
Ficha técnica
Título: Soy Yo, Édichka | Autor: Eduard Limónov | Traducción: Ana Guelbenzu | Editorial: Marbot | Presentación: Rústica | Formato: 13,5 x 21 cm. | Páginas: 336 | ISBN: 978-84-92728-46-6 | Precio: 19,90 euros
Soy Yo, Édichka
Eduard Limónov
Un libro escrito en ruso en Nueva York, publicado por primera vez en francés en París. El relato en primera persona de un poeta ruso que trata de encontrar su sitio en Manhattan, entre los claustrofóbicos circuitos de la emigración soviética y el ajetreo alucinante de la capital del Mundo Occidental. Un libro sobre sexo, política, más sexo, celos, odio de clase y amor convertido casi en enfermedad.
Las memorias de Eduard Limonov sobre sus primeros años de emigrado en Nueva York solo encontraron editor en París. Tal vez temiendo que el libro pudiera pasar desapercibido -su autor era casi un desconocido en Occidente; no así en Rusia, donde tenía un gran cartel como poeta underground-, optó por cambiar el título original ruso por otro bastante más picante: El poeta ruso prefiere a los negrazos. En este caso, sin embargo, el explícito intento de épater le bourgeois encaja perfectamente con el contenido del libro, donde el sexo es omnipresente y no conoce barreras de pudor, de orientación y por momentos de cordura, la política resulta de todo punto inseparable de la violencia, y el odio de clase más démodé preside la relación con la mayoría de sus conciudadanos. El amor -pues se trata de una historia de amor- se parece más que nada a una enfermedad.
El título original, Soy yo, Édichka, sitúa más bien este radical gesto literario de afirmación personal en el cambio de piel que suponía cruzar el telón de acero en los años setenta. Hundido en el anonimato y la indigencia a la que el cambio de códigos abocaba a la mayor parte de los emigrados rusos, Limónov responde -dejando atrás la poesía, irreconocible también para él al otro lado del telón- con una prosa autobiográfica y furibunda, inmediata, casi de batalla, que unas veces se compara con Henry Miller y otras con Jack London, principalmente a cuenta de su fuerza y arrebato.
«Limónov era nuestro bárbaro, nuestro gamberro: le adorábamos.» Emmanuel Carrère, Limónov
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EL HOTEL WINSLOW Y SUS HABITANTES
Si pasas entre la una y las tres de la tarde por la avenida Madison, donde se cruza con la calle Cincuenta y cinco, no te hagas el remolón, inclina hacia atrás la cabeza y levanta la vista hacia las sucias ventanas del edificio negro del Hotel Winslow. Allí, en la última planta, la decimosexta, en el balcón del medio de los tres que tiene el hotel, estoy sentado yo, medio desnudo. Suelo comer schi* mientras el sol me abrasa, soy un gran amante del sol. El schi con col agria es mi sustento habitual, como una cazuela tras otra, cada día, apenas como nada más. La cuchara con la que como el schi es de madera, la traje de Rusia. Está decorada con flores doradas, rojas y negras.
Las oficinas de alrededor me observan intrigadas, con sus paredes de cristales ahumados y sus mil ojos de oficinistas, secretarias y gerentes. Una persona casi desnuda, y a veces del todo, que come schi de una cazuela. De hecho, no saben que es schi. Ven que una vez cada dos días ese tipo cocina algún plato primitivo que echa humo allí mismo en el balcón, en una olla enorme y con un hornillo eléctrico. En algún moment también zampé pollo, pero después dejé de hacerlo. Las ventajas del schi son cinco:
1. Es muy barato, dos o tres dólares por una cazuela llena, ¡que dura dos días!
2. No se agria fuera de la nevera ni siquiera cuando hace mucho calor.
3. Es rápido de preparar: hora y media en total.
4. Se puede y se debe comer frío.
5. No hay mejor comida para el verano porque es agrio.
Sofocado, como desnudo en el balcón, no me cohíben esos desconocidos de las oficinas y sus miradas. A veces incluso cuelgo un pequeño transistor verde a pilas de un clavo hendido en el marco de la ventana, me lo regaló Alioshka Slavkovi, un poeta que se está preparando para ser jesuita. Amenizo la ingesta de alimentos con música, y prefiero la emisora española. No soy vergonzoso. A menudo voy con el culo al aire y el miembro blanco en comparación con el resto del cuerpo por mi habitación poco profunda, y me importa un bledo si me ven o no, ya sean oficinistas, secretarias o gerentes. Más bien prefiero que me vean. Probablemente ya están acostumbrados a mí, a lo mejor se aburren los días que no salgo a rastras al balcón. Creo que me llaman «el crazy de enfrente».