Ficha técnica
Título: No leer | Autor: Alejandro Zambra | Editorial: Alpha Decay | Colección: Héroes Modernos | ISBN: 978-84-92837-48-9 | Páginas: 240 | P.V.P.: 16 € | Fecha de publicación: 16 de abril de 2012 | Formato: rústica 20,5 x 12,5 cm | Edición: 1ª | Impresión: 1ª
No leer
Alejandro Zambra
A lo largo de las crónicas y breves ensayos literarios que componen este volumen, Alejandro Zambra hilvana, acaso sin proponérselo, una singular teoría de la lectura. Ya sea en el comentario sobrio y refinado de un determinado libro, o en las digresiones biográficas nacidas de los apuntes sobre tal o cual autor -desde Parra, Levrero y Pavese hasta Millán, Ribeyro y Tanizaki, pasando por Bolaño, Natalia Ginzburg y Puig-, el hecho mismo de leer ocupa el centro de estas páginas, en las cuales el estilete vehemente y bienhumorado contra los lugares comunes y las imposturas se alternan con la celebración intimista y sosegada de haber leído algo verdadero.
El título del libro es un generoso engaño que alude al momento en que Zambra dejó de ejercer la crítica literaria semanal y comenzó a experimentar, como él mismo dice, el placer de no leer ciertos libros, lo que le permitió abrazar otras lecturas, más reposadas pero también impetuosas, de obras menos habituales en la agenda periodística.
Como en sus novelas y poemas, Alejandro Zambra despliega aquí un estilo que hace de la ambigüedad, la contención y la vacilación valores irremplazables, ofreciendo, antes que una fatua última palabra, la sugerencia de que algunos libros nos incumben de manera sustancial, y, a la vez, dibujando una suerte de autorretrato en espejo convexo: la imagen de un escritor -y lector- ejemplar, rodeado por su biblioteca llena de espectros y afectos.
LECTURAS OBLIGATORIAS
Aún recuerdo la tarde en que la profesora de castellano se volvió a la pizarra y escribió las palabras prueba, próximo, viernes, Madame, Bovary, Gustave, Flaubert, francés. Con cada palabra crecía el silencio y al final solamente se oía el triste chirrido de la tiza. Por entonces ya habíamos leído novelas largas, casi tan largas como Madame Bovary, pero esta vez el plazo era imposible: teníamos apenas una semana para enfrentar una novela de cuatrocientas páginas. Comenzábamos a acostumbrarnos, sin embargo, a esas sorpresas: acabábamos de entrar al Instituto Nacional, teníamos doce o trece años, y ya sabíamos que en adelante todos los libros serían largos.
Así nos enseñaron a leer: a palos. Todavía pienso que los profesores no querían entusiasmarnos sino disuadirnos, alejarnos para siempre de los libros. No gastaban saliva hablando sobre el placer de la lectura, tal vez porque ellos habían perdido ese placer o nunca lo habían experimentado realmente: se supone que eran buenos profesores, pero en ese tiempo ser bueno era poco más que saberse los manuales.
Como en el poema de Parra, los profesores nos volvían locos con preguntas que no iban al caso. Pero al poco tiempo ya conocíamos sus trucos o teníamos trucos propios. En todas las pruebas, por ejemplo, había un ítem de identificación de personajes, que incluía puros personajes secundarios: mientras más secundario fuera el personaje era mayor la posibilidad de que nos preguntaran por él, así que memorizábamos los nombres con resignación y también con la alegría de cultivar un puntaje seguro.