Javier Rioyo
Muchos amigos están en su capilla ardiente. No entiendo ni lo de capilla. Ni lo de ardiente. No le acompañó la fe a Carlos Llamas. Yo también carezco de esa misteriosa fuerza oculta. No la añoro. Él confesó no hace mucho que sí, que le hubiera gustado tener fe en algo trascendente, pero no consiguió tenerla ni cuando supo que se enfrentaba a la muerte. Nunca es dulce la muerte. Creo. No lo es cuando quieres vivir. Carlos quería vivir. Estará muy cabreado por no haberlo conseguido, nosotros también.
No se si habrá funeral. Creo que sí. No iré. Ni al entierro. He visto abrazos, llantos y tristezas por la televisión. No quiero acercarme, no lo haré. Le tengo cariño, le aprecié como ser humano y como periodista. Nos entendimos bien. Teníamos raíces zamoranas, en mi caso, más producto de lo imaginario que lo real. Pero ahí estaban. Además teníamos otras raíces más profundas que nos unían. Sufríamos por el mismo equipo. Nos gustaba la misma ciudad. Su ser poblachón, ser barrio y su querer ser, y serlo, gran ciudad. Nos gustaba la noche. Las copas. Y el humo de los cigarros. Me gustaba ese humo que lo mató. Me sigue gustando aunque no fumo después de ver lo que hizo con él. Hoy, mi amplio yo inconsciente y temerario, casi me hace volver al cigarro para recordar mejor a Carlos. Me resistí. Me desconozco. Pero sí, al menos eso, he brindado por el amigo muerto. Suene un disco de Madeleine Peyroux. Canta “La javanaise”. Levanto mi copa. Y hago caso a Lec: “Cuando no encuentres palabras de indignación, no las sustituyas por elogios”. Estoy cabreado.