Jean-François Fogel
«Queríamos morir jóvenes, pero como Dios cuida de los tontos, aquí estamos», escribe Ray Loriga en uno de los artículos suyos recopilados en Días aún más extraños (editorial El Aleph). ¿Cómo se puede describir este libro? Un «librito», dice su autor en la introducción. Librito me parece muy generoso. Es muy poca cosa: unos artículos publicados en el diario El País, una carta al escritor Rodrigo Fresán, un fragmento de ficción y un cuento.
Los artículos (hablan de cine, de atentados, de música, de ajedrez) son buenísimos pero es la carta lo que me llamó la atención. Hace poco, descubrí el largo poema de Auden que se presenta como una carta a Lord Byron. Fingiendo escribir a Lord Byron, el poeta inglés utiliza lo que va haciendo (un viaje a Islandia) para hacer un repaso a la situación del arte y de las ideas en su país (estamos antes de la segunda guerra mundial). Es lo que hace Loriga: está en Tailandia, en un pequeño hotel de Khao Lak, en la isla de Phuket, y, fingiendo escribir a Rodrigo Fresán, habla de ficción.
Ray Loriga: «Hubo un tiempo en que la ficción parecía posible pero este tiempo ya pasó, y por qué negarlo, se fue sin mucha gloria». Uno puede preguntarse si es una condena global, definitiva de un género hasta entender que el autor habla de sí mismo. «La ficción», escribe Loriga, «precisa de un entusiasmo, de un rigor, de un talento que ya no tengo, que nunca tuve, en realidad. Por eso ahora me dedico al cine». Lo más sorprendente, añade el autor, es el entusiasmo que tuvo en su juventud para dedicarse a construir una trama, involucrase, entregar su experiencia personal en su escritura. Pitol, Piglia, Beckett, Handke son citados en lo que «no es una carta, ni por supuesto una nota de suicidio» .
Para el lector de El hombre que inventó Manhattan, excelente novela de Ray Loriga, este texto es a la vez una maravilla (Loriga tiene un castellano transparente, directo, sencillo que quita cualquier mancha de retórica inútil) y una pesadilla: ¿podemos perder a este talento? La respuesta viene al final con un cuento, Virginia se enamora, de una frescura eficiente, con capacidad obvia de crear una tensión utilizando un mínimo de recursos. Loriga dice que es un cuento a lo Salinger pero en realidad uno piensa en otro escritor norteamericano. En el final de su vida, Scott Fitzgerald decía dedicarse al cine pero tenía en su despacho el manuscrito de The last Tycoon. Loriga tiene que cuidar su corazón y recordar que tiene lectores.