incapacitada para meterse en la piel de otro, gente intransigente, severa, que rechaza lo que es muy distinto a sí mismo. Azcona pudo escribir los maravillosos guiones de El verdugo, El pisito, El cochecito o Plácido, aparte de por poseer un talentazo descomunal, porque tenía el don de comprender. Prefería comprender a juzgar y sabía rescatar esa pequeña inocencia que nos hace salvables.
Y siempre gozó de ese aspecto joven, que le quitaba quince o veinte años de encima. Se dice que la cara es el espejo del alma. En su caso todo él era espejo de alguien con permanente interés por los demás, de alguien que miraba de verdad.